El 30 de marzo de 1840, en un triste hospicio de caridad de la ciudad de Caen, en la Normandía francesa, fallecía un hombre de sesenta y un años, desaseado, calvo y prematuramente envejecido, al que nadie conocía. Lo habían recogido de las calles, donde pedía limosna, enloquecido por la galopante sífilis que padecía. Los directores del hospicio no lo sabían, pero aquel pobre mendigo era Beau Brummell, “el bello Brummell”, quien fuera antaño el árbitro de la elegancia en Londres y amigo íntimo del mismísimo Príncipe de Gales.
¿Cómo había llegado el elegante caballero inglés a semejante situación? ¿Por qué se encontraba en Francia, encerrado en un asilo de caridad, enfermo y demente? Acompáñanos por la trepidante vida del dandi inglés que impuso la moda en Inglaterra, George Bryan Brummell, apodado Beau Brummell.
Breve biografía de Beau Brummell, el árbitro de la elegancia londinense
De él se cuentan numerosas anécdotas, que no todas tienen visos de ser reales. Dicen que tardaba nada menos que cinco horas en arreglarse, y que lustraba sus hermosos zapatos con champán (bebida a la que, dicho sea de paso, era muy aficionado). También existen relatos acerca de cómo eran sus baños (diarios, por cierto, algo inédito en aquella época): una bañera llena de leche, al estilo Cleopatra, con la que hidrataba su piel y “conservaba” su juventud.
De Beau Brummell se han dicho muchas cosas, y no todas son ciertas. Su fama alcanzó tan altas proporciones a principios del siglo XIX, que la gente expandía rumores de todo tipo para enaltecer su excentricidad y su elegancia extrema. Lo que sí es cierto es que George Bryan Brummell se convirtió pronto en un referente de la moda londinense, hasta el punto de que los caballeros, e incluso el mismo príncipe de Gales, lo tomaron como su más grande referente al respecto.
¿Oficio? Estar siempre bello
George Bryan Brummell tuvo la enorme suerte de recibir una cuantiosa herencia de su padre a los veintiún años. Nada menos que 30.000 libras, una cantidad realmente desorbitada para la época. Como resultado, el muchacho no tuvo nunca que trabajar, y se dedicó en cuerpo y alma a dilapidar su fortuna en el juego y, sobre todo, en trajes, joyas, zapatos y accesorios varios.
Brummell había nacido el 7 de junio de 1778 en Londres, hijo de un secretario privado de un noble que después fue gobernador. De ahí la fortuna amasada por el progenitor, que le garantizaría el lujoso tren de vida que llevaría durante su juventud y que marcaría, por desgracia, su caída final.
Y es que Brummell era un auténtico manirroto. En su afán de aparentar y de asombrar a la ciudadanía londinense, gastó toda su fortuna y quedó completamente arruinado. Antes, empero, tuvo tiempo de convertirse en todo un símbolo de la moda inglesa y consiguió que hombres y mujeres cayeran rendidos a sus pies. La gente empezó a llamarlo Beau Brummell, el bello Brummell (del francés beau, ‘bello’).
Ya de niño había mostrado una tendencia innata a la moda y un gusto refinado por la belleza. A los doce años fue enviado a Eton, donde conoció al que sería uno de sus amigos más íntimos (y, posteriormente, su gran enemigo), el príncipe de Gales y futuro regente de Inglaterra dada la demencia del rey Jorge III. En Eton ya empezó a cultivar fama de dandi refinado y poderosamente inclinado al buen gusto, fama que creció más tarde en Oxford, donde terminó sus estudios.
La época de los dandis
Pero Beau Brummell no solo tenía reputación de dandi. Su lengua era muy valorada (y temida) en los círculos selectos de Londres, de manera parecida a lo que más tarde sucedió con Oscar Wilde, el otro gran dandi inglés. Como puede verse, los dandis no solían terminar bien; su tren de vida demasiado lujoso y sus palabras cínicas, con las que se permitían atacar a cualquiera, les granjearon numerosos enemigos. Oscar Wilde acabó en presidio; Brummell, absolutamente arruinado y exiliado en Francia para evadir la cárcel por deudas.
La palabra dandi denomina a un hombre muy refinado, que siempre viste con gusto y a la última moda (con un punto de extravagancia, todo hay que decirlo), y que suele proceder de las altas esferas de la sociedad, como la nobleza o la burguesía. El dandi decimonónico suele ser una persona culta, de agudo ingenio, que no duda en poner al servicio de la sátira y la provocación. Todo ello define a la perfección a Beau Brummell, que, a pesar de no ser el primer dandi, sí que impulsó el concepto y el estilo de vida de estos caballeros, hasta convertirlo en un auténtico símbolo de la época.
A pesar de su innegable inteligencia, y a diferencia de otros dandis como el ya citado Oscar Wilde o el poeta maldito Charles Baudelaire, Brummell malgastó su don. Nunca se dedicó a escribir o a ejercer alguna actividad con la que pudiera cultivar su ingenio, que se limitó a disparar como una saeta hacia la reputación de algunos de los personajes más conocidos del momento. El bello Brummell tuvo incluso la osadía de arremeter contra el mismísimo regente, el futuro Jorge IV, que ya empezaba a cansarse de sus impertinencias.
