La física polaca Marie Curie dijo una vez que "dejamos de temer aquello que se ha aprendido a entender".
Esta frase refleja muy bien la naturaleza de fenómenos como la ansiedad, cuyo poder reside en parte en su capacidad para meternos en un círculo vicioso muy particular: cuanto más intentamos evitar pensar en lo que nos genera angustia o miedo, más vulnerables nos sentimos y más nos exponemos a ese tipo de preocupaciones. La solución, pues, pasa por renunciar a intentar evitar toda experiencia que nos pone ansiosos, y en vez de eso, gestionar adecuadamente lo que nos hace sentir a través de la aceptación y las ganas de entender lo que pasa en nuestra mente. Dicho de otro modo: entender la ansiedad nos ayuda a no temerla.
Escuchar a la emoción sin huir de ella
Si las emociones existen, es por algo; y esto se cumple también en el caso de los estados emocionales que asociamos al malestar. Es cierto, puede que experiencias como el miedo o la tristeza sean algo que preferimos evitar, pero ahí está precisamente su utilidad: nos motivan a aprender de nuestros errores y a evitar ciertas vivencias para no tener que pasar más veces por aquello que nos ha hecho sufrir.
Además, mientras que en el caso de la tristeza, hace que realicemos gestos y sonidos que nos ayudan a contar con la ayuda de los demás (a fin de cuentas, somos animales muy sociales y casi siempre vivimos rodeados de más gente), en el caso del miedo, esta emoción nos hace implicarnos activamente en buscar maneras de alejarnos de aquello que tememos, preferiblemente sin tener que depender de los demás (a la vez que les comunicamos que algo va mal mediante los gestos de la cara).
Teniendo en cuenta esto, solo un persona muy ilusa podría aspirar a no sentir miedo nunca; vivir la vida con normalidad implica exponerse a situaciones capaces de intimidarnos mucho, ya sea por peligros hacia nuestra integridad física o por otro tipo de amenazas más abstractas, como el rechazo amoroso o un despido laboral.
Con la ansiedad pasa algo muy parecido; aunque técnicamente no es una emoción básica, sino una respuesta a la emoción del miedo, su existencia es totalmente natural, y en la mayoría de los casos nos ayuda a “ponernos las pilas” ante situaciones que así lo requieren. Y todo ello sin perder tiempo, porque en muchos casos no podemos permitirnos darnos unas horas para reflexionar sobre qué es lo que más nos conviene hacer a continuación.
Ahora bien, es cierto que en muchos casos la ansiedad nos produce un sufrimiento innecesario. ¿Qué hace entonces? Pues, principalmente, intentar comprender por qué estamos experimentando la ansiedad de esa manera problemática, y qué es lo que ha hecho que un proceso normal y útil en la mayoría de los casos se quede “enquistado” en nuestra mente, sin dejarnos avanzar. Si, por el contrario, luchamos contra la ansiedad intentando suprimirla, lograremos el efecto contrario al deseado, porque esta se nutre de la frustración que sentimos al comprobar que no podemos controlar lo que nos pasa dentro o fuera de nuestra mente y que, por tanto, no debemos bajar la guardia.
La ansiedad se fundamenta en la química del cerebro
Como hemos visto, tanto las emociones básicas como las respuestas psicofisiológicas entre las que encontramos la ansiedad tienen su razón de ser en la necesidad de desarrollar mecanismos de adaptación al medio: es útil que nuestra mente se agudice y que nuestra capacidad de reacción gane en rapidez cuando captamos señales de peligro, y que estas cesen cuando esos indicios desaparecen (o dejamos atrás esos riesgos).
Esa “hiper-activación” del sistema nervioso supone un importante gasto de energía y nos genera malestar, pero el precio de no pasar por eso puede ser la muerte o ser víctima de una situación que nos deje lesionados o desgastados de alguna forma. Y al contrario, si nos mantenemos indefinidamente en un estado de miedo o ansiedad, puede que seamos muy bueno esquiando riesgos innecesarios, pero nuestra salud física y mental se deteriorará rápidamente y nos expondremos a enfermedades.
Así pues, la selección natural ha hecho que, a lo largo de millones de años, nuestros ancestros hayan desarrollado mecanismos para mantener un cierto equilibro en la manera en la que funciona su mente y su cuerpo, teniendo en cuenta lo que perciben a través de lo que les rodea. La clave es mantener esta armonía entre lo que el entorno exige y lo que el cuerpo da para adaptarse a cada situación; y lograr esto requiere de la existencia de una especie de sistema de contrapesos en el cerebro. De este modo, nuestro sistema nervioso emite y capta a la vez una serie de hormonas que, dependiendo de cuáles sean nos hacen tender más hacia el estrés y la ansiedad, por un lado, o hacia la relajación y la serenidad, por el otro.
Aunque hay muchas moléculas (en este caso, hormonas) implicadas en este equilibrio, cabe estacar dos: el cortisol y la oxitocina. Veamos cuáles son sus efectos.
Cortisol versus oxitocina
El cortisol es muchas veces llamado “la hormona del estrés”: nuestros cuerpos empiezan a producir grandes cantidades de esta molécula en situaciones que nos ponen al límite de nuestros nervios. Así pues, dicha hormona es una de las que activa mucho nuestro cerebro, aunque eso sí, lo hace a costa de debilitar otros procesos biológicos y psicológicos. Por ejemplo, se sabe que cuando experimentamos una subida repentina y muy intensa de cortisol, somos muy proclives a no generar recuerdos nuevos; eso explica que sea común en víctimas de accidentes de coche que no recuerdan nada de lo ocurrido a pesar de que nunca llegaron a perder el conocimiento.
La oxitocina, en cambio, es una sustancia que induce un estado de relajación y confianza en nosotros; cuando inunda nuestro sistema nervioso, tendemos a exponer más nuestras vulnerabilidades ante los demás, y a establecer vínculos de carácter afectivo e íntimo con amigos, familiares, etc. En este sentido, no sorprende que el hecho de mirarnos a los ojos durante varios segundos seguidos haga que aumente la producción de esta hormona. Además, se ha visto que cuanta más oxitocina produce nuestro organismo, más bajan los niveles de cortisol.
Este es tan solo un ejemplo del modo en el que detrás de la ansiedad y el estrés hay una lógica de búsqueda del equilibrio: en algunas situaciones conviene que gane protagonismo el cortisol, y en otras podemos permitirnos dejar que la oxitocina gane influencia. Ambos elementos son necesarios, y es por eso que para gestionar adecuadamente la ansiedad, la prioridad debe ser comprendernos a nosotros mismos y a nuestras estrategias de adaptación a los desafíos (reales o ficticios) que aparecen a nuestro paso.
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