Todo el mundo sabe qué es un vampiro. Seguramente, habrás leído la celebérrima novela de Anne Rice Entrevista con el vampiro (publicada en 1976, aunque fue escrita tres años antes), o habrás visto la película en ella basada, interpretada por unos fantásticos Tom Cruise y Brad Pitt en el papel de los vampiros protagonistas.
Menos probable, por la dificultad de encontrarla, es que el lector haya podido disfrutar de El vampiro, una novela de John William Polidori escrita en 1819 y mucho menos conocida, aunque tenga el honor de ser la introductora del género vampírico en la literatura contemporánea.
En fin; el folklore, el cine y la literatura están repletos de personajes vampíricos, los no-muertos que se alimentan de la sangre de los vivos, a quienes transmiten su condición. Pero ¿cuál es el origen del mito de los vampiros? En el artículo de hoy, realizamos un recorrido por la historia de este oscuro personaje, protagonista de novelas y películas y que ha excitado la imaginación de muchas culturas durante siglos.
El origen de los vampiros
La novela estrella del género es Drácula, de Bram Stoker, publicada en 1897 y que sentó las bases de lo que debía ser un vampiro ‘standard’. Entre sus características están, por supuesto, una nutrición a base de sangre de humanos vivos, un oscuro hábitat natural (la noche) y un look tétrico envuelto de capas negras y rojas, sus colores por excelencia. Ah, y los colmillos. Porque un vampiro debe tener colmillos de animal, para poder succionar la sangre a placer.
Más tarde, ya en el siglo XX, la ya citada Entrevista con el vampiro (y, sobre todo, la película homónima), estableció en el imaginario colectivo un tipo muy diferente de vampiro: el joven elegante y atractivo, muy pálido y sensual, de larga melena y mirada vidriosa y atrayente. Como vemos, hay tantos vampiros como épocas y culturas han existido. Sin embargo ¿cuál es la raíz de todos ellos?
Unas raíces que se hunden en el tiempo
No existe un origen concreto de la leyenda de los vampiros. A menudo se usa la vida de Vlad Tepes (c. 1431-1477), un personaje real que vivió en la Rumanía medieval, como personaje inspirador de la leyenda de Drácula y de todos los vampiros en general.
Sin embargo, y si bien Bram Stocker pudo haberse inspirado en este príncipe rumano para su novela (el personaje era conocido también como Vlad Draculea, y tenía fama de ser terrible con sus enemigos), el mito del vampiro chupador de sangre proviene de mucho más atrás.
Las lamias y empusas de la mitología griega
De hecho, las raíces de la leyenda se hunden en el tiempo, y nos es imposible conocer el origen exacto. Muchas mitologías hacen referencia a un ser de ultratumba que consume la sangre de los vivos y los atormenta.
Sin ir muy lejos, y si tomamos nuestra mitología más cercana (la clásica), encontramos el mito de Lamia, una joven que tuvo la mala suerte de cruzarse con el amor de Zeus y con los celos y la ira de Hera. La diosa la condenó a ser un monstruo, mitad mujer, mitad serpiente, que se alimentaba de la sangre de los viajeros.
Identificadas con Lamia y sus hijas (las lamias) encontramos, también en la mitología griega, a las empusas, seres de ultratumba que podían convertirse en bellísimas mujeres que seducían a los hombres para beber su sangre. Queda aquí muy claro el vínculo eros-thánatos del mito: el amor y el sexo como puerta de entrada a la muerte.
La striga rumana
La vinculación del vampiro con el sexo femenino es bastante habitual en muchas culturas, siguiendo el mito de la naturaleza ‘lasciva’ y ‘destructora’ de la mujer. En Rumanía, por ejemplo, encontramos a la strigoaicǎ o striga, una mujer terrible que se alimenta de la fuerza vital de los recién nacidos, a los que ataca mientras duermen en sus cunas. Esta ‘fuerza vital’ es identificada, muy a menudo, con la sangre, el líquido de la vida.
En el folklore rumano y albanés, la única forma de acabar con estas vampiras-brujas es arrancándoles el corazón y, luego, clavando sus cuerpos en la tumba mediante unas estacas. Este tema de la estaca y el corazón, debidamente modificado, se repetirá constantemente en los mitos más modernos sobre vampiros.
Los upir eslavos
También en Rusia y otros países eslavos encontramos mitos que hablan de criaturas terroríficas, a medio camino entre la muerte y la vida, que se alimentan de los vivos y ‘juegan’ con ellos. Es el caso de los upir, un concepto ambiguo que vendría a denominar a unos seres demoníacos cuya primera aparición en los textos rusos se remonta al siglo XI.
Mucho más tarde, cuando en el siglo XVII y XVIII empieza a popularizarse la figura del vampiro, se utilizará este vocablo eslavo, upir, para formar la palabra que todos conocemos para denominar a estos seres: vampiro.