La caída de los dioses
Hacia 1810, Beau Brummell estaba en la cumbre de su éxito. La cuantiosa herencia de su padre le garantizaba una vida repleta de lujos y excentricidades; era asiduo de las fiestas y los actos sociales de la capital, donde se exhibía como un auténtico pavo real. Sin embargo, el lema de Brummell no era la ostentación, sino todo lo contrario: “pasar cuidadosamente desapercibido”. Y es que la moda del dandi estaba en las antípodas del vestuario dieciochesco, pues huía de los colores estridentes, las pelucas y los complementos demasiado estridentes. Todo ello con el objetivo de (y de forma contradictoria) llamar todavía más la atención.
Se dice que Brummell lucía los pantalones tan pegados a su cuerpo que parecían una segunda piel, lo que le permitía exhibir sus hermosas y torneadas piernas. Y es que George Bryan Brummell tenía fama de tener la complexión más hermosa de Inglaterra: esbelto, fuerte y con una envidiable y estrechísima cintura (que él resaltaba con chaquetas ajustadas y con corsés masculinos) era la envidia de cualquier caballero del momento.
Quien le envidiaba particularmente era su “amigo” el príncipe de Gales. A pesar de que el futuro Jorge IV había sido en su juventud un hermoso muchacho dado a la buena vida y con mucho éxito entre las mujeres, con el paso del tiempo sus excesos con la comida y la bebida habían hecho mella en su cuerpo y había desarrollado una gran barriga y una temprana calvicie, así como un envejecimiento prematuro. Todo ello constituía el blanco perfecto de las burlas de Brummell, a quien no se le caían los anillos a la hora de hacer mofa hasta del mismo regente.
Fue precisamente su osadía la que lo llevó a la caída. Cuentan que, en una velada, Brummell, que ya estaba bastante enemistado con Jorge, preguntó a su interlocutor quién era “aquel gordo mal vestido”. La chanza fue demasiado, y el regente decidió expulsar a Brummell de su círculo y, por tanto, de la sociedad.
También las numerosas deudas contraídas tuvieron mucho que ver en su caída. La fortuna heredada de su padre se terminaba a pasos agigantados, prácticamente gastada en su totalidad en ropas y accesorios. Quedan registros que atestiguan que Brummell gastaba unas 800 libras anuales a su acicalamiento personal. Si tenemos en cuenta que el sueldo “normal” de un asalariado era de unas 52 libras anuales, podemos calcular el enorme dispendio que esto representaba.
Así, entre las deudas contraídas con zapateros, joyeros y sastres, así como el despilfarro en el juego, Brummell se vio obligado a abandonar precipitadamente Inglaterra y refugiarse en Francia. Corría el año 1816 cuando el dandi desembarcaba en Calais. Ya nunca más regresaría a Inglaterra.
De dandi refinado a desdichado mendigo
La vida de Beau Brummell parece un cuento de inolvidable moraleja. Y es que el dandi “pagó” finalmente por todos sus excesos. Desde su llegada a Francia, cayó en el olvido en su Inglaterra natal. En Caen, la ciudad normanda donde se refugió, nadie le conocía. Dilapidada toda su fortuna, consiguió gracias a la influencia de unos amigos ingleses el puesto de cónsul británico en la ciudad. Solo desempeñó el cargo dos años.
Una vez más, su prepotencia lo condujo a la ruina. Brummell se atrevió a pedir que se suspendiera el consulado, con la esperanza de que lo trasladaran a un destino mejor. Y sí, el consulado se anuló, pero a él no se le ofreció ningún otro puesto, por lo que la renta que había recibido por su cargo desapareció. Brummell estaba en la más absoluta pobreza.
El ex dandi pasó sus últimos años viviendo de la caridad de los amigos que había dejado en Inglaterra, pero a finales de la década de 1830 lo encontramos ya vagabundeando por las calles de Caen, sucio y maloliente, sobreviviendo gracias a la limosna de los transeúntes. Su juicio, afectado por la sífilis que arrastraba desde hacía años, se había deteriorado considerablemente.
El asilo Le Bon Sauveur de Caen se apiadó de él y lo recogió. Allí pasó el antaño bello Brummell sus últimos días, completamente enajenado y aislado de la realidad. El que había sido el árbitro de la elegancia, el pulcro, elegante, refinado dandi inglés, se había convertido en un anciano prematuro de ropa desgastada y sucia. Quizá, en su locura, no se dio cuenta de su caída. Mejor así.
Mientras, quedaba para la posteridad la figura del caballero arrogante y cínico que lideró la moda inglesa de principios del siglo XIX. De hecho, muchos historiadores de la moda equiparan la influencia de Brummell en la moda masculina con la que tuvo más tarde Coco Chanel en la femenina. Brummell estableció (aunque no inventó) una serie de prendas que quedarían asociadas para siempre a la elegancia del caballero: sombrero de copa, camisa, corbata, pantalones y chaqueta. Todo sin una sola arruga, por supuesto.