Cuando enferma, el ser humano se encuentra inmerso en cierta incertidumbre sobre qué le ocurre y cómo solucionarlo lo antes posible, dudas que, por nuestra propia esencia, buscamos esclarecer mediante distintas fuentes de información (expertos, personas del entorno, medios de comunicación…). Al final, cuando el sujeto da con aquella etiqueta que recoja las principales características de su dolencia, el paciente se siente más tranquilo, dado que el diagnóstico favorece la comprensión del malestar, la causa de su sintomatología y la búsqueda de posibles alternativas de tratamiento.
Para el profesional médico o psicólogo, las clasificaciones nosológicas como las contenidas en el DSM-5 consiguen establecer de modo más sencillo pautas de tratamiento acordadas entre los diferentes organismos para el amplio catálogo de trastornos y enfermedades mentales, de manera que una vez diagnosticada una de ellos, el médico o psicólogo se circunscribe al seguimiento de las recomendaciones fundamentales dadas para cada clasificación, adaptadas en función de las características y circunstancias que rodean a cada paciente.
No obstante lo anterior, con el paso de los años, el diagnóstico de trastornos y enfermedades se ha volcado en el temido sobrediagnóstico, como por ejemplo en lo relacionado a supuestos trastornos depresivos como el trastorno depresivo mayor en atención primaria (Adán y Ayuso, 2009), trastornos de ansiedad (Baile, 2011) o trastornos relacionados con la infancia y adolescencia (Pérez, 2014), entre otros reseñables.
El modelo biomédico
En mi opinión y tal y como recalca García (2012), el sobrediagnóstico viene dado por el modelo biomédico que durante tantos años ha acompañado al ámbito de la salud, incluyendo la salud mental. Un modelo basado entre otras cosas en el reduccionismo biológico u organicista, centrando el punto de mira en la enfermedad y en los posibles tratamientos de la misma.
De acuerdo a Cova, Rincón, Grandón, Saldivia y Vicente (2017), la industria farmacológica, desde esta perspectiva, juega un papel fundamental al incentivar este modelo de salud dados sus intereses económicos (a más diagnósticos, mayor probabilidad de tratamientos que incluyan psicofarmacología y, por tanto, mayores ingresos para la industria del sector). Baile (2011) ya señalaba en su libro el problema añadido del sobrediagnóstico, al favorecer la sobremedicalización de supuestos trastornos.
A pesar de lo anterior no hay que quitar mérito al modelo biomédico, dado que el mismo ha ocasionado que muchas enfermedades (sobre todo de carácter infeccioso) fueran debidamente tratadas e incluso erradicadas gracias a profesionales adscritos al mismo (Amigo, 2012). Pero no hay que olvidar que este modelo, al contrario que el famoso modelo biopsicosocial, además de olvidar aspectos tan importantes como la prevención y la promoción de la salud, pone al paciente en una posición pasiva, como un mero seguidor de las indicaciones del profesional correspondiente, quien ostentará la responsabilidad respecto a su diagnóstico y posterior tratamiento.
El sobrediagnóstico en la vida cotidiana
La responsabilidad del profesional, unida a los incentivos de la industria psicofarmacológica como un medio cómodo y rápido de aliviar los síntomas del paciente, ocasiona un claro sobrediagnóstico de situaciones de nuestra vida cotidiana que, tal y como recoge García (2012), corresponden a malestares que no necesariamente han de estar atados a una etiqueta o clasificación nosológica. Lo cierto es que los pacientes buscan información sobre qué les ocurre y cómo solucionarlo, deseando encontrar la panacea a su incertidumbre y sufrimiento mediante opciones con mejoría a corto plazo, poco esfuerzo y bajo coste. Y los psicofármacos y el sobrediagnóstico actúan favoreciendo este problema.
En mi opinión debemos pensar en términos de reforzamiento positivo y negativo. García (2012) afirma que el paciente sobrediagnosticado obtiene ventajas del nuevo rol adquirido (se adopta el rol de ‘enfermo’ o ‘paciente con trastorno mental’, el sujeto recibe cariño y atenciones del entorno social, se conocen nuevas personas, se escapa de la rutina…) pero también se reciben refuerzos negativos, como un alivio de sentimientos negativos, como el fracaso o soledad.
