El Rococó: qué es y características de este movimiento artístico

Te contamos las características del arte rococó, el estilo que marcó el Antiguo Régimen.

Rococó

Conocido por sus contemporáneos como arte en el gusto del siglo (dans le goût du temps), el conocido como estilo rococó no siempre fue mirado con desprecio. Y es que, cuando surgió a finales del siglo XVII, se veía como una auténtica renovación artística, un gusto moderno, como se decía entonces.

El estilo rococó es hijo de la joie de vivre, es decir, la pasión por la vida que caracterizó las primeras décadas del siglo XVIII**. Lejos de la imagen de arte ridículo y cursi que muchas veces se le adjudica, el rococó fue la expresión más genuina de la alegría vital y de la belleza más pura y apasionada.

¿Cómo y por qué surgió este estilo? ¿Qué marcó su gloria y su decadencia? En este artículo vamos a trazar un breve viaje por el arte rococó, el arte del Antiguo Régimen.

El rococó: el origen de un estilo

Podemos decir que el estilo rococó surgió en Francia (concretamente, en la corte versallesca) a finales del siglo XVII, es decir, durante los últimos años de reinado de Luis XIV. Su época de esplendor tuvo lugar en las primeras décadas del siglo XVIII, para morir definitivamente en torno a 1765 cuando, lentamente, se empezó a imponer un estilo más sobrio, más republicano, inspirado en una idealizada antigüedad clásica.

Tal y como indica la historiadora de arte Águeda Viñamata en su magnífico trabajo El rococó, el estilo nació en Francia como reflejo del llamado Siglo de las Luces. En el tercer capítulo de su trabajo, Viñamata hace hincapié en lo complicado que puede resultar relacionar las ideas ilustradas con el arte rococó pues, aparentemente, se encuentran en franca contradicción. Pero ¿es esto así en realidad?

Los inicios del siglo XVIII son los inicios de la Ilustración, de eso no existe ninguna duda. Pero, paralelamente a la nueva filosofía, se produce una eclosión sin igual del libertinaje, del placer, de la galantería; en una palabra, de la frivolidad y la belleza rutilante de la vida.

En este sentido, la fiesta adquiere una importancia y un refinamiento sin parangón. Y no es que, obviamente, en los siglos anteriores no hubieran existido fiestas. Pero lo que hace único al estilo rococó es la conversión de la celebración en algo central de la vida social. Así, proliferan los ballets, las obras de teatro, las óperas, las mascaradas, los conciertos. Los artistas ponen todo su esfuerzo en crear un universo maravilloso y galante, donde los decorados deslumbren, el atrezzo brille como un ente propio y los montajes asombren a los espectadores.

Un mundo libertino y refinado

Una fecha crucial para datar el origen del estilo rococó es la muerte del Rey Sol, Luis XIV, en septiembre de 1715. Conocida es la estricta etiqueta que reinaba en Versalles durante el reinado de este monarca, que pasaba por una escrupulosa observancia de las jerarquías y los horarios de ceremonias. Todo estaba solemnizado; el desayuno del rey, su afeitado matutino o su arropamiento en la cama durante la noche eran actividades que seguían una minuciosa organización y un cuidado detalle. Y, sobre todo (y aquí radica la diferencia con la filosofía rococó) eran actividades públicas.

El sucesor del Rey Sol fue Luis de Anjou, su bisnieto. El niño tenía en aquella época sólo cinco años, por lo que se hizo cargo de la regencia el sobrino del monarca difunto, Felipe de Orleans, un ser que representaba a la perfección el espíritu de los nuevos tiempos: frívolo y libertino, pero también muy inteligente y capacitado.

La regencia de Felipe marcó un antes y un después en la estética de Francia. El regente dotó de gracia y refinamiento a la sociedad parisina; para empezar, había devuelto la corte a París, al Palais-Royal y, para continuar, detestaba enormemente el pesado ceremonial versallesco que había instaurado su tío. Felipe prefería una vida alegre y disipada, rodeado de amigos y sumergido en fiestas, bailes, óperas y amoríos. De esta joie de vivre desenfrenada, de este auténtico amor por la vida, nace el estilo rococó francés.

