En 1851, Amelia Bloomer, periodista y editora de una de las primeras publicaciones para mujeres de Estados Unidos, paseaba por la localidad de Seneca Falls, en el estado de Nueva York, vestida con unos curiosos pantalones. No iba sola; a su lado desfilaban sus compañeras de lucha: Elizabeth Cady Stanton (1815-1902) y Elizabeth Smith Miller (1822-1911). Por supuesto, el atuendo de tan respetables señoras causó estupor entre los transeúntes.
Amelia Jenks Bloomer formó parte del movimiento feminista que corrió como un viento nuevo por los jóvenes estados norteamericanos. Mujer de espíritu indomable, fue una incansable periodista, de cuya pluma emergieron algunos de los alegatos más fervientes a favor de los derechos de la mujer. Vamos a conocer con más detenimiento la vida de esta mujer extraordinaria.
Breve biografía de Amelia Bloomer, una de las primeras mujeres que usó pantalones
Amelia Jenks Bloomer ha pasado a la historia por ser la inventora de los famosos pantalones bloomers, aunque en verdad no fue ella quien los diseñó, ni tampoco quien los llevó por primera vez.
Ella misma mostró su sorpresa cuando, días después del escandaloso paseo por Seneca Falls, observó que la gente empezaba a conocer estos pantalones con su nombre.
En realidad, eran un diseño original de una de sus compañeras feministas, Elizabeth Smith Miller, una de las más férreas luchadoras por los derechos de la mujer.
Una extravagante moda femenina
A principios del siglo XIX, aparece en Estados Unidos un movimiento que pretendía instaurar un nuevo modelo de vestido para la mujer. La idea conectaba con los valores de un “vestido racional” que se adaptara al cuerpo y permitiera a las mujeres desarrollar sus actividades cotidianas con completa libertad y, sobre todo, con unas garantías mínimas de salud.
Y es que, alrededor de 1830, se vuelve a poner de moda la excentricidad en el atuendo femenino. Esta excentricidad pasaba por un abultamiento exagerado de las faldas, bajo las que se colocaban varias capas de enaguas para darles forma de campana. Como es obvio, la mujer lo tenía muy difícil para caminar bajo todos aquellos kilos de tela y, además, estaba el tema del corsé. Si bien es cierto que, a lo largo del siglo XIX, esta pieza se fue haciendo cada vez más “ergonómica” (podemos encontrar fotografías de las últimas décadas del siglo XIX donde aparecen mujeres jugando al tenis y practicando senderismo con un corsé apretando su busto), lo cierto es que no dejaba de ser una prenda antinatural, que constreñía las costillas, el estómago y los pulmones.
Muchos eran los médicos que advertían sobre los perjuicios que el corsé ejercía sobre el cuerpo femenino. Algunos llegaban a asegurar que movía los órganos de sitio y, si bien este tema es fruto de debate incluso en la actualidad, la realidad es que un corsé muy ceñido dificultaba notablemente la respiración, así como una digestión sana y normal. Sin embargo, de nada servía que los galenos informaran a las señoras sobre el particular; la moda se había impuesto, y lo que estaba en boga era una cintura cuanto más estrecha, mejor.
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Los movimientos religiosos y las libertades femeninas
El movimiento por el “vestido racional” estaba muy conectado con la realidad religiosa de Estados Unidos. Comunidades como los cuáqueros reivindicaban el papel igualitario de hombre y mujer en la creación de Dios, puesto que ambos sexos trabajan codo con codo en las haciendas y en el cuidado de la familia. Y si la mujer trabajaba junto al hombre, era impensable que lo hiciera embutida en semejante prisión.
No es de extrañar, pues, que muchas de las primeras militantes por los derechos femeninos pertenecieran a estas comunidades religiosas. Lucretia Mott (1793-1880), una de las más grandes defensoras de la mujer y sus derechos, era cuáquera, y la misma Amelia pertenecía a la iglesia presbiteriana. Además de abogar por una mayor libertad para la mujer, era muy habitual que estas mujeres fueran también abolicionistas y que pertenecieran al conocido movimiento de la Templanza (Temperance Movement), que instaba a vencer la tentación de consumir sustancias alcohólicas.
La base de todos estos movimientos era la fe en la creación de una sociedad mucho más “pura”, es decir, más conectada con Dios y con las libertades reales que este otorgó al ser humano. Una ideología absolutamente contraria a la sociedad capitalista que se estaba empezando a desarrollar en Occidente, donde la mujer tenía un papel estrictamente secundario. En efecto; potenciado por la moral victoriana, el hombre burgués había adquirido el papel activo, mientras que la mujer quedaba relegada al hogar, vestida adecuadamente como el objeto más hermoso de la casa.
Contra este concepto de “mujer adorno” era contra lo que iban estas feministas. Su ideal no era una mujer elegantemente ataviada que no se moviera, sino una mujer fuerte, valiente y trabajadora, que pudiera con sus manos labrarse su propio futuro al lado de su compañero.
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Amelia Jenks se convierte en Amelia Bloomer
Despierta, inteligente, de buen corazón y con escaso sentido del humor. Así la describe con afecto el que sería su marido, el abogado Dexter Bloomer, con quien Amelia se casó en 1840. El matrimonio había sido fruto del amor, y lo cierto es que ambos cónyuges se respetan y se apoyan mutuamente. Es precisamente gracias al empuje de Dexter (que se ha dado cuenta de la extraordinaria capacidad que tiene su esposa) que Amelia empieza a escribir artículos, en un principio, bastante comprometidos con el Temperance Movement, del que ella era una ferviente (y casi radical) seguidora.
