En 1748, un hecho estaba a punto de terminar con el aristocrático mundo rococó. Ese año se descubrieron las ruinas de Pompeya, lo que animó a los ya simpatizantes del Neoclasicismo a promover un arte inspirado en la estética clásica y a luchar contra el estilo decadente de principios de siglo.
A decir verdad, el arte clásico nunca se había olvidado por completo. Sin embargo, a partir de los hallazgos de las ciudades romanas sepultadas por el Vesubio, y espoleados por el Grand Tour, la ruta por Italia que se venía realizando desde el siglo XVII, los artistas empezaron a inspirarse en las obras de la antigüedad que, a la postre, sirvió de vehículo de expresión perfecto para la Revolución Francesa y el posterior imperio napoleónico.
¿Qué fue el Neoclasicismo? ¿Cuáles fueron sus características? ¿Quiénes son sus principales autores? En este artículo, te invitamos a realizar un breve recorrido por el arte que dominó el panorama cultural de finales del siglo XVIII, especialmente en Francia.
El Neoclasicismo y el amor a lo clásico
El pintor neoclásico por excelencia, Jacques-Louis David, nació precisamente el año en que se descubría Pompeya, lo que puede suponerse un augurio. Ese mismo año, el rococó, el refinado estilo que había imperado en las cortes europeas desde principios de siglo, estaba lanzando su canto de cisne.
Hacía mucho tiempo que los artistas y los intelectuales intentaban acabar con ese arte que, a su juicio, era aristocrático y vacío. El enciclopedista Denis Diderot (1713-1784) promulgaba con ahínco el regreso a un arte moral y virtuoso, mucho más acorde con los ideales filosóficos de la Ilustración. Y aunque, en realidad, la esencia del rococó (inspirado en la naturaleza, en la comodidad y la intimidad hogareña) no estaba tan alejado de los preceptos de los ilustrados, en los círculos intelectuales se veía como un estilo demasiado almibarado y, sobre todo, demasiado ligado a la aristocracia del Antiguo Régimen.
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El arte de la Revolución
El Neoclasicismo nace, pues, no sólo de un amor por lo clásico y un deseo de retorno a los órdenes armónicos de Grecia y Roma, sino también de un contexto social muy concreto: la sociedad inmediatamente anterior a la Revolución Francesa. Es precisamente a partir del estallido de esta y la posterior promulgación de la República que el arte neoclásico adquiere un extraordinario protagonismo (en realidad, un protagonismo absoluto) en el panorama artístico francés.
En el nuevo régimen abanderado por la burguesía ya no hay lugar para el arte de nobles que suponía el rococó. Se exhiben ahora valores republicanos, marcados por una profunda austeridad y un rigor casi marcial, inspirado directamente en Roma. Más tarde, el imperio de Napoleón retomará estas ideas y llevará el estilo neoclásico a su máxima expresión.
El gran representante del Neoclasicismo francés, primero de la revolución y después del imperio, es Jacques-Louis David (1748-1825). Formado en el taller de Joseph-Maria Vien (1716-1809), la estética del primer David tiene todavía un evidente aire rococó. Si tomamos su obra La lucha de Minerva contra Marte, datada en 1771, observaremos que sus colores pastel y su pincelada rápida y suelta recuerdan, y mucho, al estilo de pintores como Fragonard o Boucher.
El viaje que realiza David a Italia en 1775 lo cambia todo. Él mismo confesó que su estancia en Roma fue como “una operación de cataratas”. Con esta original expresión el pintor plasmaba lo que había representado su contacto con los modelos clásicos: la absoluta certeza de que era en ellos donde los artistas debían tomar su inspiración.
David es un pintor decididamente revolucionario. Y no sólo porque pone su arte al servicio de la revolución y de la República, sino porque ideológicamente sigue las directrices de Robespierre y su grupo de exaltados. De hecho, uno de los cuadros más famosos de David es el famoso La muerte de Marat (1793), que el artista realiza en honor de Jean-Paul Marat, uno de los revolucionarios más sangrientos, asesinado a manos de la joven Charlotte Corday.
