En el ámbito de la lógica, las falacias son argumentos que parecen válidos pero que albergan un sesgo que anula por completo su contenido.
A menudo se usan en debates y discusiones, con conciencia de que se está haciendo o sin ella. Tanto su identificación como su refutación dependen de la pericia y de la experiencia del que las recibe.
En este artículo abordaremos la falacia del francotirador, pues se trata de una de las más comunes. Puede presentarse especialmente en el contexto de las predicciones de futuro o de la toma de decisiones.
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¿Qué es la falacia del francotirador?
La falacia del francotirador, también conocida como falacia del francotirador de Texas (Texas Sharpshooter Fallacy en inglés), describe un razonamiento que obvia todo indicio sugerente de que una idea está errada, para hacer un énfasis en aquella información que pareciera sustentarla. A veces para ello se deforma la realidad, interpretándola de modo desfigurado para aproximarse a lo pretendido.
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De esta manera, casi toda información puede ser susceptible de intentos de manipulación para adaptarse a ideas o tesis particulares, estableciendo coincidencias forzadas. Se trata de un sesgo cognitivo asociado a la apofenia, la cual consiste en la percepción errónea de patrones lógicos o regulares donde realmente solo hay aleatoriedad (por ejemplo una serie de números al azar donde se infiere un orden progresivo o multiplicativo cuando esto no es así).
Esta falacia implica una devaluación de toda la información discrepante respecto al asunto sobre el que deseamos convencer, así como una magnificación de la importancia de la que lo afirma. Un ejemplo podría encontrarse en el modo en que se interpretan las constelaciones de estrellas, pues supone trazar una sucesión de líneas imaginarias para enlazar astros cuya posición es absolutamente azarosa, ignorando de forma deliberada los cuerpos celestes que pudieran distorsionar la figura buscada.
El curioso nombre de la falacia obedece a una metáfora sobre precisión de disparo. Describe a un hombre ocioso realizando prácticas de tiro desde una posición elevada contra un granero de su propiedad, formando al final un entramado de agujeros sin orden ni sentido. Para reducir el desatino y poder considerarse como un gran francotirador, el intrépido señor dibujaría a posteri unas dianas allá donde se encontraran los huecos de bala, simulando una engañosa pericia con su arma.
Cinco ejemplos de falacia del francotirador
Con el fin de clarificar el concepto de la falacia del francotirador, nada mejor que el recurso de unos ejemplos sencillos. A través de estos ejemplos se pretende ilustrar qué es y cómo se explica este sesgo.
1. El adivino
Imaginemos a un adivino, envuelto en su aura de misterio y prediciendo desde su púlpito una serie de siniestros vaticinios para el futuro. Dado que se trata de un profeta prolífico, a lo la largo de su vida elaboró miles de textos en los que incluyó información copiosa relativa a los lugares y momentos en los que todos esos hechos luctuosos ocurrirían, dejando para la posterioridad un legado de intenso miedo e incertidumbre.
Su obra fue tan extensa que no solo ocupó decenas de tomos polvorientos en una oscura e inhóspita biblioteca, sino que versó sobre todo tipo de calamidades en los lugares más diversos imaginables. Generó, por tanto, una información tan abundante que en ella había lugar para prácticamente cualquier cosa. De este modo, el transcurso del tiempo le permitió acertar en un porcentaje de sus predicciones, el cual se podría explicar sin ningún problema aludiendo a las leyes de la probabilidad.
No obstante, dada la fascinación de su figura y la severidad con la que solía apuntar sus palabras, hubo muchos que interpretaron tales aciertos como una señal irrefutable de su capacidad visionaria. En lo que no repararon, no obstante, fue en los miles de volúmenes desacertados que permanecieron por siempre entre nubes de polvo y excrementos de ratón.
2. Un señor buscando el amor
Hubo una vez un señor sediento de encontrar a su media naranja, a su otra mitad. La había buscado en los lugares más recónditos, pero toda mujer a la que pudiera conocer le parecía inapropiada de algún modo. Y es que era un hombre muy exigente, hasta el punto de que empezaba a pensar que no existía en ningún lugar del mundo alguien que pudiera saciar sus expectativas amorosas. Por ello, se sentía algo azorado y falto de esperanzas.
Una tarde, mientras paseaba por el centro de la ciudad, se topó sin advertirlo con un cartel luminoso que rezaba: “agencia matrimonial”. Le sorprendió no haberlo visto nunca hasta el momento, pues la densa capa de polvo y de telarañas que lo cubría gritaba con fuerza que había permanecido allí durante mucho tiempo, por lo que consideró que aquello se trataba de una señal del destino. Pulsó el botón del timbre y alguien abrió la destartalada puerta sin preguntar.
Tras una serie de trámites, y tras dejar allí una sustanciosa cantidad de dinero, cumplimentó un brevísimo formulario en el que se indagaba sobre sus gustos personales y se preguntaba por su aspecto físico. Talla y peso, poco más. Devolvió los papeles y le prometieron que tendría noticias sobre una pareja perfecta en pocos días. Transcurrió un mes, no obstante, hasta que una llamada sorpresiva hizo que su corazón se tambaleara: habían encontrado la mujer perfecta.
Les pusieron en contacto y quedaron en un céntrico restaurante italiano. Al parecer, según los datos de los que disponía la agencia, era alguien con quien coincidía en la totalidad de los parámetros previstos: le gustaba el cine y los paseos por la playa al atardecer, y medía un par de centímetros menos que él. Su corazón latía con fuerza. Lo que desconocía en aquel momento era que, tras cruzar apenas un par de frases con aquella señora, descubriría que le gustaba incluso menos que las que había podido conocer por casualidad.
