Catalina de Aragón: biografía de esta reina de Inglaterra

Te contamos la vida de la primera esposa de Enrique VIII, que fue una destacada humanista.

Catalina de Aragón

Catalina de Trastámara, más conocida por la historia como Catalina de Aragón, es una figura sobradamente famosa gracias a la multitud de novelas, series y películas que se han realizado sobre ella. En todas, la reina aparece como personaje secundario, por supuesto, eclipsado por su esposo Enrique VIII y, sobre todo, por su “suplantadora”, la bella y graciosa Ana Bolena.

El personaje de Catalina de Aragón es uno de los mejores ejemplos de la influencia que la ficción puede tener sobre una figura histórica. Porque, lejos de ser la reina mojigata que nos han mostrado, Catalina fue, posiblemente, una de las mejores humanistas del siglo XVI, cuyo nombre merece destacar en la misma página que sus colegas masculinos. Hablamos de eruditos como Tomás Moro, Luis Vives o Erasmo de Roterdam que, por cierto, siempre alabaron su extraordinaria inteligencia y gozaron de su protección. Acompáñanos a descubrir a una de las reinas más fascinantes de la Edad Moderna, lejos de tópicos y leyendas.

Breve biografía de Catalina de Aragón, reina de Inglaterra

Desde su nacimiento, Catalina de Trastámara estaba destinada a cumplir un destino glorioso. Sus padres no eran otros que Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, que habían recibido el título de Católicos en la bula Si convenit, emitida por Alejandro VI, el papa Borgia, en 1496.

El título de Católicos no se refería tanto a la religión en sí como a la proyección universal del reinado de Isabel y Fernando (de katholikós, “universal”) y, en realidad, la política matrimonial que iniciaron se alineó con esta idea. Los reyes pactaron una serie de alianzas con las potencias europeas del momento, que comprometían a sus hijos con las casas reales reinantes.

Así, en 1479 se acuerda el matrimonio de Isabel, la primogénita, con el heredero del trono de Portugal, que por desgracia fallece prematuramente, lo que provoca la presión de los Reyes Católicos sobre su hija, a la que instan a casarse con el nuevo monarca, Manuel I. Juan, el único hijo varón de los Católicos, se unió en matrimonio con Margarita de Austria, hija del emperador Maximiliano, en una jugada magistral que casaba, a su vez, a Felipe, el hermano de Margarita, con Juana, la hermana de Juan. Por otro lado, María, nacida en 1482, desposó a su cuñado, Manuel de Portugal, cuando este enviudó de Isabel, que falleció con tan sólo veintiocho años.

Con las miras puestas en Inglaterra

Catalina fue el último vástago de Isabel y Fernando. Cuando tenía tres años, se empezó a negociar su matrimonio con Arturo, el príncipe de Gales, hijo primogénito de Enrique VII de Inglaterra y heredero, por tanto, del trono inglés. La estrategia política de los Reyes Católicos al proyectar este enlace era, por supuesto, cercar a Francia, la tradicional enemiga de Inglaterra, y establecer de esta forma una alianza duradera con los Tudor, la familia recién llegada al poder del país tras la Guerra de las Dos Rosas. El cerco a Carlos VIII de Francia se completaba con los enlaces de Juana y Juan con Felipe y Margarita de Austria, respectivamente.

Así, la joven Catalina supo desde su más tierna edad sobre su futuro en Inglaterra. Isabel la Católica tenía muy claro el papel diplomático que iban a ejercer sus hijos en sus países adoptivos, por lo que se esmeró en proporcionarles una educación exquisita que no diferenciara a mujeres de hombres. Catalina adquirió desde muy joven una perfecta cultura humanista, que le acompañó toda su vida. Además, tenía una visión muy clara acerca de la necesidad de una educación que no discriminara a las personas por razón de sexo. El prestigioso humanista Juan Luis Vives (1492-1540) le dedicó un libro que trata este último tema, De institutione Feminae Christianae (De la instrucción de la mujer cristiana), que fue libro de cabecera para la educación de María, la hija de Catalina y Enrique VIII.

