Actualmente, y a pesar de que todavía quedan muchos misterios por descubrir, conocemos bastantes cosas de nuestro cerebro. Al menos, si lo comparamos con épocas pasadas. La neurociencia como tal es una ciencia relativamente moderna, que arrancó a finales del siglo XVIII y tuvo uno de sus puntos álgidos con el estudio de la comunicación neuronal por parte del Premio Nobel Santiago Ramón y Cajal (1852-1934), llamado, precisamente, el “padre de la neurociencia moderna”.
Pero ¿cómo se veía al cerebro humano en la Antigüedad? ¿Qué sabían de este órgano los egipcios, los griegos y los romanos? ¿Qué teorías acerca de la actividad cerebral perduraron hasta la época contemporánea? Acompáñanos en este repaso a cómo se veía el cerebro humano en la Edad Antigua.
El cerebro en la Antigüedad: supeditado al corazón
El ansia de descubrir en qué parte del cuerpo humano se encontraba el alma (y, por tanto, el pensamiento y las emociones), ha existido desde la más remota antigüedad. A grandes rasgos, históricamente se reconocen dos ramas en este sentido: la denominada cardiocentrista y la llamada encefalocentrista.
Como puede suponerse por sus respectivas denominaciones, la primera sitúa al corazón como foco de los pensamientos y las emociones, mientras que la segunda dispone al cerebro como centro de todos estos procesos.
El cardiocentrismo o la visión mágico-religiosa del cuerpo humano
Es interesante cómo, a grandes rasgos, esta visión cardiocéntrica corresponde a una etapa de la humanidad donde predominaba una visión mágico-religiosa. A pesar de que esta afirmación resulta demasiado categórica (siempre existieron intentos científicos de explicar y explorar la naturaleza), sí es cierto que, con anterioridad a la Grecia clásica, imperaba un evidente cardiocentrismo, muy ligado con las creencias religiosas y a la mitología.
Tradicionalmente (y aún sigue siendo así en muchas corrientes alternativas actuales) el corazón constituye el centro del organismo, el habitáculo mismo del alma. Todavía hoy en día usamos palabras y expresiones que vienen de la raíz cor-cordis, el vocablo latino para designar a este órgano; por ejemplo, acuerdo, que etimológicamente significa “dos corazones que se entienden”. Y aún hoy, en lengua inglesa, “aprender de memoria” se dice “to learn by heart”, aprender con el corazón.
Podemos observar de esta forma la importancia que poseía el corazón en los primeros milenios de la humanidad y el vínculo que se le daba con el alma, el conocimiento y la vida misma. En este sentido, el cerebro era algo muy secundario, del cual no quedaba demasiado clara su función.
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Las trepanaciones prehistóricas y egipcias
Ya en la Prehistoria se practicaban trepanaciones craneales, es decir, perforaciones del hueso del cráneo, tal y como atestiguan los diversos restos óseos hallados. Es más; en muchos individuos se observa más de un agujero, lo que significa que la persona sobrevivió a la primera trepanación, y, a veces, a una segunda.
Si bien el hábito de trepanar el cráneo podía tener efectos positivos en la salud (en algunas ocasiones ayudaba a disminuir la presión cerebral y/o a drenar hematomas), se cree que el principal objetivo que tenían nuestros antepasados a la hora de abrir el cráneo de alguien era “sacar los demonios”, pues, con anterioridad a la ciencia empírica, se creía que muchos males relacionados con la cabeza (migrañas, epilepsia, etc.) tenían un origen espiritual.
Los egipcios siguieron practicando la trepanación con bastante éxito, con el mismo objetivo de aliviar dolores. Sin embargo, a nivel religioso el cerebro carecía de importancia, tal y como atestigua su práctica de momificación, durante la cual este órgano se extraía por la nariz del finado con hierros y se desechaba, sin más.
El primer estudio “científico” del cerebro: el papiro Edwin Smith
Si bien los egipcios no consideraban el cerebro como una parte vital para la vida en el más allá, al parecer sí estuvieron interesados en su funcionamiento. Al menos, esto es lo que se desprende del famoso papiro Edwin Smith, datado del año 1600 a.C. y que se cree que puede ser copia de un documento anterior, de nada menos que del III milenio a.C.