Felipe de Orleans era un ser sumamente inteligente, pero se dejó arrastrar por su libertinaje y, en consecuencia, la Regencia acabó siendo un auténtico desastre. Cuando, por fin, el rey-niño accedió al trono en 1723 (cuando cumplió con la mayoría de edad necesaria) la corte se instaló de nuevo en Versalles y el país pareció recobrar el orden. Sin embargo, el estilo moderno se había impuesto. Ya no había lugar para el pomposo y solemne aparato del siglo anterior; comenzaban tiempos nuevos.

Un término despectivo

Charles Maurice de Telleyrand (1754-1836) comentó que quien no había vivido antes de 1789 (es decir, antes de la Revolución) no conocía la dulzura de la vida. Con su comentario, el ministro describe a la perfección el sentido del arte rococó: reconocer lo bello en todas sus expresiones y dejarse arropar por la gentileza de la vida.

En muchos sentidos, el estilo neoclásico que empezó a imperar en Francia durante los años inmediatamente anteriores a la Revolución es contrario al espíritu alegre del rococó. El Neoclasicismo se inspiraba en los modelos clásicos y los reinterpretaba, tomando de ellos las ideas (pasadas por los filtros de una nueva época) de la rectitud moral, la sobriedad y la armonía.

El Neoclasicismo era, pues, el estilo perfecto para la nueva y austera República francesa que nació tras la revolución, un estilo que tuvo su apogeo durante la era napoleónica. ¿Dónde quedaba entonces el arte rococó? En el pasado, engarzado a unos tiempos de Antiguo Régimen, el símbolo viviente de una aristocracia “corrupta y maltratadora”.

Y es que, como suele suceder, el término por el que conocemos actualmente el estilo rococó deriva de una denominación despectiva. Esto es una constante en la historia del arte, como ya sabemos. Y es que rococó proviene de las palabras rocaille y coquille, que era como se llamaban, respectivamente, las incrustaciones de rocas y de conchas en las grutas de los palacios barrocos. Para los detractores del rococó, este estilo se asemejaba, por su vacuidad y su mal gusto, con las excentricidades que los rocailleurs realizaban en el siglo XVII para la “rancia” aristocracia.

Nada que ver, por supuesto. El estilo palaciego del Barroco no tiene prácticamente nada en común con el rococó, puesto que son hijos de mentalidades diferentes y nacen con características muy diferenciadas. Por ello, hablar del rococó como una mera extensión del arte barroco del siglo anterior es no comprender el alcance que este estilo tuvo en su época.

Características del arte rococó

Para entender plenamente el sentido del rococó, debemos profundizar un poco en sus características. De nuevo tomando el excelente trabajo de Águeda Viñamata, la idea principal por la que podremos entender el rococó en toda su profundidad es la intimidad. Esto puede resultar sorprendente, puesto que estamos acostumbrados a ver este estilo como algo rimbombante y aparatoso, pero nada más lejos de la verdad. Veámoslo.

El rococó nace, como ya hemos apuntado más arriba, durante la época de la regencia de Felipe de Orleans. Recordemos que el regente trasladó la corte a París y se alejó considerablemente de la tradición solemne de su tío el Rey Sol. Durante la época de Felipe empiezan a proliferar las tertulias entre amigos, las fiestas en petit comité, los amoríos íntimos. En una palabra: Francia pasa del escaparate que representaba la corte versallesca a una revalorización de la intimidad personal y del hogar, con toda la comodidad y placer que esto conllevaba.

Por tanto, en arquitectura proliferarán los espacios pequeños y adecuados a la escala humana, muy diferentes de los grandes salones-teatro de la corte de Versalles. Podemos ver cómo, en realidad, el rococó está estrechamente conectado con los ideales de los ilustrados; refuerza un espacio natural, donde el ser humano se sienta cómodo y tranquilo, inspirado además en las formas orgánicas de la naturaleza.

