¿Qué ven nuestros hijos cuando nos miran? Está claro que no existe una única respuesta para esta pregunta porque lo que sucede en su forma de vernos va cambiando a medida que crecen. Está claro que no nos percibe igual un bebé de 2 meses que uno de 9, una criatura de 4 años o una de 10.
Aunque nuestro objetivo es transmitirles que somos la base segura, especialmente a nivel afectivo, a la que pueden volver siempre que lo necesiten, entender las transformaciones que se dan en su mente al percibir el entorno –y a nosotros/as– es crucial para que los acompañemos mejor.
A lo largo de este artículo nos apoyamos tanto en la psicología evolutiva como en la neurociencia para explicar cómo va cambiando la forma en la que nos ven nuestros hijos a lo largo de su desarrollo. Es importante tener en cuenta que cada criatura es un mundo y, por tanto, la división de las edades es orientativa, no se debe interpretar como una clasificación rígida.
Del nacimiento a los 2 años
Puesto que los bebés nacen con un elevado grado de inmadurez, dependen absolutamente de sus cuidadores. Las interacciones que se producen con los adultos moldean las conexiones neuronales y el bebé conoce el mundo mediante la realidad que sus cuidadores le muestran.
La presencia y la mirada de los adultos es lo que aporta seguridad emocional y sensación de protección a la criatura. De hecho, las emociones de los bebés se regulan mediante la sincronía con los adultos. Las necesidades básicas de un bebé no son solo la comida y el descanso, sino que también necesitan consuelo y contacto físico. Esto hace que, naturalmente, los adultos sean vistos como todo su mundo.
En definitiva, lo que los niños y las niñas esperan de sus cuidadores son: presencia, contacto,y disponibilidad. No se trata de ser perfectos —porque no es posible—, se trata de atender sus necesidades de forma sensible y cálida, recordando que necesitan estar cerca de nosotros/as para sentirse seguros/as.
De los 3 a los 6 años
Con el salto a la edad preescolar, se produce un cambio considerable en la forma en la que los niños y las niñas ven a sus figuras cuidadoras. En este periodo, la mente del niño es dominada por la imaginación y el pensamiento mágico. Además, en estos años se desarrolla también la empatía y aparecen las primeras conductas prosociales.
¿Qué implica todo esto en la forma que tienen los niños y las niñas de vernos? A estas edades, nuestros hijos/as nos ven prácticamente como superhéroes y superheroínas capaces de todo y que todo lo saben. Desde darles seguridad cuando sienten miedo hasta arreglar sus juguetes cuando se estropean. Las figuras de cuidado son modelos de conducta.
Es importante tener en cuenta que en esta etapa del desarrollo aparecen las famosas preguntas sobre el porqué o el cómo de las cosas. Aunque esto puede ser abrumador para los adultos en ocasiones por la insistencia de los más pequeños, también es una maravillosa oportunidad para cultivar la curiosidad y la creatividad.
De los 6-7 a los 10-12 años
En la etapa de educación primaria, el pensamiento de los niños y las niñas ya se caracteriza por ser más lógico y realista. A nivel emocional, pueden diferenciar entre las emociones propias y las ajenas. Todo esto les lleva a estar en un periodo en el que empiezan a cuestionar reglas y evaluar la coherencia de los adultos.
Pasan de vernos como los superhéroes y superheroínas infalibles a figuras de autoridad y justicia. Aunque los padres y las madres somos quienes establecemos las normas, es importante que también las cumplamos para transmitir seguridad y coherencia. Si bien es cierto que los límites lógicos les ayudan a sentirse seguros/as, también necesitan reconocimiento. Es decir, necesitan nuestra guía y validación.
A nivel emocional, todavía seguimos siendo un espejo para ellos/as. De nosotros/as aprenden la forma de resolver conflictos, de reparar y de regularse emocionalmente. La empatía de los padres y las madres está relacionada con las habilidades empáticas que desarrollan las criaturas. Es decir, los estilos educativos en la crianza se relacionan con las conductas prosociales.
La adolescencia
La llegada de la adolescencia, esa etapa tan poco comprendida y con tan mala fama para muchas personas, conlleva otro gran cambio. De forma natural, las y los adolescentes necesitan separarse de sus figuras principales de cuidado para poder encontrar y construir su propia identidad.
Hay autores que consideran que en la adolescencia nos ven desde la ambivalencia, es decir, como modelos a la par que obstáculos hacia su autonomía. Es habitual que en esta etapa nos cuestionen, nos lleven la contraria y dejen de vernos como las figuras perfectas que antes solían pensar que éramos.
La realidad es que no dejan de necesitarnos, sino que necesitan que estemos a su lado de otras formas. Una de las cosas que más valoran es la autenticidad. Por ello, aspectos como escucharles activamente, negociar y confiar en ellos es crucial para mantener la conexión en esta etapa en la que los límites deben ser claros y su espacio es necesario.
Más allá de la adolescencia
Como padres, madres y cuidadores/as tendemos a focalizarnos en la infancia y la adolescencia, es interesante mirar también un poco más allá. Todo lo que construimos durante la infancia asienta las bases para la adolescencia y, de igual forma, todo esto está directamente relacionado también con las etapas posteriores.
Una vez la adolescencia acaba, es habitual que se produzca un acercamiento de nuevo hacia el núcleo familiar. En esta etapa, nuestros hijos e hijas nos ven como personas reales: con virtudes y aspectos a mejorar. Este cambio de enfoque permite que se reevalúe todo lo vivido en las etapas anteriores y se le dé una nueva interpretación.
Es importante recordar que nuestros hijos no necesitan que seamos perfectos/as, sino que podamos ver sus necesidades y adaptarnos a medida que ellos/as crecen. Necesitan nuestra presencia, nuestra mirada, nuestro sostén, nuestra guía y que les aceptemos por quienes son.
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