Se la conocía como “milagro de su sexo”. Y es que Juliana Morell (1594-1653) vivió en una época en que las mujeres no tenían acceso a los estudios superiores; algunos incluso ponían en duda las capacidades intelectuales del género femenino. Así, la asombrosa inteligencia de esta barcelonesa, que se doctoró en Filosofía cuando tan sólo tenía doce años, dio la vuelta a Europa y llegó a oídos del mismísimo Papa, que financió su dote para ingresar en un convento. Si te interesa conocer más sobre esta mujer extraordinaria, sigue leyendo. Hoy hablamos de la primera mujer doctora de la historia, Juliana Morell.
Breve biografía de Juliana Morell, la primera mujer doctora de la historia
Juliana Morell, Teresa de Jesús (1515-1582) e Isabel II (1830-1904) son las únicas mujeres que aparecen en la decoración del paraninfo de la Universidad de Barcelona. Hasta la fecha en que se erigió la sala (1870) poco o nada se sabía de esta extraordinaria mujer, pero, por fortuna, poco a poco se ha ido recuperando su memoria. Y es que Juliana Morell fue, ni más ni menos, la primera mujer de la historia que se doctoró; eso sí, tuvo que hacerlo “extrauniversitariamente”, puesto que en el siglo XVII no estaba permitido el ingreso de las mujeres en las universidades.
Una niña prodigio
La futura doctora había nacido en la calle de la Cendra, en Barcelona, el 16 de febrero de 1594. Era hija de un tal Joan Antoni Morell que, al parecer, la había tenido con una criada llamada Bartomeua. Esto ponía a la pequeña Juliana en una situación delicada, puesto que la convertía en una hija natural y, por tanto, sin derechos legítimos.
Sin embargo, la niña se crió en casa de los Morell, a cargo de Juana, la esposa de Joan Antoni. Muy pronto, el hombre se dio cuenta de la asombrosa inteligencia de su hija, que absorbía con precocidad cualquier enseñanza que se le diera. Joan Antoni Morell decidió dar a su pequeña una formación exquisita y, a los cuatro años, Juliana estudiaba en casa con varios maestros y aprendía a hablar con fluidez latín, griego, hebreo, siríaco y árabe, además, por supuesto, del catalán y el castellano.
El hebreo era una lengua muy apreciada en el seno de la familia Morell, puesto que descendían de judíos conversos. De hecho, Joan Antoni se tomó muy en serio la instrucción hebrea de la muchacha, e incluso (como él mismo escribió) contrató a un rabino de Venecia para que le enseñara con precisión la pronunciación en dicho idioma.
Además de las clases particulares en la casa que la familia tenía en la calle Argenteria, la pequeña Juliana acudía diariamente al convento de Santa Maria de Montsió, ubicado en la misma Barcelona, donde era instruida no sólo en lectura, escritura y música, sino también en filosofía, teología, aritmética, jurisprudencia y música, entre otras disciplinas.
La jornada de Juliana daba comienzo sobre las 5 de la mañana, cuando la niña era levantada y vestida. Mientras desayunaba, empezaba con la primera lección del día. Sobre las 8, Juliana partía hacia el monasterio, donde permanecía estudiando hasta la hora de comer y, luego, hasta las 5 de la tarde, hora en la que volvía a la casa familiar para merendar y seguir estudiando. Para Juliana, el día no terminaba antes de las 8 de la noche, momento en el que terminaba una larga maratón de estudios de nada menos que doce horas.
Doctora en Filosofía a los doce años
La instrucción en el monasterio de Santa María de Montsió terminó cuando Juliana tenía seis años. Primero, los dominicos encargados de su instrucción comunicaron al padre que no podían enseñarle nada más (lo que demuestra, una vez más, la precocidad de la niña). Por otro lado, Joan Antoni Morell se vio envuelto en un asunto turbio con un asesinato por medio, y tuvo que huir de la Corona de Aragón. Es el año 1600; mientras el progenitor escapa de la justicia, la niña queda a cargo de una religiosa dominica (su madre adoptiva ya había muerto), que a su vez se hace cargo del patrimonio de los Morell.
Poco va a durar la separación entre padre e hija. En agosto de 1601, la pequeña Juliana, de siete años, se reúne con Joan Antoni en Francia, y ambos se instalan primero en París y luego en Lyon, donde la niña continúa sus estudios. Las diversas profesiones del progenitor (que era banquero y comerciante) permitieron a la familia exiliarse de una forma más o menos acomodada.
