¿Qué influye más de cara al comportamiento: la persona o la situación? La misma pregunta debió formularse Philip G. Zimbardo, psicólogo social estadounidense, antes de comenzar su famoso estudio desarrollado en 1971: el experimento de la cárcel de Stanford.
Lo cierto es que la ‘cárcel’ era en realidad los sótanos del Departamento de Psicología de la Universidad de Stanford, habilitados para asemejarse, temporalmente, a una verdadera prisión. Estudiantes voluntarios participaron como actores, asignándose al azar el personaje que debían interpretar como guardias o presos.
Sin embargo, el experimento finalizó de forma prematura debido a sus escalofriantes consecuencias. Los presos eran deshumanizados en general por los guardias mediante el maltrato psicológico. Hasta cinco presos tuvieron que abandonar el programa por crisis de ansiedad, mientras los guardias se volvían cada vez más abusivos con el resto de presos, bajo la atenta mirada del superintendente: el propio Zimbardo.
¿Naturaleza o contexto?
El experimento de la cárcel de Stanford introdujo un marco controlado donde estudiar la adopción de roles estereotipados y la transformación de las conductas habituales llevadas a cabo por sujetos sanos psicológicamente en conductas muy distintas que rozaron el abuso y la venganza (guardias) y la deshumanización (presos). Ahora bien: ¿Los guardias actuaron así por su propia naturaleza o fue el contexto carcelario quién tiñó el pacifismo estudiantil propio de los años 70 en conductas despóticas? ¿Por qué ciertos presos aguantaron estoicamente los maltratos psicológicos cuando podían haber abandonado el experimento en cualquier momento?
Es posible que el lector del presente artículo piense que, estando en el papel de un participante del experimento, jamás hubiera actuado de tal manera pues su naturaleza no es ni tan despótica ni vengativa, tal y como mostraron algunos guardias, ni tan sumisa como para aguantar tropelías como preso en una estancia penitenciaria ficticia.
En este sentido, existe una tendencia generalizada en creer erróneamente que la conducta viene dada de forma exclusiva por la propia persona, esto es, debido a factores internos (personales, disposicionales) del individuo: esto es lo que se conoce como Error Central de Atribución. De hecho, la conducta del individuo viene dada por factores internos como la motivación, la moralidad o la personalidad, por ejemplo, pero también por factores externos o ambientales, como los cambios políticos y sociales o las figuras de autoridad, entre otros muchos.
Dicho de otro modo: la conducta no depende exclusivamente de la persona, sino también de las influencias que reciba del ambiente en el que la misma se encuentre. Así, el estudiante-guardia que actúa de forma violenta sobre un compañero bajo el rol de preso puede encontrarse bajo los efectos de diferentes influencias internas (estrés, emociones como la frustración, rasgos perfeccionistas de su personalidad, etc.) como de influencias externas (presión del grupo de guardias al que pertenece, directrices dictadas por su superior, etcétera). Del mismo modo, los presos no se quedan atrás.
Las emociones negativas (factores internos) hicieron mella en ellos, pero también efectos externos como por ejemplo, entre otros, el maltrato psicológico, la privación de luz natural (la prisión no dejaba de ser un simple sótano) o la presión grupal (por ejemplo, muchos reclusos participaron en la creación de barricadas en las celdas la primera mañana del segundo día).
Los procesos de desindividualización y deshumanización:
Los participantes del experimento se centraron tanto en su papel que sufrieron la llamada ‘desindividualización’ o pérdida de identidad del sujeto a favor del papel o rol que le había tocado ‘interpretar’. De este modo, los participantes actuaban según lo que ellos creían que los demás esperaban de su nuevo rol:
1. Los guardias
Por su parte, los guardias desempeñaban un papel cohercitivo de vigilancia y castigo dentro de la prisión. La indumentaria (uniforme, gafas de sol) y armas de disuasión (porras prestadas por la policía de Stanford), unido al guión mental de cómo se desempeña un guardia de prisiones real en el ejercicio de su cargo, permitió a estudiantes pacíficos de Stanford transformarse en duros guardianes que, incluso en algunos casos, llegaron a deshumanizar a sus compañeros ‘presos’ (tal y como ocurre en ideologías terroristas o nazis, por ejemplo).
La deshumanización se encuentra vinculada al trato de otros seres humanos como meros objetos (las personas pierden sus características humanas), logrando que los guardias reduzcan la empatía hacia los presos. Como es evidente, la desindividualización contribuye al propio proceso de deshumanización, tal y como veremos a continuación.
