Hace mucho que ha calado la creencia de que el amor está compuesto por compromisos, pactos que establecemos con la persona a la que amamos para poder darle estabilidad a la relación. Esto es normal y saludable; a fin de cuentas, si alguien nos importa, lo natural es que le demos garantías de que el vínculo emocional existe y nos lo tomamos en serio. Amar de palabra es muy fácil, y lo que importa son los hechos.
Sin embargo, no todo el mundo tiene éxito a la hora de delimitar cuál tiene que ser la naturaleza del compromiso que debe existir en su relación de pareja. En algunos casos, se confunde el propósito que debe tener este tipo de pacto, y en vez de ser un medio a través del cual consolidar la relación, pasa a ser el objetivo del mismo, lo que le da sentido. Es decir: se convierte en una demostración constante de sacrificios y del grado en el que estamos dispuestos a sufrir por la persona amada.
Esta creencia, que explicada así parece absurda, es más frecuente de lo que creemos. De hecho, es el pilar sobre el que se erige la concepción tradicional del amor romántico. ¿Cómo reconocer esos momentos en los que confundimos sacrificios razonables con el simple ánimo de fustigarse?
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El amor y los sacrificios
Digámoslo ya: enamorarse no sale gratis. Desde el principio abre la posibilidad de que suframos mucho por la otra persona, incluso antes de que este sentimiento sea correspondido (e incluso cuando no va a ser correspondido).
Cuando la relación amorosa se consolida, la posibilidad de pasar por malos momentos sigue estando muy cerca: todo lo que tenga que ver con alejarse de esa persona por mucho tiempo, o verla pasarlo mal, es algo que produce un claro malestar. Además, para que se produzca el encaje de convivencia entre los dos amantes también es necesario ceder en muchas cosas.
Quizás por eso, porque las relaciones amorosas no se caracterizan por ser cómodas sino por ser intensas, algunas personas deciden, inconscientemente, añadirles aún más intensidad por la vía del sufrimiento, que es la manera más fácil que tenemos de hacernos sentir algo.
Y es que mezclar ese mínimo de incomodidad que producen las relaciones con la posibilidad de añadir cantidades enormes de malestar fabricado por nosotros mismos de manera expresa es una manera de hacer que, aparentemente, esa historia de amor sea algo más significativo, más justificado.
Por supuesto, esta tendencia a convertir el amor en sinónimo de sacrificio es totalmente tóxica, aunque al ser experimentado en primera persona cueste verlo. Lamentablemente, esta lógica encaja muy bien con las viejas ideas acerca del matrimonio, así que suele pasar indecentada porque asumimos que es algo normal. ¿Por qué ocurre esto?
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Los orígenes del sacrificio: la familia
En psicología hay muy pocas cosas que no estén relacionadas con el contexto, y el amor no es una excepción. El amor no es algo que surja sin más en nuestro cerebro al ver a otra persona: es una consecuencia del modo en el que varias generaciones que han vivido antes que nosotros han aprendido a gestionar esos lazos afectivos tan intensos que surgen a partir del enamoramiento. Y, para la mayoría de habitantes, esta manera de gestionar esa emoción tiene que ver con el matrimonio: una manera de gestionar recursos y de organizar personas pensando en una pequeña comunidad.
A la práctica, el amor tenía que ser experimentado de manera que fuese de la mano de la mentalidad necesaria para mantener la familia, y esto tiene que ver con el sacrificio personal. Hasta hace muy poco, los recursos escaseaban, así que todo lo que se pudiese hacer por el bienestar del otro era justificado y bienvenido. Lo raro no era ceder en todo en favor de la familia, sino vivir como personas autónomas y libres.
Cuando dos cosas se dan siempre a la vez, suelen terminar por ser indistinguibles, y esto es lo que ocurrió con el amor y los sacrificios. Si a esto le unimos que el machismo predominante convirtió a la mujer en una propiedad del marido, de modo que este tenía que velar por esta y esta tenía que hacer todo lo que deseaba el señor de la casa, el resultado no extraña a nadie: la normalización de las relaciones de dependencia emocional. A fin de cuentas, en la mayoría de las ocasiones nuestras emociones acompañan a nuestras acciones, y lo mismo ocurre con la necesidad de sacrificarse constantemente por el otro.
Esfuerzos comunes, no castigos
Hace tiempo que el modelo patriarcal de convivencia es diana de todo tipo de críticas, y por primera vez es posible vivir sin necesidad de depender de la unidad familiar. Ya no hay excusa para vivir el amor como personas autónomas y autosuficientes, lo cual implica hacer que los sacrificios pasen de ser el motor de las relaciones afectivas a una consecuencia de la adopción de compromisos razonables, con sentido pragmático. Lo contrario sería caer en la trampa de la dependencia.