"Me despierto por la mañana con cierta sensación de inquietud, ansiedad y desgana. Me dispongo a leer qué ha sucedido en el día y me veo atrapado en varias decenas de noticias de contenido catastrófico e inquietante. Número de víctimas mortales, infectados, peligros... Mi ánimo empeora, mi ansiedad se eleva y mi necesidad de seguir leyendo va en aumento. Han pasado horas y sigo metido en este círculo vicioso de negatividad".
Esto es el doomscrolling: la búsqueda obsesiva por lo negativo.
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¿En qué consiste el doomscrolling?
El término "doomscrolling" ha adquirido relevancia a partir de lo sucedido en esta pandemia. Son muchos los testimonios en redes y en las consultas de psicología, y varios los periodistas que se han hecho eco. La palabra viene de “Doom” que podría traducirse como fatalidad, catástrofe, muerte, y “Scroll” que es la acción de ir pasando el dedo por la pantalla bajando el contenido infinito de la red.
Durante este tiempo hemos visto, con asombro, hasta qué punto la sensación de urgencia, peligro, y miedo puede conllevar comportamientos muy adictivos relacionados con cómo nos exponemos a la información.
¿A qué se debe este fenómeno?
Estamos preparados evolutivamente para responder de manera eficiente ante el peligro. Actualmente no tenemos depredadores naturales, pero nuestro sistema nervioso, y concretamente nuestro sistema límbico, encargado de procesar emociones como el miedo, siguen siendo los mismos que cuando los teníamos. Nuestros cerebros gastan muchos más recursos en identificar lo negativo y lo peligroso, que lo positivo.
¡Y esto tiene sentido! Cuando nuestros antepasados se encontraban en mitad de la naturaleza y observaban un punto en el horizonte, su sistema de alerta se activaba y se preparaban para huir o luchar. Dicho punto podría ser una mosca, un efecto óptico o un depredador. Pero ser optimista y equivocarse en ese contexto tenía un coste muy alto.
Además, para mejorar en sus predicciones y en su seguridad, nuestros antepasados necesitaban tener toda la información posible acerca del depredador: su apariencia, sus zonas de caza, su forma de comportarse... Esto era absolutamente vital.
Por este motivo el cerebro humano no es amigo de la incertidumbre. Necesitamos esa información para mantenernos a salvo. Nuestro cerebro lo sabe, y moviliza ciertos recursos para obtenerla. Quizás sea el motivo por el que tenemos esa necesidad imperiosa de pararnos con el coche ante un accidente de tráfico en el carril contrario. O ver el siguiente episodio de nuestra serie favorita cuando se queda en mitad de la acción. Saber nos calma y da seguridad.
Científicos de la Universidad de Maastrich realizaron un experimento en el que llegaron a la conclusión de que preferimos recibir varias descargas eléctricas ahora, que una sola pero no saber cuándo. La certeza nos tranquiliza. El problema surge cuándo tratamos de buscar esas certezas en una realidad incierta.
Así pues, parece evidente que el software que venía de serie en nosotros se ha cortocircuitado. Nuestro sistema de alerta se ha activado pero no está cumpliendo su función, y dos son los motivos principales:
1. La pandemia
Es lo más parecido a un depredador natural que viviremos, invisible, letal. Nuestros sentidos están focalizados en la amenaza. Necesitamos descodificar qué es, cómo se contagia, en qué lugares es más infeccioso. Y como no somos capaces de verlo con nuestros sentidos como nuestros antepasados en la naturaleza, necesitamos de otros medios que nos den esa información: los medios de comunicación y las redes sociales.
2. Nuevas Tecnologías de la Información y Comunicación (NTIC)
Conocemos sobradamente las ventajas de las nuevas tecnologías. Su accesibilidad, inmediatez, dar voz a personas de todo el mundo... pero toda cara tiene su cruz. Y en este caso hablamos de sobreinformación, infoxicación, fake news, adicciones, polarización...
Los algoritmos de las redes sociales que visitamos están programados para conseguir un único objetivo: que sigamos conectados. Esta fórmula matemática hace que las noticias que con más frecuencia aparecen en tu smartphone sean negativas y amenazantes. De esta forma los gurús tecnológicos de Silicon Valley explotan un sistema de alerta ancestral que fue adaptativo en su momento y que nos deja atrapados en un bucle de ansiedad y depresión en el momento actual.
Esta fórmula no es nueva. Los medios de comunicación tradicionales la conocen y la utilizan desde hace mucho tiempo. Un diario ruso en 2014, The City Reporter, decidió publicar sólo buenas noticias durante 24 horas. El resultado te sorprenderá: su audiencia bajó hasta una tercera parte.
Nos sentimos atraídos por las malas noticias. El peligro y el miedo captan nuestra atención y esto acaba siendo rentable para los que están detrás de los medios, y lo potencian.
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¿Cómo nos influye?
Los efectos de esta hipervigilancia constante hacia el peligro son que tendemos a sobreestimarlo; el miedo aumenta, nos atenaza, nos obsesionamos, nos deprimimos, nos vemos vulnerables e incapaces de hacer frente a las amenazas.
Ante este panorama, intentamos resolver la situación mediante nuestra respuesta atávica. La única salida que conocemos para calmarnos y sentirnos seguros, la que nos sirvió en el pasado, seguir buscando información negativa. Queremos saber más, necesitamos saber más. Nuestro círculo de negatividad se convierte en una espiral de la que cada vez nos cuesta más trabajo salir.
Imagina a un gorrión que desde la seguridad de su nido contemplase ansiosamente el cielo de manera indefinida, día y noche, temiendo que apareciese un ave rapaz. Imagina que este pajarillo dejase de salir a buscar alimento, relacionarse, volar, ante la posibilidad de un ataque. Sería algo paradójico, para evitar que le maten, se dejaría morir. Es un comportamiento difícil de ver en la naturaleza.
“Hemos creado algo que explota una vulnerabilidad de la psicología humana” confesaba Sean Parker, primer presidente de Facebook en un sorprendente discurso en Filadelfia en 2018. Y añadía: “Solo Dios sabe lo que las redes sociales están haciendo con el cerebro de los niños”... pero no sólo el de los niños.
En los foros en los que hablo a lo largo del año de los peligros en la red, normalmente ponemos el foco sobre los adolescentes que son la población más vulnerable a la hora de reproducir estos problemas. Solemos concluir que una de las claves para no desarrollar adicciones o conductas de riesgo es la educación. Aprender a relacionarnos con las nuevas tecnologías de forma saludable. Sin embargo, en esta ocasión hablaríamos de un problema transgeneracional que afecta a cualquier persona que tenga al alcance NTIC.
El doomscrolling es un fallo en el sistema de alerta. Un comportamiento poco saludable y desadaptativo que afecta tanto a jóvenes cómo a mayores. ¿Podría ser este cortocircuito cerebral un indicador de que la tecnología crece a mayor velocidad de la que nuestros cerebros son capaces de adaptarse?