2. Los presos
A los presos, obligados por el contexto carcelario, se les asignó números de referencia, utilizando las mismas ropas (uniformes presidiarios, sandalias) e incluso cadenas en los pies. Los estudiantes terminaron perdiendo la noción del tiempo (en las celdas no había ni relojes ni ventanas), siendo también patentes los síntomas de desindividualización (dejaron de utilizar sus nombres, refiriéndose a sí mismos como los números que tenían asignados).
Aunque destacan comportamientos vinculados al instinto de supervivencia, como la traición al grupo de alguno de los presos con objeto de recibir favores de los guardias, parece más remarcable el cambio conductual vivido por la mayoría de integrantes del grupo, que paso de ser revolucionario en los primeros días (formando barricadas, negándose a comer, etc.) a estar sometido por el maltrato psicológico: los presos habían pasado de ser estudiantes realizando un experimento, a ser simples números cumpliendo una pena inexistente bajo un régimen carcelario inflexible.
3. Los “de fuera”
En cuanto el alcaide (un investigador asociado) y el superintendente (el propio Zimbardo), también fueron fruto del proceso de desindividualización, llegando a creer que se encontraban en sus papeles dentro de una verdadera prisión.
Reflexiones finales
El experimento de la cárcel de Stanford ofrece un ejemplo detallado sobre el error central (o fundamental) de atribución del que hemos hablado: el actor es incapaz de verse actuando (no observa su propia conducta), centrándose exclusivamente en el ambiente (la situación en la que se encuentra y la conducta de los demás). Por su parte, un observador externo se centra tanto en los actores (su conducta) como en el ambiente, incluso fijando más su atención en las conductas desarrolladas por los primeros.
El propio Zimbardo es un ejemplo claro de ello. Inmerso en su propio rol de superintendente de la prisión, vivió un proceso de desindividualización que le hizo centrarse en el ambiente (la prisión, las conductas de los guardias a su cargo y las conductas de los prisioneros) sin tener en cuenta las consecuencias negativas (sufrimiento) que estaban ocasionando las decisiones sobre los estudiantes presos. Fue Christina Maslach, una ‘observadora externa’, quién abrió los ojos a Zimbardo, quién había dejado atrás su rol de psicólogo social para pasar a ser un inflexible superintentente de prisiones.
A pesar de los resultados, debemos tener en cuenta que aunque existían guardas que se comportaron de forma abusiva, también se menciona en la narración de los hechos la participación de guardias empáticos con los presos y otros, aunque más rígidos normativamente que los anteriores, más flexibles que los considerados ‘vengativos’. Quizá el caso más paradigmático en el estudio sea el del guardia apodado ‘John Wayne’, quién actuó de forma despótica durante el experimento.
Igualmente, los presos, aún inmersos en el proceso de deshumanización, tuvieron diferentes comportamientos (colaboradores, revolucionarios, sometidos…), según diversos factores. No podemos afirmar que los participantes se limitasen exclusivamente a factores de índole externa (el ambiente, las conductas de los demás…), pues entran en juego otros factores internos (genotipo, rasgos culturales, moralidad…) que, junto a los externos, delimitan los pensamientos y conducta del sujeto. Desgraciadamente, no es posible saber qué factores entraron en juego, al menos de forma exacta, en cada uno de los participantes en el momento de tomar las decisiones que les llevaron a las conductas mostradas.
Sin embargo, lo que quedó claro es que cuando un individuo se introduce en una situación, los factores ambientales o circunstanciales afectan a la interpretación que el sujeto hace de la situación (incluyendo las conductas de los demás). En este sentido, las prisiones son el caldo de cultivo para la aparición de conductas despóticas en guardas de seguridad, quienes se han visto desindividualizados en el ejercicio de su cargo y las competencias asignadas.
En la mayoría de los casos, este tipo de conductas es controlada por superiores jerárquicos (básicamente personal no militar), así como por normas internas de la prisión que, en definitiva, defienden el orden carcelario y los derechos humanos de los presos, previniendo, en parte, la deshumanización y el sufrimiento. Por desgracia, en ciertas partes del mundo, tal y como ocurrió en Abu Ghraib en 2004, no siempre se consigue el control de este tipo de conductas abusivas.
Basta destacar que el responsable del experimento de Stanford, Zimbardo, a raíz de los abusos cometidos por los soldados estadounidenses en la prisión iraquí, rememoró los sucesos ocurridos en su propia prisión ficticia publicando el libro ‘El efecto Lucifer’ (2007), llegando a la conclusión de que bajo circunstancias estresantes las personas corrientes pueden convertirse en los más terribles verdugos. Nunca mejor dicho.