En el día a día resulta complicado llegar a todos los objetivos que uno mismo se marca. Sin embargo, es aún más difícil aún hacer que nuestras necesidades sean compatibles con lo que los demás nos exigen constantemente. Es decir, ofrecer esa versión de nosotros mismos que los demás esperan.
Está claro que estar ahí para apoyar a los demás es positivo, pero en ocasiones, interiorizamos tanto esa dinámica de complacer a todo el mundo que terminamos sacrificando buena parte de nuestras vidas con tal de hacer que otros se sientan un poco más cómodos. Saber establecer un equilibrio entre lo que se da y lo que se recibe es más complicado de lo que parece.
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Estar ahí para los demás no implica esclavizarse
Hace un tiempo conocía una persona que a partir de cierto punto de su vida, decidió guiar sus acciones a través de una misión muy clara: complacer a los demás.
Esta persona, a la que llamaremos Tania, no tenía fuertes creencias religiosas ni, en una conversación, aparentaba verse a sí misma como una abnegada defensora del bien. Era una persona muy normal y corriente, con poca tendencia al moralismo o a juzgar a las personas, y tenía sus miedos y sus inquietudes. La única diferencia entre Tania y la mayoría de la población es que, a la práctica, actuaba como si le debiera algo a todo el mundo. Vivía para complacer al prójimo, y no se podía negar a ello.
Así pues, semana tras semana, Tania daba docenas de motivos para ser apreciada por los demás gracias a esos esfuerzos, más leves o más moderados, que realizaba para hacer a las personas de su entorno un poco más felices. A cambio de esto, desaprovechaba docenas de oportunidades de decir que no a ciertas peticiones y de dedicar tiempo a cuidarse, descansar o simplemente, y hacer lo que le hubiese apetecido hacer en ese momento.
En principio, todo parecía algo muy parecido a una simple transacción; a fin de cuentas, se dice que quien es más rico es quien aprende a dar lo que tiene sin sentir la pérdida. Ver la felicidad y el bienestar de aquellos a quien apreciamos también repercute positivamente en nosotros. Sin embargo, lo que Tania no advirtió es que la dinámica de relaciones personales en la que entró no era una cuestión de pérdidas y ganancias; esos sacrificios que realizaba no jugaban a su favor; de hecho, la esclavizaban aún más.
Tres meses después de haberse propuesto formalmente apoyar siempre a los demás en todo y ayudar en todo lo que pudiese, Tania afirmaba estar muy feliz. Pero pocas semanas después de lo anterior, sufría su primera crisis de ansiedad. ¿Qué había pasado?
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La trampa del eterno complacer a los demás
Durante los meses en los que Tania decidió trabajar duro para sus amigos y familiares, aprendió una cultura del esfuerzo a la que había permanecido ajena durante la mayor parte de su vida. Sin embargo, en este proceso hubo otro aprendizaje que caló más hondo en su manera de pensar, aunque de un modo mucho más sutil e inconsciente. Este aprendizaje era el hábito de interpretar cualquier deseo personal como una excusa para no esforzarse por el resto.
Pero ese sentimiento de culpa que nace de la nada, eso que hace que algunas personas entrebn en una dinámica de pedir perdón por seguir existiendo, llega a convertirse, curiosamente, en algo que utilizamos para evadir la responsabilidad más importante: decidir qué hacer con la propia vida. Y es que, aunque parezca mentira, atender siempre las demandas del resto puede convertirse en un parche que nos ponemos para no tener que ver necesidades propias que nos asustan. En el caso de Tania, una relación fallida le había dejado la autoestima tan dañada que no se veía con el ánimo suficiente de tomarse en serio a sí misma. En una situación así, convertirse en mano de obra para pulir los acabados de la vida de los demás puede parcer una opción exigente, pero por lo menos es algo simple, algo que se puede hacer mecánicamente.
Lo peor no fue que Tania empezase a juzgarse de un modo más cruel sin razón aparente; lo peor fue que las personas de su entorno también “se contagiaron” de esta idea y empezaron a dar por supuesto que merecían contar con toda la atención y con los esfuerzos de la que era su amiga, su hija, su hermana o su pareja, dependiendo del caso.
Se había formado una pequeña comunidad que, a la vez, pedía ser atendida individualmente por una mujer que no podía negarse a prácticamente nada. Había desaparecido la posibilidad de hacer otra cosa que no fuese ceder constantemente. En un principio le habría costado mucho menos salir de esa dinámica, pero una vez todo el mundo hubo interiorizado esas imagen de Tania como "perona siempre servicial", se convirtió en una trampa de la que solo pudo salir con la ayuda de la terapia.
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Contentar siempre al otro es no contentar a nadie
Sacrificarse siempre por los demás es una doble pérdida. Por un lado, nos perdemos a nosotros mismos, porque tratamos a nuestro propio cuerpo como si fuese una máquina que debe trabajar hasta romperse, y por el otro, perdemos la capacidad de decidir si queremos actuar y cómo queremos hacerlo; simplemente, nos vemos obligados a optar siempre por la opción que aparentemente beneficia más al otro, aunque luego intentemos maquillar la situación inventándonos supuestas ventajas para nosotros.
Sin embargo, si esas personas supiesen lo que de verdad está pasando en nuestras cabezas, preferirían que todo volviese a la normalidad. Que nadie hubiese decidido apostarlo todo a la carta del auto-sacrificio.
Y es que a la larga apostarlo todo a la necesidad de satisfacer al resto consiste en crearse una imagen falsa de las expectativas que los demás depositan en nosotros para, a partir de nuestros actos, hacer que esas expectativas se conviertan en realidad poco a poco.
A fin de cuentas, quien actúa como si se sintiese culpable por algo es posible que realmente deba ser culpada por algo y, por consiguiente, que le debamos exigir más. Por otro lado, quien se acostumbra a actuar siempre como un mártir termina creyéndose el pecado original, algo por lo que debe pagar eternamente independientemente de si ocurrió de verdad o no.
Entrenar la asertividad y aprenderá respetarse a uno mismo es la única manera de evitar que el límite entre los sacrificios asumible y los que no lo son quede difuminada. Los sacrificios verdaderos, los más honestos, son aquellos que se toman desde la libertad que da poder decir “No”.