Por otra parte, es conocido el factor a corto plazo de actuación de la mayor parte de psicofármacos, los cuales generan rápidas consecuencias en los pacientes, aunque ello no implica necesariamente la completa mejoría del malestar, ya que los fármacos suelen diseñarse para el tratamiento de la sintomatología asociada, no la causa de dichos síntomas. Adicionalmente, el sobrediagnóstico puede aplicarse a pacientes que no tengan trastorno mental alguno y que se vean inmersos en tratamientos psicofarmacológicos o psicológicos que no necesitan, con el consecuente impacto negativo en tiempo, salud, dinero y estigmas asociados, tal y como hemos mencionado.
Las consecuencias del sobrediagnóstico
Tal y como indican Cova et al. (2017), el sobrediagnóstico no es inocuo y afecta tanto al paciente como a las personas del entorno, pero también al propio campo de la salud mental, al afectar a la credibilidad de nuestra profesión al diagnosticar a pacientes que no padecen, realmente, el trastorno o enfermedad mental identificado. Con carácter adicional, no hay que olvidar que el sistema sanitario también se ve afectado por un impacto socioeconómico importante, viendo elevado el gasto sanitario y mermada la capacidad asistencial (Adán y Ayuso, 2010).
En términos profesionales, el sobrediagnóstico conlleva un traspaso de la responsabilidad a los médicos y psicólogos, quienes ostentarán el poder y responsabilidad de guiar al paciente en su posterior tratamiento, según el modelo biomédico antes citado. El sobrediagnóstico también conlleva un incremento de la demanda de los servicios asistenciales en centros de salud mental y atención primaria (García, 2012), dado que este tipo de diagnósticos conllevan tratamientos a largo plazo o ingesta de psicofármacos que, aunque logran mejorar los síntomas, necesitan de continua supervisión y seguimiento por los profesionales médicos.
Algunos ejemplos concretos
Incluso el DSM-5 se encuentra inmerso en críticas sobre su naturaleza sobrediagnosticadora, al incluir una rebaja de los umbrales para el diagnóstico de trastornos como el Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad (TDAH) o el Trastorno bipolar tipo II (Cova et al., 2017). El ejemplo más característico es, precisamente, el de los niños diagnosticados con TDAH, quienes a diferencia de los adultos (con tendencia al infradiagnóstico), se han visto sobrediagnosticados y puestos en tratamiento con psicoestimulantes, aun cuando estudios confirman que se tiende a etiquetar a niños y adolescentes en dicha patología cuando simplemente muestran conductas inadecuadas a su edad (López, 2018).
Para solucionar la problemática señalada, autores como Ortiz y Murcia (2009) han recomendado el ‘no tratamiento’ como medida alternativa, muy popular en el contexto de la intervención clínica y que permite que los pacientes sean dados de alta en la primera entrevista. Como es evidente, este tipo de intervención psicoterapéutica supone desde el punto de vista del profesional en elaborar o resignificar la demanda del paciente, de manera que el mismo modifique sus creencias personales donde se califica a sí mismo como un enfermo.
Conclusiones
La mayor parte de los problemas o malestares de los pacientes que acuden a consulta son propios de la vida cotidiana y no versan con especiales complicaciones, salvo en casos excepcionales en los que las características del paciente así como las circunstancias del entorno facilitan la aparición de trastornos y enfermedades mentales.
El profesional de la psicología debe estar versado en la identificación tanto de creencias y expectativas erróneas de los pacientes, considerándose a sí mismos como enfermos que necesitan tratamiento (Ortiz y Murcia, 2009), como también en demandas que es necesario resignificar (otorgar otro significado distinto del otorgado por los pacientes). Este proceso ha de realizarse con la máxima garantía de que el paciente se sienta comprendido, por lo que la escucha activa y la empatía juegan un papel fundamental durante la entrevista clínica.
Una vez realizada, es necesario hacer comprender al paciente la naturaleza de su problema (el motivo de consulta), lo cual tal vez implicará una resignificación de la demanda, tal y como se ha indicado. Dar el alta, derivar a otro profesional y señalar al paciente la necesidad de volver a consulta en caso de no desaparecer los síntomas o complicarse su situación, serán opciones viables que tendrán que ser tenidas en cuenta por el profesional según cada caso.
Perfil de autor
Álex Melic Montañés, psicólogo general sanitario especializado en trastorno por déficit de atención e hiperactividad y altas capacidades (ambos en población adulta), así como el tratamiento del trastorno dismórfico corporal y el trastorno de ansiedad social.