El final de la última familia imperial rusa ha hecho correr ríos de tinta y ha llevado de cabeza a los historiadores. Especialmente, en lo que se refiere al destino de las hermanas Romanov, las cuatro hijas del zar Nicolás II.
Lo poco que se sabe de la fatídica noche de julio en que fueron masacrados se conoce en su mayor parte por los informes y las memorias que Yakov Yurovski (1878-1938), el encargado del asesinato, realizó después del magnicidio. Sin embargo, su testimonio varía dependiendo de la fuente que tomemos, por lo que es complicado reconstruir con fidelidad lo que ocurrió exactamente en la madrugada del 16 al 17 de julio de 1918.
Esta falta de información, que en los meses que sucedieron a la tragedia fue absoluta, hizo que empezaran a aparecer varias mujeres que aseguraban ser las grandes duquesas y que, al parecer, habían sobrevivido a la masacre. Entre ellas, la más conocida fue Anna Anderson (c. 1897-1984), la farsante que sostuvo toda su vida ser la gran duquesa Anastasia. Hubo también, sin embargo, varias Tatianas, Olgas y Marías, e incluso algún Alexei, el heredero del imperio ruso.
¿Qué sucedió exactamente aquella calurosa noche de 1918? ¿Es cierto que algunos miembros de la familia imperial lograron sobrevivir? ¿Qué pasó con las hijas del zar? ¿Es cierto que Anastasia, la pequeña, no murió? Acompañadnos a un viaje por la biografía de las cuatro hermanas Romanov, contada más allá de la leyenda.
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¿Había sobrevivido una de las hermanas Romanov?
En el año 1979, en los alrededores de Ekaterimburgo, un grupo de arqueólogos aficionados realizaron un hallazgo asombroso. En una fosa común de las inmediaciones de la ciudad (donde, supuestamente, los asesinos habían enterrado los cuerpos de la familia imperial y de sus sirvientes) se encontraron restos humanos. La URSS todavía no había caído, y la noticia podía ser peligrosa, por lo que la improvisada expedición mantuvo el descubrimiento oculto y dejó los restos donde estaban.
Así quedaron las cosas hasta 1991, cuando, una vez caída la Unión Soviética, se vuelve a trabajar en la zona y se identifican los nueve cuerpos como los miembros de la última familia imperial y algunos de sus fieles servidores Tras los análisis respectivos, los expertos dan su veredicto: faltan los cuerpos de una de las dos hijas pequeñas, María o Anastasia, y el de su hermano, el zarévich Alexei.
La mujer que quiso ser Anastasia
La noticia causó cierto revuelo, puesto que, de faltar el cuerpo de una de las hijas menores, podría ser cierta la historia de aquella extraña mujer que, en la década de 1920, empezó a afirmar obcecadamente que era la gran duquesa Anastasia. Repasemos un instante en qué consistió el caso.
Corría el año 1920. Hacía dos años que la familia imperial había sido asesinada por los bolcheviques, pero el mundo todavía no conocía los detalles exactos. Los periódicos internacionales se llenaban de noticias acerca del paradero de sus miembros: en algunos se insistía en que tanto la zarina como sus hijas habían sido trasladadas a un lugar seguro, tomando como base unas declaraciones de Lenin en las que aseguraba que sólo el zar había sido ejecutado y que la familia había sido evacuada. De ser así, ¿qué había sucedido con las hermanas Romanov? ¿Cuál era su paradero?
Aquel año, una mujer joven se tiró a un canal en la ciudad de Berlín. Fue rescatada y trasladada a un hospital psiquiátrico, donde fue inscrita con el nombre de Fräulein Unbekannt (señorita desconocida), dado que, en un principio, no quiso dar su nombre. Sin embargo, más tarde empezó a aseverar que era la gran duquesa Anastasia y que se había salvado de milagro de la matanza de Ekaterimburgo. La noticia corrió como la pólvora. ¡Una heredera del trono ruso, viva…!
Como, gracias a los periódicos, la historia causaba furor en aquellos años, la gente empezó a interesarse por su testimonio. Algunos aseguraban que el parecido con Anastasia era sorprendente (cosa que ponemos en duda, a la luz de las fotografías que han sobrevivido, y que debemos achacar a la sugestión de sus oyentes). Pero lo más increíble fue el descubrimiento, en la cabeza de la joven, de varias heridas de bala que parecían darle definitivamente la razón.