Educada entre humanistas

Este es, precisamente, uno de los tópicos que es urgente descartar acerca de Catalina de Aragón: su “obsesión” con el tema de la fe que, supuestamente, dejaba de lado otras inquietudes. Sí, la reina era una persona muy religiosa, por supuesto. De hecho, como todos sus allegados. En el siglo XVI era inconcebible no seguir una religión, puesto que la vida se entendía sólo desde una perspectiva espiritual. Si hubiéramos preguntado a una persona de la Edad Moderna si era atea, lo más probable es que no supiera a qué nos referíamos.

Sentado esto, es realmente injusta la fama con la que ha pasado a la historia un personaje como Catalina. Al perder de vista su actividad intelectual y su protección incondicional a figuras de la talla de Erasmo de Roterdam, Tomás Moro o Luis Vives (que hablaron de ella siempre con alabanza y que pertenecieron al círculo cercano de la reina), y al centrarnos exclusivamente en su “testarudez” religiosa (reflejada en su rechazo absoluto al divorcio de Enrique VIII), estamos omitiendo una parte importantísima de este personaje, sin la que es imposible comprender toda su dimensión personal e histórica.

Ya hemos dicho que Catalina fue instruida exquisitamente a instancias de sus padres, como el resto de sus hermanos. Fue educada por el humanista Alessandro Geraldini (1455-1524), que la sumergió en variados estudios, como la aritmética, la historia y la literatura clásica, lecturas que, por cierto, le permitieron hablar en latín con extraordinaria fluidez, idioma que dominaba junto con el castellano, el francés y el griego.

Por otro lado, Catalina también recibió instrucción teológica, conocimientos musicales, de danza, de costura, encaje e incluso de heráldica. Todo ello confluyó para que la benjamina de los Reyes Católicos se convirtiera en una auténtica humanista, a la que los relatos ingleses contemporáneos describen como una de las reinas más preparadas de su época.

Princesa de Gales… viuda

Esa era la Catalina que, con sólo dieciséis años, arribó finalmente a suelo inglés, tras una ardua travesía en la que, según los testigos, sufrió auténticas indisposiciones. Era el mes de octubre de 1501; a Plymouth llegó una delegación inglesa para dar la bienvenida a la nueva princesa de Gales.

Las crónicas anglosajonas se muestran muy entusiastas a la hora de retratar a la esposa de su príncipe Arturo. De ella se dijo que tenía una bonita piel, blanca y delicada, y un cabello largo y hermoso, entre el rubio y el rojizo, lo que seguía a la perfección los cánones de belleza femeninos de la época. Por otro lado, y a pesar de que Catalina era baja de estatura (aunque más alta que su prometido, que a sus quince años aún tenía aspecto de niño) poseía unas facciones bonitas en un dulce rostro ovalado.

En suma, la princesa agradó sobremanera a su nuevo pueblo y, especialmente, a su futuro esposo, que se mostró desde el principio deslumbrado con ella. La boda oficial se celebró el 14 de noviembre de 1501, un par de días después de la llegada de Catalina a Londres. Parecía que el destino auguraba tiempos felices para Inglaterra y para la nueva dinastía de los Tudor.

Sin embargo, apenas unos meses después del enlace, Arturo enfermó gravemente (se barajan varias posibilidades, pero la más aceptada es que padeció lo que se conocía como “sudor inglés”, una enfermedad extraordinariamente mortífera). Catalina enfermó a su vez, y, en su convalecencia, no se enteró del triste fallecimiento de su marido, que abandonaba el mundo con sólo quince años y medio. Catalina era ahora princesa de Gales… viuda.

Reina de Inglaterra

Enrique VII se encontraba ante un problema político. Para empezar, todavía no había percibido la totalidad de la dote prometida por Fernando por el casamiento de su hija con Arturo. Por otro lado, era impensable devolver a Catalina a su patria, puesto que eso supondría una ruptura (y nada amistosa) entre las relaciones cordiales que Inglaterra sostenía con Castilla y Aragón. Sí, es cierto que existía una tercera opción: que la viuda se desposara con Enrique, el hermano menor del fallecido. Pero seguía estando el problema de la dote; Enrique VII no deseaba volver a casar a uno de sus hijos con una joven princesa que no podía (o no quería) pagar lo que debía.

