Durante mucho tiempo se ha creído que las adversidades en la infancia ayudaban a los niños y niñas a madurar. De hecho, todavía hoy son innumerables las personas que defienden esta postura. Sin embargo, las investigaciones más recientes señalan lo contrario.
A lo largo de este artículo exponemos los diferentes hallazgos, basados en evidencia científica, que desmontan esta creencia tan extendida. Además, hablaremos sobre el verdadero impacto que tiene vivir una infancia difícil. En definitiva, desmontamos esta idea popular mediante argumentos basados en neurociencia.
La falsa creencia sobre la «madurez forzada»
Es probable que, en más de una ocasión, hayas escuchado afirmaciones que hacen referencia al hecho de haber tenido que madurar antes de lo esperado por las circunstancias vividas durante la infancia. Lejos de plantearlo como algo a lamentar, a nivel popular se suele plantear como un hecho prácticamente elogiable.
De hecho, esta idea se extiende y arraiga en el pensamiento colectivo mediante historias, películas y cualquier tipo de narrativa en las que se acaba romantizando el hecho de haber tenido una infancia difícil. Parece que se premia tener niños y niñas maduros en lugar de permitir que simplemente sean infantes y crezcan a su propio ritmo.
Sin embargo, lo que no saben la mayor parte de las personas que defienden este tipo de creencias es que las adversidades vividas dejan huella. Parece que, como sociedad, a veces se nos olvida lo sensible e importante que es la primera etapa de nuestra vida. Todo lo que vivimos durante la infancia, sea positivo o negativo, puede generar un fuerte impacto en nuestro desarrollo.
Descubriendo los impactos reales de las experiencias adversas en la infancia
Afortunadamente, cada vez son más los estudios que demuestran el verdadero impacto de haber vivido todas estas experiencias adversas durante la infancia. Las consecuencias acompañan a estas personas a lo largo de su vida puesto que marcan su desarrollo y esto acaba produciendo cambios en su organismo.
Un estudio publicado recientemente en la revista Developmental Cognitive Neuroscience muestra cómo determinadas experiencias adversas en la infancia afectan al desarrollo del cerebro. En esta investigación se habla de factores como la crianza dura o severa, los conflictos familiares y los vecindarios inseguros entre otros aspectos.
Si bien es cierto que cada una de las experiencias vividas puede tener impactos diferentes en cada persona, se ha demostrado que estas no fortalecen el cerebro. De hecho, se puede afirmar que lo debilitan. Esto sucede así debido a que los cerebros de los niños deben adaptarse a las circunstancias que están viviendo y, para ello, su desarrollo habitual se ve entorpecido.
Vivenciar determinadas situaciones de forma crónica sin tener un apoyo emocional que les acompañe, hace que el cerebro de los niños se vea expuesto a lo que se conoce como estrés tóxico. Esto tiene consecuencias en las áreas cerebrales que se encargan de aspectos tan importantes y necesarios como la toma de decisiones y la planificación, la memoria y el aprendizaje y el procesamiento emocional (mayor tendencia a vivir miedo, ansiedad o ira).
Así pues, encontramos dificultades significativas en los adultos que vivieron experiencias adversas durante su infancia. Incluso ya de niños se pueden apreciar estas dificultades para regular las propias emociones. Además, suelen tener dificultades conductuales, académicas y una baja autoestima. Por si fuera poco, también tienen más problemas en el ámbito relacional.
Hemos confundido madurez con supervivencia
Es cierto que ante determinadas experiencias vitales, los infantes acaban desarrollando comportamientos que habitualmente desempeñan los adultos. Socialmente esto se ha descrito como madurar y, como decíamos antes, se ha llegado incluso a ver como algo positivo y deseable. Sin embargo, lo que está sucediendo realmente es que ese cerebro no ha tenido más remedio que adaptarse a esa realidad. Esto sucede puesto que nuestro organismo es plástico y está programado para adaptarse e incluso poder sobrevivir en un entorno desfavorable.
Esto se traduce en que los infantes acaban adoptando conductas que no les corresponden y que suelen estar desatendiendo las necesidades reales que tienen por su momento evolutivo. Por ejemplo, los niños que habitualmente se etiquetan como muy independientes están intentando suplir el hecho de que no disponen de una persona adulta que les garantice la seguridad que necesitan.
En este sentido, es necesario comprender que lo que habitualmente se ve como un desarrollo precoz y más madurez es en realidad un intento del cerebro para adaptarse a un entorno hostil. Por supuesto, estos niveles elevados de estrés, junto con la carencia de sostén por parte de los cuidadores tiene consecuencias a corto, medio y largo plazo tanto a nivel emocional como cognitivo.
En definitiva, debemos interiorizar que la madurez de un cerebro solo puede darse cuando los infantes crecen en entornos seguros. Debemos respetar los tiempos y las necesidades de cada etapa del crecimiento para poder garantizar un desarrollo óptimo.
Desmontando creencias erróneas gracias a la neurociencia
Gracias a la neurociencia hoy en día podemos desmontar est tipo de creencias erróneas pero arraigadas fuertemente en la cultura popular. Los estudios más actuales han permitido saber con profundidad el funcionamiento óptimo del cerebro y cómo se alteran las diferentes áreas al vivir determinadas experiencias.
Además, los estudios que se apoyan en la neuroimagen permiten saber que los cambios producidos en las áreas cerebrales afectadas se mantienen a medio y largo plazo. Asi pues, la ciencia nos permite insistir en la necesidad de ofrecer entornos seguros y cálidos para los más pequeños.
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