El asunto dio la vuelta al mundo y llegó a implicar a personajes cercanos a la familia imperial, que dijeron reconocer en la mujer a la gran duquesa. La historia inspiró incluso una película en los años 50, protagonizada por Ingrid Bergman y Yul Brynner, así como una película de animación en 1997. Finalmente, las pruebas de ADN realizadas tras la muerte de la mujer confirmaron que mentía. En realidad, la impostora se llamaba Franziska Schanzkowska y era oriunda de Polonia.
El fin de la leyenda
A pesar de la evidencia, los interrogantes no se cerraron. La ausencia de uno de los cadáveres femeninos siguió alimentando la leyenda de la hija desaparecida, y a ella se añadió la del niño, Alexei, cuyo cadáver tampoco se encontraba entre los restos de la fosa.
Las respuestas iban a llegar casi diez años más tarde del descubrimiento de los cuerpos, y casi un siglo después de la tragedia. En 2007, aparecieron en una sepultura aledaña los dos cuerpos que faltaban y, de nuevo, las pruebas de ADN confirmaron su identidad. Los cadáveres pertenecían a la hija que faltaba y a su hermano el zarévich. Caso cerrado: ningún miembro de la familia imperial había conseguido sobrevivir, y los rumores eran sólo eso, rumores.
De familia imperial a prisioneros de los Soviets
¿Qué sucedió, exactamente, aquella noche de julio de 1918? ¿Cómo pasaron sus últimas horas los miembros de la familia imperial rusa? ¿Cómo los mataron? Ekaterimburgo, en las puertas de Siberia, no era la primera reclusión que habían sufrido los Romanov. Tras el triunfo de la revolución, en octubre de 1917, y la consecuente abdicación de Nicolás, se les aplicó un arresto domiciliario en el palacio de Tsarkoe Seló, la vivienda habitual de los Romanov, cerca de San Petersburgo. Más tarde fueron trasladados a Tobolsk, una recóndita ciudad de la estepa rusa, donde pasaron varios meses en soledad y olvido. Ekaterimburgo fue, pues, su tercera y última cárcel.
Las condiciones de arresto en la casa Ipatiev, donde les habían instalado, eran bastante peores que las que habían sufrido en Tobolsk. Porque, mientras que en esta última se les permitían paseos por el jardín de la casa y gozaban de una cierta permisividad, en Ekaterimburgo apenas podían salir de los muros del edificio y, además, los cristales estaban pintados para no ser vistos desde el exterior. Los días transcurrían entre el tedio, la tristeza y la desesperación, que en vano trataba de animar Anastasia, la más bromista de las hermanas.
Mucho se ha hablado del fatal desenlace de las hermanas Romanov, pero poco sobre su carácter y su vida íntima. Y es que, más allá de ser grandes duquesas de Rusia, las hijas de zar eran cuatro jóvenes hogareñas y tranquilas que habían sido educadas en un ambiente más burgués que imperial. Si os apetece verlas más de cerca, seguid leyendo.
Una educación sencilla y burguesa
No es ningún secreto que el nacimiento de cuatro hijas seguidas causó cierta frustración en el ánimo del zar, puesto que necesitaba urgentemente un heredero varón. Sin embargo, tanto él como su esposa la zarina amaban a sus pequeñas, a las que llamaban cariñosamente “nuestro trébol de cuatro hojas”.
A pesar de la imagen de autócrata (ganada a pulso, por otro lado) de Nicolás, lo cierto es que, en su vida íntima, la familia se comportaba más como una familia burguesa que como los emperadores de Rusia. En Tsarkoe Seló, el palacio levantado por Catalina la Grande en el que solían habitar, sólo utilizaban unas pocas habitaciones que Alejandra, la emperatriz, habilitó a la usanza inglesa. No hay que olvidar que la abuela de la zarina era la reina Victoria de Inglaterra, y que la educación de Alejandra había sido de índole victoriana, elegante y austera.
Las cuatro muchachas estaban obligadas a hacerse la cama cada mañana y llevaban una vida bastante normal, sin grandes aspavientos ni lujos innecesarios. Tenían un cuidadoso programa de estudios, que la zarina vigilaba de cerca, siempre que sus enfermedades (la mayoría, de índole nervioso) se lo permitieran. Las hermanas solían firmar los documentos que redactaban juntas con el acrónimo OTMA, que estaba formado por las iniciales de sus nombres: Olga, Tatiana, María y Anastasia.