Así las cosas, la situación se fue alargando indefinidamente. Catalina seguía viviendo en Inglaterra en calidad de princesa viuda, pero sus condiciones eran desesperadas. Se conservan numerosas cartas a su padre en las que se queja de que no tiene apenas dinero para comprar alimentos y ropas, lo que se unía a la humillación de verse tratada por el monarca inglés casi como quien otorga limosna. Todo ello hizo que su aura de princesa “humillada” creciera, lo que sin duda tuvo mucho que ver con la fascinación que, en un principio, ejerció sobre Enrique, el caballeroso y ardiente hermano menor de Arturo.

La situación se volvió insostenible, y Catalina, desesperada, anunció su intención de volver a Castilla y retirarse a servir a Dios. Pero la rueda de la Fortuna pareció sonreírle, y giró en su favor. Pocos días antes de su proyectada partida, el viejo rey murió, lo que le dejaba el camino libre para desposarse con Enrique, el nuevo monarca. La boda se realizó finalmente en abril de 1509; él tenía unos espléndidos dieciocho años; la novia era una hermosa doncella de veintitrés primaveras. El futuro no podía parecer más halagüeño.

Urge un heredero varón

Todos los historiadores se ponen de acuerdo en lo mucho que amó Enrique a su esposa durante los primeros años de vida en común. El cariño es lógico si pensamos en que el monarca era también un hombre bastante culto, y la esposa que le habían otorgado era una de las más eruditas de Europa. Por otro lado, Catalina seguía siendo una mujer bonita y agradable y, además, los siete años que habían pasado desde la muerte de Arturo habían afianzado la relación entre los dos muchachos.

Tenemos testimonios históricos que demuestran de sobra la confianza que Enrique tenía depositada en su esposa. Por ejemplo, en 1513 nombró a Catalina gobernadora mientras él se encontraba luchando en Francia. No sólo eso, sino que la hizo capitana general. La reina se entregó de pleno a su responsabilidad, que no era poca, pues suponía proteger Inglaterra del ejército enemigo, tarea que resolvió exitosamente. Es decir, que además de inteligente, Catalina era una excelente estratega.

Tras el nacimiento de una primera hija, que nació muerta en enero de 1510, llegó el esperado varón, Enrique, que, desgraciadamente, sólo sobrevivió dos meses. A estas desgracias se sucedieron varias más; Catalina dio a luz a varios hijos muertos en los ocho años siguientes. De todos los alumbramientos, la única que sobrevivió hasta la edad adulta (y que, de hecho, llegó a ser reina) fue María Tudor, más conocida con el poco agradable apodo de María la Sangrienta (Bloody Mary).

La falta de heredero varón comenzó a enfriar lo que, al principio, había sido una unión afectuosa. Enrique empezó a frecuentar amantes, aunque ninguna tuvo “importancia” más allá de un interés pasajero. Todo cambió cuando, en 1525, Enrique se enamoró perdidamente de Ana Bolena, una de las damas de compañía de la reina, que había regresado de la corte de la reina Claudia de Francia convertida en una dama refinada, alegre y extraordinariamente atractiva.

El principio del fin

Por supuesto, y al margen de lo que las crónicas románticas afirman, no fue sólo el amor de Enrique por Ana lo que motivó el llamado cisma anglicano. Se unieron varios factores, entre ellos, el que probablemente más peso tuvo: la falta de heredero varón, que Enrique empezó a atribuir a un castigo divino.

Para entender este remordimiento real, es necesario retrotraernos al matrimonio de Catalina con Enrique. El papa había otorgado una dispensa para la celebración del enlace, ya que Catalina había estado casada con el hermano de su esposo y, según el Levítico, este tipo de uniones estaban terminantemente prohibidas por la ley de Dios. El tema era espinoso, puesto que, en otro libro de la Biblia, el Deuteronomio, se obligaba directamente al hermano del muerto a hacerse cargo de la viuda en calidad de esposa. La polémica, por tanto, estaba servida, aunque, de facto, la dispensa papal tendría que haber sido suficiente para atajar cualquier discusión.