La fina inteligencia de Amelia y sus dotes literarias guían su pluma. En realidad, su educación había sido pobre y escasa; nacida en mayo de 1818 en una modesta ciudad del estado de Nueva York, apenas asistió al colegio. Cuando contaba diecisiete años fue enviada a una casa para ejercer de institutriz de los niños, y es precisamente allí, en la ciudad de Waterloo, donde conoce a Dexter, por entonces un joven estudiante de leyes.
Dexter es, además de futuro abogado, el propietario de una publicación, el Seneca County Courier, cuya tirada se vende con éxito en Seneca Falls, localidad donde se establecen los recién casados. El periódico está especializado en noticias políticas locales, pero pronto Amelia hace suyos los artículos que firma y empieza a reivindicar sus propias ideas.
Estas ideas tomaron un impulso definitivo en 1848, cuando se convoca en Seneca Falls la primera convención por los derechos de la mujer. La principal promotora del evento es Lucretia Mott, una conocida predicadora cuáquera que había viajado a Londres para asistir a una convención abolicionista y que se había quedado pasmada cuando no le dejaron entrar por su condición de mujer. Mott se dio cuenta entonces de que, además de la lucha para la eliminación de la esclavitud, era estrictamente necesario reivindicar los derechos femeninos.
La convención de Seneca Falls de 1848 impresionó vivamente a Amelia, hasta el punto de que, al año siguiente, funda y empieza a hacerse cargo de The Lily, la primera publicación destinada exclusivamente a las mujeres. Es desde las páginas de The Lily que Amelia apoya firmemente la causa de Mott y sus otras compañeras, escribiendo artículos donde defiende la igualdad entre hombres y mujeres y el derecho de la mujer a votar y a tener propiedades. Y cuando se le reprendía por su “radicalidad”, ella contestaba que Dios había creado a Eva y a Adán como iguales, y que, por tanto, no existía razón alguna para creer que la mujer debiera estar supeditada al varón.
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Los “bloomers” y la revolución del vestir
Fue precisamente en The Lily donde aparecieron las primeras imágenes de los bloomers, aquellos pantalones que las tres mujeres citadas llevaban en su paseo por Seneca Falls, bajo las miradas atónitas de todos. A decir verdad, más que pantalones eran una especie de bombachos anchísimos, sobre los que se colocaba una cortísima falda. La idea era, por supuesto, que la mujer pudiera tener la misma libertad de movimientos que el hombre.
Ya hemos comentado que la idea de los bloomers había sido cosa de Smith Miller, pero lo cierto es que se popularizaron con el apellido de nuestra protagonista, quizá por la publicidad que les dio desde su periódico. De hecho, Amelia fue la última mujer que se vistió con ellos (Cady Stanton y Smith Miller lo habían hecho mucho antes), pero fue, paradójicamente, quien más años los llevó. Sus otras dos compañeras se dieron cuenta de que el escándalo que provocaban sus paseos con los bloomers alejaban a la gente de lo que realmente importaba, que era el sufragio femenino y otros derechos inalienables. El vestuario era, según ellas, algo secundario, por lo que pronto colgaron los bloomers en el armario y volvieron a la falda y el corsé.
La misma Amelia acabó claudicando. En la década de 1850 apareció la crinolina, un artefacto hueco realizado con alambre y crines que permitía ahuecar la falda del mismo modo que las enaguas pero que, al mismo tiempo, otorgaba a las piernas de la mujer un mayor movimiento, dado que pesaba mucho menos. Amelia consideró que ese inventó era suficiente para garantizar la libertad física femenina… y dejó de llevar los bloomers.
Los últimos años de Amelia y el nacimiento de la “bloomermanía”
A finales de siglo, Amelia se encontraba con su marido en Iowa, donde se había trasladado para vivir en paz tras el escándalo de los bloomers. Sin embargo, y a pesar de haber vuelto a la falda, Amelia continuó su labor reivindicativa, siempre en pro de los derechos de la mujer.
En 1891 sufrió una severa parálisis facial que la dejó sin habla. Se fue recuperando paulatinamente y, constante e incansable como era, siguió enfrascada en sus actividades reivindicativas. Pero su final estaba cerca. Su marido nos cuenta en la biografía que escribió de ella que, la tarde del 28 de diciembre de 1894, Amelia se empezó a sentir muy mal y se desplomó. Su agonía duró dos días, y falleció finalmente el 30 de ese mismo mes.
Más o menos el mismo año de la muerte de Amelia, los bloomers volvieron a la moda femenina. ¿El motivo? Resultaban ideales para montar en bicicleta. Los pantalones bombachos inventados por Smith Miller y popularizados por Bloomer comenzaron a hacer furor entre las jovencitas de la Belle Époque. Fue el primer episodio de una revolución que ya no tendría freno. Menos de un siglo después de que Amelia y sus compañeras vistieran los primeros pantalones, la prenda estaba ya absolutamente normalizada entre el público femenino, y ahora, en verdad, no podríamos imaginarnos la vida sin ella.