¿Cómo inspirarse en lo orgánico? A través de la curva, por supuesto, y, en el caso de la pintura, a través de la pincelada suelta, vital, animada, de artistas como Jean-Antoine Watteau (1684-1721), el gran abanderado del rococó pictórico, o Jean-Honoré Fragonard (1732-1806), cuyos trazos rápidos y abocetados nos recuerdan irremediablemente a los posteriores cuadros impresionistas.

El columpio, de Jean-Honoré Fragonard

El rococó es vida, simplemente. Todos los objetos cotidianos se impregnan de su espíritu: saleros, abanicos, peines, jarrones, zapatos. Los interiores de las casas son un auténtico derroche de alegría vital: chinoiseries (habitaciones decoradas estrictamente con motivos inspirados en China), panneaux (paneles hechos de madera) y, sobre todo, profusión de colores, habitualmente de tonos pastel, dulces y aterciopelados. Los muebles adquieren proporciones más adecuadas para la vida cotidiana, y aparecen los pequeños secreteres, las mesitas para jugar a las cartas, los divanes. Todo envuelto en una deliciosa y coqueta atmósfera, por supuesto, que los hace ideales para las aventuras galantes que tan bien plasmó Pierre Choderlos de Laclos en su novela epistolar Les liaisons dangereuses (Las amistades peligrosas).

Los temas plásticos pierden cualquier viso de solemnidad. Se toman temáticas pastoriles, galantes y amorosas, cuyo mayor exponente es el ya citado Watteau, sobre todo con su obra El embarque a la isla de Citera (1717). En un delicioso fondo de colores suaves, que parece estar envuelto en bruma gracias a los fluidos toques del pincel, observamos un grupo de hombres y mujeres elegantemente vestidos que se preparan para embarcar. El ambiente delicado y la temática refinada nombraron a un género pictórico exclusivo que, a partir de esta obra de Watteau, se hizo tremendamente popular: las fiestas galantes (fêtes galantes), una de las expresiones más genuinas del arte rococó.

Símbolo de toda una época

Si bien el rococó nació en Francia y fue espoleado por mecenas tan importantes como la marquesa de Pompadour (1721-1764), pronto empezó a propagarse por toda Europa como símbolo de toda una época.

En el caso de Alemania, los propulsores del rococó no fueron los nobles (como sí ocurrió en París, que se llenó de hôtels o palacetes urbanos levantados en el nuevo estilo), sino los dirigentes de los estados de los que se componía el territorio germano. Schönbrunn en Austria y, sobre todo, el palacio de Sanssouci en Potsdam, son algunos de los ejemplos más sobresalientes del rococó en Alemania.

Italia había perdido el estandarte de capital artística en favor de Francia y, especialmente en Roma, seguía imperando un estilo clasicista muy cercano a Bernini. Sin embargo, encontramos en la Ciudad Eterna obras rococós fundamentales como la Fontana di Trevi o las escaleras de la Piazza Spagna. Por otro lado, la pintura italiana se interesó vivamente por el rococó y se materializó en las obras de dos artistas importantísimos: Giovanni Battista Tiépolo (1696-1770) y Giovanni Antonio Canal (1697-1768), más conocido como Canaletto.

En el caso de España, el rococó empieza con la llegada de los Borbones. En la geografía española encontramos ejemplos bellísimos, como el palacio de la Granja o el Palacio Real de Madrid, levantado en 1734 a raíz del incendio del anterior Alcázar de los Austrias. En definitiva, el rococó fue una genuina expresión de una época única, injustamente tratado por la historiografía posterior y muy maltratado por la mala prensa que de él hizo la Revolución Francesa, que lo rebajó a un mero arte “de nobles”.

  • Levey, M. (1998). Del rococó a la revolución, ed. Destino
  • Viñamata, Á. (1987). El rococó. Arte y vida en la primera mitad del siglo XVIII, ed. Montesinos

Periodista

Licenciada en Humanidades y Periodismo por la Universitat Internacional de Catalunya y estudiante de especialización en Cultura e Historia Medieval. Autora de numerosos relatos cortos, artículos sobre historia y arte y de una novela histórica.

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