El problema real era que, en la misma dispensa, el papa se manifestaba un tanto ambiguo, pues hablaba de que el primer matrimonio de Catalina forsitan (es decir, “tal vez”) no se había consumado. Ello dejaba la última palabra a la viuda, ya que el esposo, que también podría dar su opinión al respecto, había fallecido.

Catalina siempre defendió que, a pesar de haber compartido lecho con Arturo en ciertas ocasiones (que tampoco fueron muchas, puesto que los adolescentes vivieron separados gran parte de su fugaz matrimonio) su esposo “no la había conocido”, expresión usual en la época para hablar de un hombre y una mujer que no habían mantenido relaciones sexuales. Y como, para el derecho canónico, un matrimonio sin relaciones podía considerarse nulo, el hecho de haberse “conocido” carnalmente era crucial para otorgar validez a la unión.

Esto, por supuesto, no ayudaba para nada a la causa de Enrique. Si Catalina, efectivamente, no había mantenido relaciones con su hermano, ello quería decir que el primer matrimonio de su esposa era nulo y, por tanto, el suyo sí que tenía validez. Catalina siempre defendió que había llegado virgen al tálamo de Enrique y, de hecho, él mismo se jactaba ante sus amigos (antes del affaire Bolena) de que, efectivamente, había “desvirgado” a su esposa en la noche de bodas. ¿Mentía, pues, Enrique, al insistir en el hecho de que Catalina se había acostado con su hermano? ¿Mentía para poder presionar al papa para que declarara nulo su matrimonio, y poder desposarse con Ana Bolena?

Sea como fuere, de todos es sabido que, finalmente, el monarca terminó cortando relaciones con la Santa Sede y proclamando una Iglesia independiente en Inglaterra, de la que el rey era cabeza única y absoluta. Esto le permitió deshacer el matrimonio con la hija de los Reyes Católicos y desposarse con su amante que, a la postre, tampoco le dio un hijo varón y terminó en el cadalso, acusada de cometer incesto con su propio hermano (acusaciones que, por otro lado, no tenían ningún fundamento).

En cuanto a Catalina, terminó sus días en el palacio de Kimbolton, casi encerrada (un hecho que nos recuerda tristemente al destino de su hermana Juana). Falleció a los cincuenta años, probablemente víctima de un agresivo cáncer. Hasta el final de su vida defendió su causa y sostuvo la validez de su matrimonio con Enrique. ¿Acaso la llevó a actuar así su profunda religiosidad? Sí, pero también su agudo sentimiento de dignidad y su valentía, que la hizo enfrentarse con uñas y dientes a la mentira que habían urdido contra ella. Una mujer inteligente, firme y valiente que fue mucho más que la reina mojigata que nos han vendido a lo largo de la historia.

  • DOWLING, MARIA (1986), Humanism in the Age of Henry VIII, ed. Croom Helm
  • FRASER, ANTONIA (2005), Las seis esposas de Enrique VIII, ed. Vergara
  • MACHADO, CARMEN, La reina más amada por los ingleses era española, artículo publicado en El Mundo en abril de 2009
  • NORWICH, JOHN JULIUS (2020), Cuatro príncipes: Enrique VIII, Francisco I, Carlos V, Solimán el Magnífico y la forja de la Europa Moderna, ed. Ático de los Libros

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Sonia Ruz Comas. (2024, octubre 11). Catalina de Aragón: biografía de esta reina de Inglaterra. Portal Psicología y Mente. https://psicologiaymente.com/biografias/catalina-de-aragon-biografia

Periodista

Licenciada en Humanidades y Periodismo por la Universitat Internacional de Catalunya y estudiante de especialización en Cultura e Historia Medieval. Autora de numerosos relatos cortos, artículos sobre historia y arte y de una novela histórica.

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