OTMA
Helen Rappaport, en su extraordinario trabajo Las hermanas Romanov (ver bibliografía), hace un retrato excelente de cada una de las hermanas, de su personalidad y carácter y de las vicisitudes que les tocó vivir. De la hermandad de OTMA, la mayor era Olga, nacida en 1895. Poseía un rostro ovalado y dulce, aunque un tanto melancólico. De todas las hermanas, Olga era la que albergaba sentimientos más profundos.
Su inteligencia y su extraordinaria sensibilidad la hacían percatarse rápidamente de las desgracias y los peligros de la vida, y por ello tenía cambios bruscos de humor y arranques de melancolía. Intentaron casarla con el heredero del trono rumano, el príncipe Carlos, pero ella se negó. Lo irónico del caso es que, si Olga se hubiera casado con él, se habría hallado fuera de Rusia durante la Revolución, y quizá hubiera salvado la vida.
La segunda de OTMA era Tatiana, llamada cariñosamente en familia la institutriz, por su carácter práctico y organizado. Considerada por muchos de sus contemporáneos la más bella de las hermanas, Tatiana era sin embargo muy tímida y reservada, y solía hablar poco. En su atrayente belleza influía mucho su elegancia al vestir y al caminar, pues tenía porte de auténtica reina. Sin embargo, y como el resto de sus hermanas, era una persona muy humilde y cercana.
Tanto Olga como Tatiana participaron activamente en la Primera Guerra Mundial como enfermeras. Se pasaban gran parte de la jornada al lado de los soldados convalecientes, y hasta se atrevieron a ayudar en pequeñas cirugías, que a Olga le aterrorizaban pero que Tatiana enfrentaba con la serenidad que le caracterizaba. Como adolescentes que eran, se dejaron fascinar por algunos de los soldados que cuidaban, que se convirtieron en sus primeros (y únicos) amores.
María, la tercera de las hermanas, era una criatura dulce y soñadora. Tenía una complexión fuerte y grande y un bellísimo rostro donde resaltaban dos enormes ojos claros, que se conocían en familia como los platillos de María. De las hermanas Romanov era la más cercana y afable, y también la más coqueta y enamoradiza. Quizá por su condición de hermana del medio, parece ser que María siempre se sintió un poco sola y desplazada, y necesitaba constantemente muestras de cariño para sentirse tranquila y alegre.
Anastasia, la última de las hermanas (que tanta mitología ha inspirado) era traviesa y revoltosa hasta la saciedad. Tenía un carácter rebelde que traía de cabeza a sus educadores, pero también era muy ingeniosa, bromista y simpática. Según muchos testimonios, fue Anastasia la que consiguió alegrar los ánimos de su familia durante los largos meses de incertidumbre y cautiverio, con sus juegos y sus bromas.
Esa calurosa noche de julio
¿Qué sucedió con estas cuatro jóvenes esa noche de julio de 1918? Veamos que dice el testimonio de Yurovski al respecto. Según el cabecilla de los verdugos, aquella noche les dio órdenes a sus hombres y adjudicó a cada uno de ellos una víctima. Unos lituanos que estaban entre ellos pidieron que no les hiciera matar a las chicas, por lo que Yurovski decidió apartarles de la macabra misión, temeroso de que, en el momento crucial, se detuvieran.
Hacia las dos de la madrugada del día 17, Yurovski despertó a la familia y a sus sirvientes y les hizo vestirse y bajar al sótano de la casona. Se pusieron en fila y algunos, como la zarina y Alexis, se sentaron. Entonces Yurosvki les comunicó su sentencia de muerte, dictada por el Soviet de los Urales, y ya no hubo tiempo para reacciones. Los soldados empezaron a disparar.
A pesar de que cada uno tenía una persona asignada, el caos pronto se adueñó de la sala. Algunas de las mujeres parecían irreductibles; Yurosvki pronto se dio cuenta de que las joyas que llevaban cosidas a los corsés estaban deteniendo las balas, por lo que ordenó terminar con ellas con la bayoneta (o con un tiro en la cabeza, dependiendo del testimonio del mismo Yurosvki). El resultado fue una auténtica carnicería.
Nadie sobrevivió a la masacre. Las supuestas grandes duquesas que aparecieron, incluida la famosa Anna Anderson (alias Anastasia), eran falsas. La vida de las hermanas Romanov terminó ese 17 de julio de 1918. La mayor tenía veintidós años, y la menor, apenas había acabado de cumplir diecisiete.