Juliana no volverá nunca más a Barcelona, la ciudad que le vio nacer. En 1606, a los doce años, la adolescente defiende su tesis sobre Filosofía ante unos cuantos dignatarios, en su misma casa de Lyon. Para aquel entonces, la fama de la joven ha alcanzado prácticamente todas las cortes de Europa, incluida la papal; Joan Antoni, el padre, se ha encargado personalmente de que su “creación” fuera bien conocida, con la más que probable intención de lucrarse con ello.
A principios del siglo XVII (y como siguió siendo durante varios siglos más) las mujeres tenían vetado el acceso a las universidades, por lo que la tesis que defendía la jovencísima aspirante a doctora sólo podía reconocerse extraoficialmente. Para la ocasión, reservada para el día en que cumplía los doce años, el padre hizo confeccionar un hermoso vestido de terciopelo azul con pasamanería de plata, con un gracioso sombrero a juego que ostentaba una delicada pluma blanca. Debemos imaginar a esta niña adolescente, dispuesta entre intelectuales y clérigos, realizando su defensa en latín y griego, idiomas que dominaba a la perfección. Los asistentes quedaron asombrados, y Juliana Morell se convirtió en la primera mujer en recibir de facto un doctorado de Filosofía.
El convento como libertad
Podría pensarse que el estatus alcanzado por Juliana a tan corta edad era la meta soñada por cualquier jovencita. Sin embargo, no era así. La recién estrenada doctora estaba cansada de que su padre la usara como un mero “espectáculo”. Ella deseaba seguir instruyéndose, pero no a costa de adquirir una fama en la que ni creía ni a la que deseaba llegar.
La gota que colmó el vaso de las cada vez más agrias desavenencias entre padre e hija se dio en 1608, cuando Juliana tenía catorce años. Joan Antoni pretendía casarla, pues en aquella época era impensable que una mujer permaneciera soltera a menos que entrara en un convento. Desesperada, Juliana pidió ayuda a los ilustres personajes que la habían apoyado. No quería casarse, pues sabía que esto significaría el fin de sus estudios. Sólo le quedaba una opción; si quería seguir estudiando y ser libre, debía ingresar en un convento.
Esa era la gran paradoja de la época; cualquier mujer que ansiara un poco de libertad (sobre todo, libertad intelectual) debía hacerse monja. Solo así podía escaparse de un matrimonio impuesto que la relegaría al mero espacio del hogar, sin ninguna oportunidad (o muy escasas) de acercarse a los libros. Así, en 1609, Juliana entra en el monasterio de Santa Práxedes de Aviñón; según ella misma dijo, inspirada por el “olor de santidad” del lugar.
Al año siguiente, con dieciséis años, Juliana Morell abandona la vida del siglo y profesa los votos, para decepción de su padre, que, en un último intento de evitar el ingreso de su hija en santidad, le niega la dote correspondiente. Esta dote es finalmente pagada por algunos valedores de Juliana, entre los que se encuentra el mismísimo papa Paulo V.
Un “milagro de su sexo”
En Santa Práxedes de Aviñón pasa Juliana lo que le resta de vida, completamente entregada al estudio y a la oración. Entre las cuatro paredes del claustro encuentra la joven el espacio y el tiempo que necesita para traducir obras del latín y el griego al francés, además de añadir sus propios comentarios, tal y como hizo con la Vita Spiritualis de Vicente Ferrer. Por otro lado, fue priora nada menos que en tres ocasiones, y también se convirtió en maestra de sus novicias, a las que dedicaba escritos orientados a la erudición y a la fe.
Juliana Morell es también un símbolo de la Europa contrarreformista, especialmente tras las cruentas guerras de religión que habían salpicado Francia durante el siglo anterior. Espoleada por su gran valedora, la princesa de Condé (una ferviente defensora de la consolidación del catolicismo), Juliana Morell se convierte en la gran mujer de la Contrarreforma en Francia, de la misma forma que Teresa de Jesús lo fue en la Corona Hispánica.
Juliana Morell es una mujer de su tiempo. No sólo por su ferviente adhesión al catolicismo, sino porque aúna en sus escritos el racionalismo característico de la época (derivado de Descartes) con el misticismo poético (casi “erótico”, podríamos decir) de las corrientes literarias religiosas de la época, como las de la misma Teresa de Jesús o su compañero Juan de la Cruz. En resumen, Juliana Morell fue un prodigio de su tiempo por su asombrosa precocidad e indiscutible talento, que para los misóginos intelectuales de la centuria significaba un “milagro de su sexo”.