Usados habitualmente como sinónimos, los términos “personalidad” y “carácter” son tan diferentes como su construcción léxica. Y esto es así porque su origen etimológico, es decir, el uso para el que se crearon, era distinto.
Cada una de estas palabras tuvo un significado específico, aunque la evolución del lenguaje los haya diluido y fusionado con el paso del tiempo. Vamos a tratar de explicar la relevancia psicológica de comprender esta sutil diferencia, y el uso práctico que puede tener en nuestro bienestar interno.
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Personalidad: ese personaje que interpretamos
El término “personalidad” tiene la misma genealogía que las palabras “persona” o “personaje”. Todas ellas provienen el latín persona, que a su vez surge de la expresión “per sonare” (para que resuene, para que se oiga más alto), y se usaba para designar las máscaras que usaban los actores de teatro en la antigüedad, y que tenían una pequeña caja de resonancia para que su voz se oyera con más intensidad. Por extensión, se empezó a usar el término para describir el personaje concreto que se interpretaba.
De esta manera, se entendía la personalidad como “aquello que mostramos hacía fuera”, es decir, el rol que interpretamos en un determinado contexto social. Por tanto, esta representación puede estar modulada por el lugar en el que estemos, la gente con la que interactuemos o el estado anímico que estemos experimentando en un determinado momento. El carácter, sin embargo, abarca aspectos más específicos de cada uno.
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Carácter: lo que llevamos grabado
Este término proviene del griego kharakter, que designa “lo que se graba” o al “sujeto que graba o imprime algo”, y se usaba, por ejemplo, en las marcas que se le ponía al ganado para designarlo como propiedad. Desde esta perspectiva, la palabra carácter, en su uso hacia el ser humano, vendría a ser aquello que vamos imprimiendo en nosotros mismos, y que configura nuestro acerbo cultural y nuestros esquemas de pensamiento propios. Del mismo origen que la palabra carácter proviene la palabra “característico”, ya que el carácter es, precisamente, aquello que nos caracteriza a cada uno de forma específica, diferenciándonos de los demás.
El carácter se crea y se “imprime” con el paso de los años, y podríamos considerarlo como “lo que realmente somos”, independientemente de cómo nos comportemos en sociedad, como disfrutemos del tiempo de ocio o como tomemos decisiones. Pero en todos estos actos hay, o debería haber, un influjo de nuestro carácter propio, de nuestro registro interno.
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¿Para qué sirve diferenciar carácter y personalidad?
La personalidad es algo que la psicología lleva muchas décadas estudiando. A veces de forma académica y rigurosa, como el modelo explicativo de “los 5 grandes rasgos generales”, y otras menos científicas pero de gran divulgación, como las 9 tipologías del eneagrama. En todas ellas se muestran tipos de personalidad comunes y en los que pueden incluirse muchas personas, ya que casi todos tendemos a desplegar un comportamiento similar a otros individuos, aunque nuestros caracteres sean diferentes.
Por eso, el origen de un comportamiento neurótico puede ser idéntico en dos personas con recorridos vitales totalmente diferentes, ya que la personalidad que muestran está modulada por la sociedad en la que viven, aunque en su fuero interno sean radicalmente opuestos.
El acto de mostrar una personalidad determinada responde, desde esta perspectiva, al deseo de interpretar un rol determinado, y que puede estar motivado por unos objetivos personales específicos, por lograr una aceptación en un ámbito social, o por el modo de adaptarnos a un contexto concreto.
Este “personaje” que adoptamos puede ser el mismo en casi todas las situaciones que vivimos o diferente, lo que explica que podamos comportarnos de forma muy distinta en el trabajo, en casa con la familia, o con nuestros amigos. Pero en todos esos escenarios, el personaje mostrado suele estar condicionado por nuestra forma de ser específica. Es decir, el carácter influye en las diversas personalidades desplegadas. Sin embargo, ¿qué sucede cuando eso no es así, y alguna personalidad no tiene nada que ver con el carácter?
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Cuando la personalidad suplanta al carácter
Si alguien se comporta de manera poco natural o forzada, nos llama la atención y nos hace pensar que su conducta es artificial o falsa. A veces incluso apreciamos, por ejemplo, un intento desesperado por caer bien, por tratar de ser amable o por pretender conectar con alguien. De alguna manera, intuimos que está interpretando un rol que no representa lo que realmente es, ni lo que realmente piensa o siente. Es decir, está mostrando una personalidad que él entiende que le es útil en ese momento y en ese lugar.
En este sentido, si acudimos a un curso de ventas en el que nos enseñen cómo tratar a un cliente potencial, trataran de enseñarnos a desplegar una personalidad que resulte convincente, que no parezca artificial y que transmita confianza. El riesgo psicológico de adoptar una personalidad tan potente y estructurada radica en que puede hacer que el personaje suplante al individuo, que la personalidad usurpe el puesto del carácter, y despleguemos continuamente una conducta que poco tiene que ver con lo que realmente somos.
Esto les sucede mucho a actores, cantantes o personas mediáticas, que han optado por interpretar un papel que les aporta éxito laboral y reconocimiento social, pero del que luego no han sabido liberarse en su vida privada. Es decir, el personaje ha anulado al ser humano, y esto provoca inquietud, ansiedad, frustración y una sensación profunda de pérdida de identidad.
Representar lo que no eres puede ser agotador, sobre todo si no sabes delimitar el ámbito específico en el que desplegar determinada personalidad. Porque en algún momento, necesitamos quitarnos la máscara y ser nosotros mismos. Este sencillo análisis puede explicar el origen de algunos de los trastornos de personalidad más habituales como el narcisista, el obsesivo-compulsivo o el antisocial. Personajes que tratan de adaptarse a una compleja sociedad, pero que acaban representando comportamientos muy codificados y comunes, que anulan al propio individuo.
¿Cuáles son mis personajes y quién soy yo?
Una propuesta práctica para entender el juego interpretativo que cada uno desplegamos consiste en delimitar nuestros contextos sociales habituales, por ejemplo: laboral, familiar, sentimental y ocio. Es muy probable que en alguno de esos contextos no usemos expresiones que sí usamos en otros, que en alguno digamos palabras malsonantes y en otros no, o también que la disposición al afecto sea diferente, lo que generará una actitud corporal distinta.
El siguiente paso consistiría en delimitar con cuántas de esas cosas nos sentimos realmente identificados y con cuáles no. El objetivo no consiste en eliminar aquello que nos resulte incompatible con lo que realmente somos, es decir, con nuestro carácter, sino sólo ser conscientes de que ahí, y sólo ahí, estamos interpretando un rol con unos objetivos específicos para adaptarnos a ese ambiente, aunque no sea reflejo de nuestro carácter.
Todos tendemos, por ejemplo, a comportarnos de una manera comedida y responsable en el trabajo, aunque seamos más caóticos y desordenados en otros contextos. Por eso, podemos representar todos los personajes que queramos o que creamos necesitar, pero es importante saber quiénes somos realmente, o en definitiva: cuál es nuestro carácter y cuáles nuestras personalidades.