Cada vez es más habitual hablar sobre la importancia que el entorno tiene en el desarrollo de los niños y las niñas. Sin embargo, al mencionar este tema es habitual hacer énfasis en el contexto familiar, las dinámicas que se establecen y el estilo de crianza que se impone.
Si bien es cierto que la familia en la que crecemos tiene un impacto en quienes nos convertimos al crecer, no podemos obviar el hecho de que vivimos en sociedad y esto, sin duda, también influye en nuestro crecimiento.
La ciencia ha demostrado que vivir en barrios pobres hace que el cerebro infantil sea más vulnerable a la depresión y en este artículo te lo explicamos detalladamente. Hablamos del cerebro en la infancia, de la depresión, de las consecuencias que tiene vivir en un barrio pobre y sobre las implicaciones de estos resultados.
El desarrollo cerebral en la infancia y la depresión
Los primeros años de vida —infancia y adolescencia— son críticos para el desarrollo cerebral. Nacemos con este órgano bastante inmaduro y es durante estos periodos que va creciendo y conformándose. Cualquier alteración en el proceso de desarrollo puede dar lugar a presentar mayor vulnerabilidad a padecer determinadas patologías —como podría ser la depresión—.
En este sentido, es importante tener en cuenta que nacemos con la capacidad de sentir la emociones, pero sin la capacidad de regularlas debido a que las redes neuronales que se ocupan de la regulación emocional, entre otras, necesitan de un tiempo para madurar y fortalecerse. Por ello, es crucial que durante estas primeras etapas contemos con modelos de regulación que nos enseñen.
El cerebro es especialmente plástico durante la infancia y esto puede hacerlo muy receptivo al aprendizaje, pero también vulnerable ante entornos adversos. Hoy en día sabemos que la exposición continuada a estrés crónico, negligencia y la falta de estimulación puede alterar las estructuras cerebrales vinculadas a la regulación emocional, además de alterar los niveles de cortisol de forma continuada.
¿Qué implica vivir en un barrio pobre?
Crecer, desarrollarse y vivir en un barrio pobre tiene implicaciones que van más allá de las posibles carencias económicas. Se trata de tener también acceso limitado, probablemente, a alimentación saludable, servicios de salud y educación de calidad. En el caso de los infantes, es frecuente que tampoco dispongan de espacios seguros en los que poder jugar y explorar tranquilamente.
Lamentablemente, suele darse una mayor exposición a violencia en la comunidad, crimen, ruido, exposición y accesibilidad a sustancias tóxicas… La pobreza es un fenómeno estructural, sinónimo, en la mayoría de ocasiones, de falta de oportunidades para acceder de forma equitativa a los derechos básicos. Esta acumulación de desventajas afecta, indudablemente, a la percepción que las criaturas forman del mundo.
En estos contextos, es habitual que los progenitores presenten mayores niveles de estrés y este hecho puede influir de forma directa —y no siempre consciente— en la crianza. No es extraño que los padres y madres que viven en estos contextos tengan menos energía para atender de forma sensible a las necesidades de los niños y las niñas. A su vez, este hecho puede acabar generando estrés tóxico en las criaturas y esto puede alterar su desarrollo cerebral.
¿Cómo el hecho de vivir en un barrio pobre hace más vulnerable a la depresión infantil?
Actualmente disponemos de varias publicaciones que hablan sobre la relación que existe entre el contexto sociocultural y económico en el que vivimos y el desarrollo de patologías, especialmente en la esfera de la salud mental y emocional.
Recientemente se ha publicado un estudio llevado a cabo por la Binghamton University en el que se concluyó que aquellos niños que habían crecido en vecindarios con un mayor nivel de estrés ambiental mostraban cambios significativos en actividad cerebral en las zonas vinculadas con la regulación emocional.
El equipo de investigadores encontró una relación entre el estrés crónico que estos entornos conllevan con una mayor actividad de la amígdala —centro de procesamiento de las emociones, especialmente el miedo— y otras regiones cerebrales que se activan ante amenazas.
El hecho de que estos circuitos cerebrales, relacionados con el miedo y las amenazas, se activen de forma más intensa y sostenida podría sugerir una hipersensibilidad a las situaciones negativas. En otras palabras, podríamos decir que estos niños y niñas viven en un estado de alerta de forma permanente y esto, a su vez, puede contribuir a crear visiones más pesimistas del mundo.
Estas alteraciones en el funcionamiento de las áreas cerebrales mencionadas tiene una fuerte implicación a nivel psicológico. Existe una mayor probabilidad de que las criaturas tengan pensamientos intrusivos y desagradables de forma recurrente, baja autoestima y dificultades para generar vínculos basados en la confianza.
Si a todos estos factores de estrés tóxico y entornos inseguros, sumamos que, en la mayoría de casos, se da una falta de apoyo emocional, escasez de modelos de resiliencia y bienestar junto con la discriminación estructural es comprensible que haya una mayor vulnerabilidad a desarrollar un trastorno depresivo. Si bien es cierto que el entorno no determina, puede condicionar fuertemente.
¿Qué implican estos resultados y qué podemos hacer al respecto?
Tal y como indicó el equipo de investigadores de Tooley en el 2019, la pobreza barrial puede afectar a la maduración de redes cerebrales que están implicadas en el control ejecutivo y el autocontrol emocional. Como consecuencia, es más fácil que aparezcan síntomas depresivos como la rumiación y el aislamiento social.
Vemos que los hallazgos de las investigaciones son relevantes y es necesario tenerlos en cuenta a la hora de crear políticas sociales que permitan el desarrollo comunitario de tal forma en que se asegure la igualdad de oportunidades para todas las personas. La salud mental infantil es un tema que debe abordarse a nivel estructural, social, educativo y familiar.
Es necesario que todas las personas que estén a cargo de criaturas —bien sean padres y madres o educadores/as y cuidadores/as en general— puedan reconocer los signos de alerta tempranos. Cuanto antes se reconoce el malestar emocional, antes se puede intervenir y abordar la situación de la forma más adecuada para cada caso.


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