Probablemente, el síntoma subjetivo más visible de la cuarentena haya sido el hastío y el aburrimiento. Valdría preguntarse entonces hasta qué punto las “relaciones sociales” sostienen la alegría, el entusiasmo y la vitalidad para que en su ausencia, estos se desplomen ostensiblemente, como si no tuvieran otra columna o estructura donde subsistir.
La cuestión es que este acontecimiento mundial provocó en muy poco tiempo el mismo problema en muchas personas, al punto que pudo decirse que uno de los efectos subjetivos de la pandemia habría sido el hastío y el aburrimiento.
Pero estos diagnósticos a gran escala resultan siempre controvertidos, porque no dejan de ser un modo solapado de aplastar la diferencia subjetiva de cada persona en sí. Lo cierto es que la pandemia no ha sido solamente una época de encierro, sino también de descubrimientos para muchas personas, quienes ya soportaban a mal traer sus vidas a fuerza de apuntalarlas con las obligaciones cotidianas y que ante la caída de estos apoyos -con la cuarentena- pasó a revelárseles una fragilidad que ya estaba allí, la de sus estructuras afectivas y mentales privadas.
Hoy, ya sin pandemia, podemos preguntarnos más claramente: ¿cuántos ritos, inclusive el de ir a trabajar, soportan a modo de apuntalamientos fragilidades de este tipo, en muchos casos poco subjetivadas?
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En busca de los pilares del bienestar psicológico
El apelmazamiento corporal puede estar enviando mensajes sobre la falta de pivotes propios para lograr que cuestiones como el entusiasmo se constituyan y además duren en el tiempo. Es otra clase de espacio el que está en aislamiento cuando la vida se percibe chata y sin profundidad, uno que no es social, sino que es interno a cada persona en sí. Deshecho el lugar de la intimidad, la sensación de pérdida de profundidad es ineludible y la continuidad forzada (que sólo deja el agotamiento como residuo, único modo de seguir) no logra ser sustituida fácilmente por ningún imaginario esperanzador.
Puede ocurrir que ciertas irritaciones del espíritu se abran paso sigilosamente en nosotros. Tan sigilosamente que sólo podamos alcanzarlas como espinas de la rutina diaria. Difícilmente tendamos entonces a buscar sus razones, si se manifiestan a penas como una sensación, que aunque sea realmente fastidiosa, también es poco determinada. Resulta de ello, además, la fatiga constante de quien lleva consigo un peso inexplicado y aparentemente inexplicable, y el automatismo de una forma de vivir acostumbrada a resolver tareas pendientes y conducida ciegamente por una única meta salvadora: descansar…
A cada instante o de modo intempestivo, el fastidio puede presentarse como el fondo plomizo de los días, y esa fatiga constante manifestarse en incremento hasta trastocarse en la voraz ilusión que desde lo profundo, se proyecta como las ganas de hacer innumerable cantidad de cosas más felices.
Si cuanto más fatigado estoy más cosas sueño hacer, es tiempo de trazar el mapa de ese incordio o de revisar, al menos, el inventario de la vida.
¿Quién podría disfrutar realmente algo si no se libera primero del hastío por el que está tomado? ¿Qué nos hace pensar que para dejar de estar agotados debemos tomarnos vacaciones urgentes o dormir un poco más? ¿Es que suponemos que el agotamiento es un lugar del que se puede salir y, por lo tanto, entrar?
Quizás encontremos algo de cierto en eso, sobre todo si subsumimos ese lugar a un cierto tipo de realidad que puede suspenderse en el descanso. Y de lograr salir, de poder escapar aunque sea un rato, el alivio no se hace esperar y se siente tan dulce como las verdaderas sensaciones de la vida. Pero después hay que volver… Hay que regresar allí, donde habita el enemigo íntimo.
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Las realidades se sostienen de varias cosas, entre ellas de ideas
Lo bueno es que una idea, entre tantas cosas, es también una forma de cambiar. Razón por la cual cuando la rutina se empasta de lo mismo, se va volviendo, por lo tanto, cada vez más difícil ver surgir ideas nuevas, siendo cuasi imposible poder imaginar otra realidad. No sería nada raro que ante la mirada de alguien cercano, que viéndonos languidecer de tal modo nos pregunte qué nos pasa, nos escuchemos decir: no tengo ni la menor idea.
Una idea siempre es un signo de trans/formación, un medio, y la fatiga constante, un modo funesto de perdurar. Porque en el ánimo nada dura de por sí, todo es transitorio, a menos que insistamos en permanecer de algún modo, y muchas veces, cuando no tenemos facilitados los recursos de un criterio que nos permita elegir el modo de durar, terminamos apelando a los modos generales de la desesperanza que, aunque aciagos, ofrecen la simpleza de las duraciones que pueden consistir sin la necesidad de anclar en los principios singulares de la alegría y el deseo personal.
De poder aislar las condiciones del permanente cansancio, seríamos capaces seguramente de enfrentarlo con algo más potente y duradero que la desnutrida y constante necesidad de descanso. Para ello sería necesario concebir que nuestra fatiga proporciona la ganancia insospechada del hastío, como un hecho que nos permite más no sea permanecer, aunque seamos con ello esclavos de su dominio. Si hemos llegado en serio al muelle del descontento, es preciso hacernos una pregunta cuya sencillez garantiza que la podamos soportar, y es preciso hacérnosla porque en su átomo resguarda el potencial de cualquier cambio: ¿realmente quiero permanecer así?
Un psicoanálisis siempre implica un modo preciso de intervenir con todas las herramientas que ofrece la palabra, en este sentido las ideas corresponden a un estado de palabra entre otros posibles, ya que la palabra no es solo aquello que usamos para hablar, sino también para escribir, imaginar, pensar, jugar o incluso crear. Este modo de palabra que son las ideas, son en su manifestación uno entre muchos elementos que pueden provocar acontecimientos en la vida de las personas, si es que estas ideas encuentran la forma de consistir y estructurarse, porque sin ese peso a las ideas se las lleva el viento; y demás está decir que cuando alguna idea emocionante pasó por nosotros para luego desvanecerse, siempre deja el resabio de la frustración, la minusvalía, o hasta la ausencia de coraje.
Pero cuando una idea cobra peso, es capaz de provocar una inestabilidad esencial y vigorosa, que es en sí misma es la condición necesaria de cualquier cambio, porque ¿cómo podríamos cambiar si no fuéramos capaces de con/movernos de algún modo?