3. Un sueño premonitorio
Una mujer despertó, sobresaltada, a las tres de la mañana. Había soñado con un tal Juan, o eso creyó escuchar, que la perseguía por las calles oscuras de una ciudad desconocida. Su voz estallaba en las paredes, retumbando en el espacio angosto que les separaba. Parecía que las piernas no le respondían, como si una goma elástica tirara desde su cintura hasta la sombra que le acechaba. “Juan, Juaaaan…” susurraba, cada vez más fuerte.
La cuestión es que ya no pudo dormir en toda la noche. Vio salir el sol, y por algún motivo le aterró la idea de que aquella ensoñación fuera una advertencia de que algo horrible estaba a punto de ocurrir. Se levantó, llamó a una de sus mejores amigas y le dijo que necesitaba hablar con ella sobre lo sucedido. Puesto que se trataba de una chica atenta, respondió que la esperaría en la cafetería de siempre a la hora acostumbrada.
Tras retozar unas horas más en las sábanas, decidió empezar la rutina de acicalamiento. Se cubrió las ojeras que asomaban bajo sus ojos con maquillaje en polvo, se desenredó el pelo y se vistió sin pensar demasiado en qué se pondría. Su amiga se presentó puntual, como era habitual en ella, pero se sorprendió al ver que estaba acompañada por alguien a quien no conocía. Se trataba de su nueva pareja, un chico con el que coincidió en un viaje reciente y del que habían hablado en otro momento.
Resultó que ese chico se llamaba Jaime. Con “J”, al igual que el hombre de aquel sueño. Fue justo en ese instante cuando un escalofrío insoportable atravesó por completo su cuerpo, y un sudor gélido empapó su frente: concluyó que se trataba de un sueño premonitorio, y que quizá su mejor amiga podía encontrarse en grave peligro.
4. Un investigador despistado
Una mañana, nuestro despistado investigador se despertó sintiéndose desdichado. Llevaba mucho tiempo cavilando que no era del todo feliz, y ansiaba encontrar el modo de sentirse alegre. No sabía por dónde empezar, por lo que acabó recurriendo a la ciencia, que era lo que mejor se le daba. En su primera pesquisa descubrió la isla de Okinawa, que al parecer era el lugar en el que vivían las personas más felices.
Pasó toda la mañana leyendo sobre ella. Era una de las regiones en la que más ancianos centenarios había registrados. Una vida larga y feliz: no podía haber nada mejor. Entre todas aquellas páginas sobre antropología asiática, que constituían una colección de decenas de sesudas investigaciones sobre las costumbres insulares del Japón tradicional, un detalle le llamó particularmente la atención: el té. Y es que resulta que estas personas bebían mucho té verde, hasta el punto de que la mayoría ingería infusiones (hechas con el polvo de la planta) absolutamente todos los días.
Por ello, ni corto ni perezoso, salió escopetado al supermercado más cercano y cargó el carro de la compra con cajas y cajas de té verde, hasta dejar aquel lugar sin existencias. Al salir, preguntó a uno de los reponedores si todavía les quedaba un poco más en los almacenes. Se convenció de que, al fin, había descubierto la fuente de la felicidad eterna.
5. El número de la suerte
Una chica joven va a enfrentarse a su examen práctico de conducir. Se siente nerviosa, y por algún motivo extraño piensa en su número de la suerte: el cuatro.
Se precipita rauda hasta el armario donde guardaba los juegos de mesa, encuentra un parchís cubierto de polvo y coge un cubilete verde y un dado. Con el propósito de sentirse más calmada decide probar si en una tirada aparece tan ansiado número, pues sería la señal de que todo iría bien. Así pues, mete el dado en el cubo, lo agita bien y lanza.
El dado rueda, hace una cabriola y muestra el número seis. Se queda mirándolo fijamente y decide que no es una tirada válida, porque se quedó parado de una forma un poco extraña (o eso quería pensar), así que decide volverlo a intentar. Para esta segunda ocasión aparece el número dos. ¡Por fin! Piensa ella… Y es que seis más dos son ocho, pero si esa suma se divide por el número total de intentos que necesitó (dos), se trata definitivamente de un cuatro. Ahora sí: ¡A comerse el mundo!
¿Te has dado cuenta?
Hasta este punto, el presente artículo contiene 1725 palabras. No obstante, la palabra "polvo" ha estado presente en todos los ejemplos que se han expuesto (ha aparecido cinco veces), y aunque representa únicamente el 0,003% del texto, sería posible pensar que tiene especial relevancia.
Una falacia del francotirador sería sospechar que todo lo aquí escrito en realidad versa sobre el polvo, obviando con ello las 1720 palabras que no tienen nada que ver con él.
Referencias bibliográficas:
- Comesaña, Juan Manuel (2001). Lógica informal, falacias y argumentos filosóficos. Buenos Aires: Eudeba.
- Damer, E. (2005). Attacking Faulty Reasoning (en inglés). Belmont, CA: Wadsworth.
- D. H. Fischer, Historians' Fallacies: Toward a Logic of Historical Thought, Harper Torchbooks, 1970.
- Walton, Douglas (1992). The Place of Emotion in Argument (en inglés). The Pennsylvania State University Press.
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