El temible brucolaco griego
En la Grecia cristiana persistía la creencia en el brucolaco, una persona fallecida de forma abrupta (mediante asesinato, accidente o suicidio) y que no había recibido las honras fúnebres necesarias. Por ello, el espectro rondaba por el mundo de los vivos, en un desesperado intento de normalizar su existencia y esparciendo muerte y desolación a su paso.
En este caso, la única forma de saber qué difunto estaba atormentando a la población era abrir su tumba y comprobar si su cuerpo estaba incorrupto. En caso afirmativo, era un signo inequívoco de que se había convertido en un brucolaco, por lo que había que destruirlo.
Tenemos un caso histórico que hace referencia a esta curiosa creencia. En 1732, en Medveda, actual Serbia, ocurrieron una serie de muertes extrañas, en circunstancias similares a las acaecidas algunos años atrás en el cercano pueblo de Kisiljevo. Al parecer, estas personas, aparentemente sanas, morían después de una súbita asfixia y un dolor agudo en el pecho.
Imitando la acción de sus compatriotas de Kisiljevo, los habitantes de Medveda abrieron la tumba del hombre supuestamente causante de estas desgracias y comprobaron que, en efecto, su cuerpo no se había descompuesto. Para más inri, de las narices y ojos del finado brotaba un hilillo de sangre fresca...
Nadie tuvo duda de que se trataba de un vampiro. Para terminar con la criatura y con las muertes que diseminaba, los lugareños clavaron una estaca en su corazón y, finalmente, quemaron sus restos.
La Ilustración en contra de los vampiros
Todas estas leyendas fueron rechazadas categóricamente por la Ilustración, que prefería determinar causas científicas y detestaba las supersticiones. L'Encyclopédie de Diderot y D'Alembert, en su entrada referente a ‘vampiro’, es muy clara respecto al carácter supersticioso de esta creencia, y tacha al personaje de un ‘pretendido demonio’. Por otro lado, otros autores ilustrados, como el benedictino español Benito Jerónimo Feijoo (1676-1764), escribieron obras dedicadas a echar por tierra la veracidad del mito.
Sin embargo, y a pesar de ello, muchos eruditos e intelectuales del siglo XVIII cayeron embelesados ante la leyenda de los vampiros, lo que demuestra que la historia del no-muerto que se alimenta de los vivos todavía impregnaba el inconsciente social.
El doctor Johannes Flückinger publicó en Belgrado, en 1732, una obra denominada Visum et Repertum que, al parecer, popularizó el término vampiro en toda Europa, un vocablo que, según el profesor Clemens Ruthner (Trinity College de Dublín), podría proceder de la palabra upir, mencionada anteriormente.
Este vocablo eslavo hace referencia a criaturas diabólicas en general. La transición de upir a vampyr (y luego, en español, vampiro) se dio en el siglo XVIII, en la época de las exhumaciones de los dos pueblos serbios (que, por cierto, no fueron excepcionales), y que obligó a los médicos del Imperio austríaco a investigar sobre estos curiosos casos.
El hábitat perfecto: el Romanticismo
Ya a finales del siglo XVIII se empieza a advertir un auge de la literatura fantástica, lo que entonces se empezó a llamar ‘relato gótico’. Este género no podía dejar de lado la leyenda de los vampiros, pues estos personajes reunían todo lo que debía poseer una historia de este tipo: personajes oscuros y atormentados, tumbas y escenarios de pesadilla.
Por otro lado, y en paralelo al furor que (especialmente entre los jóvenes) empezaba a adquirir el relato y la novela de terror, empezaban a invertirse los roles: porque, si bien en las mitologías antiguas estos seres de ultratumba eran, en su mayoría, de género femenino, a partir del Romanticismo el rol de vampiro caerá, en general, sobre los hombres. En este sentido, las víctimas serán, sobre todo, muchachas ingenuas y bellas, un auténtico símbolo del alma atrapada por las fuerzas del mal.
Es interesante resaltar aquí el concepto de ‘inconsciente colectivo’, propuesto por el psiquiatra Carl Gustav Jung. En cierto modo, el vampiro, así como el resto de personajes terroríficos, beben de la pulsión oscura del ser humano o, en otras palabras, de la parte límbica de las personas, reprimida convenientemente por las normas sociales y religiosas. De esta forma, podríamos entender cómo el vampiro y otras criaturas monstruosas están presentes en prácticamente todas las mitologías del mundo.
En cualquier caso, a partir del Romanticismo, y, en concreto, tras la aparición de Drácula de Bram Stoker, la figura del vampiro se convertirá en un motivo recurrente en las novelas y las películas de terror, un leitmotiv que ha llegado hasta nuestros días.


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