Muchos investigadores consideran el papiro Edwin Smith como el primer estudio más o menos científico del cerebro humano. Se trata de un compendio de casi cincuenta casos de heridas bélicas, con su descripción y el tratamiento adjudicado. El autor describe, entre otros elementos, las meninges cerebrales, el líquido cerebroespinal y las pulsaciones intracraneales con una precisión asombrosa para la época.
Pero lo más curioso del documento es que en solo una ocasión el autor reseña un tratamiento “milagroso” para la herida. En los demás casos, la solución parte de una técnica racional, lo que choca con la costumbre egipcia de usar sortilegios para combatir las enfermedades, que se creían un mal enviado por los dioses o los malos espíritus.
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Aparece el logos… y el encefalocentrismo
Pero, a pesar de estos escasos ejemplos de observación racional del cerebro, el verdadero encefalocentrismo no aparece hasta la Grecia clásica, de la mano de autores como Alcmeón de Crotona (siglo V a.C.). De hecho, fue este pensador el que propuso que el alma se encontraba en el cerebro y no en el corazón, como todavía se seguía manteniendo.
Debemos entender la aparición de esta visión encefalocéntrica del ser humano (es decir, según la cual el centro del razonamiento y las emociones está en el cerebro) en un contexto de paso del mito al logos. Es en el siglo VI a.C. cuando, de la mano de los nuevos filósofos presocráticos, empieza a gestarse una visión empírica de la realidad y se inaugura una observación científica de la naturaleza, lejos ya de la explicación mitológica.
De todas formas, el debate siguió estando abierto y, en realidad, la visión encefalocéntrica fue siempre marginal. Hasta el mismo Artistóteles (384-322 a.C.) era partidario de la teoría de que el corazón era el centro del ser humano, el lugar donde se ubicaba el alma y, por tanto, el intelecto, y que la función del cerebro consistía “solo” en enfriar la sangre calentada por aquel.
Hipócrates de Cos y el auge del estudio del cerebro
La medicina hipocrática, fundada por Hipócrates de Cos (s. V –IV a.C.) y sus seguidores, estuvo vigente en Occidente hasta bien entrada la Edad Moderna. Su base era la famosa teoría de los cuatro humores, cuyo desequilibrio producía la enfermedad. En esta teoría, el cerebro tenía una importancia destacada, puesto que se creía que la flema (uno de los humores) era producida por este órgano, y que cuando su excreción era exagerada, la flema excesiva viajaba por la sangre y aparecía la enfermedad.
Si nos fijamos, esta teoría lleva implícito el conocimiento de que la sangre entraba y salía del cerebro. En uno de los más famosos escritos antiguos sobre la medicina hipocrática, Sobre la enfermedad sagrada (cuyo autor fue, probablemente, un discípulo de Alcmeón de Crotona), se intenta encontrar una explicación racional a la epilepsia, conocida entonces como un mal enviado por los dioses.
En el texto, el anónimo autor señala que las convulsiones derivadas de la enfermedad no eran fruto de un castigo divino, sino que se debían a causas naturales, producidas, al parecer, por el exceso de flema cerebral, que impide que el aire llegue al cerebro. Por supuesto, se trata de una teoría errónea, pero su importancia radica en la explicación científica que trata de dar a la epilepsia y, sobre todo, a la importancia que otorga al cerebro.
Galeno (129-216 d.C.), el célebre médico romano, aprovechó los estudios de los ventrículos cerebrales que habían realizado con anterioridad los griegos Herófilo y Erasítrato y arguyó que el conocimiento (y sus funciones vinculadas: memoria, emoción, cognición y sentidos) radicaba en el tejido cerebral.
Mucho más tarde, ya en la Edad Moderna, el encefalocentrismo adquirió un empuje notable. En el siglo XVIII, el descubrimiento de la actividad eléctrica del cuerpo humano (y, por tanto, del cerebro) inauguró un camino que ya no se detendría y que llega hasta la actualidad.