La pintura neoclásica de David, con sus figuras contundentes semejantes a relieves griegos, va como anillo al dedo para los ideales de la nueva política francesa. La solemnidad de sus escenas, inspiradas en la mitología y la historia clásica, transmiten la virtus romana, cuyo ejemplo más claro es su famoso cuadro El Juramento de los Horacios (1784), pintura que, aunque prerrevolucionaria, ya capta a la perfección el aura marcial, fría y austera que tendrá el nuevo orden.
No todos los artistas franceses se adscribieron a la nueva realidad revolucionaria. Élisabeth Vigée Lebrun (1755-1842), por cierto, una de las pocas mujeres que formaron parte de la Academia francesa (solo se admitían cuatro representantes femeninas) pagó muy cara su amistad con la reina María Antonieta. Amenazada y perseguida, tuvo que huir de Francia y refugiarse en otras cortes de Europa, como la rusa, donde recibió encargos de personajes ilustres. El estilo de Lebrun tiene todavía tintes rococós, sobre todo en sus tonalidades dulces, pero sus retratos, especialmente los de la última época, tienen la solemnidad de la estatuaria clásica.
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La pervivencia de Italia
Ya hemos comentado que ni siquiera en los tiempos del rococó y del Barroco se habían olvidado los ideales clásicos. De hecho, es una constante en el arte europeo; la inspiración directa de los modelos griegos y romanos.
El llamado Grand Tour es un factor clave para entender el auge del Neoclasicismo. Desde el siglo XVII, los hijos de las familias adineradas viajaban a la península italiana y recorrían las ciudades más importantes, donde admiraban los restos romanos y se dejaban seducir por ellos. El descubrimiento de Pompeya y Herculano no hizo más que aumentar este fervor. En una fecha tan temprana como 1670 ve la luz el Voyage d’Italie, de Richard Lassels (1603-1668) y, unas décadas más tarde, en 1764, el insigne historiador Johann Joachim Winckelmann (1717-1768) publica su Historia del arte de la Antigüedad, libro que ha sido considerado como uno de los pistoletazos de salida del Neoclasicismo.
De hecho, el Neoclasicismo no puede entenderse sin tres nombres ilustres: Winckelmann, afamado coleccionista de antigüedades que promulgó las teorías por las que instaba un retorno a Grecia y a Roma; David, el pintor de la Revolución y, finalmente, Antonio Canova (1757-1822), el gran escultor del Neoclasicismo, con obras tan importantes como Eros y Psique (1793), Perseo con la cabeza de Medusa (1800-1801) o la Venus Victrix (1807), una representación de la hermana de Napoleón, Paulina Bonaparte, recostada semidesnuda en un diván.
La obra de Canova recupera modelos clásicos y lleva la escultura neoclásica a su cénit, pero Bertel Thorvaldsen (1770-1844), artista danés, sigue en sus esculturas las teorías de Winckelmann con una mayor precisión y fidelidad. De esta forma, mientras que el estilo de Canova es más cálido y apasionado, el de Thorvaldsen mantiene una fría y solemne estética clásica.
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¿Neoclasicismo o Romanticismo?
Así como el Neoclasicismo triunfó en países como Francia e Italia, no fue así en los territorios del norte de Europa, con excepción, quizá, del caso inglés. En las islas británicas encontramos autores tan importantes como Joshua Reynolds (1723-1792), el más académico de los artistas ingleses, gran amigo de otra gran artista neoclásica británica: Angelica Kaufmann (1741-1807), muy elogiada por el propio Winckelmann.
Sin embargo, Alemania y los otros territorios norteños fueron una notable excepción. En estas latitudes, el Neoclasicismo pasó prácticamente desapercibido, en parte por motivos culturales (la tradición germana se encontraba muy lejos de la historia grecorromana) y, por otro, a causa de la recién nacida corriente del Sturm und Drang, cuyo nombre (Tormenta e ímpetu) ya es bastante elocuente.
El Sturm und Drang estaba en las antípodas del Neoclasicismo. El movimiento, abanderado por literatos como Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832), constituye una especie de prerromanticismo, donde priman los sentimientos, los sueños, la intuición. En pintura, el representante más importante de este siglo XVIII germano es Caspar David Friedrich (1774-1840), en cuyos lienzos se plasman ambientes lóbregos, fantásticos y casi oníricos.
Existen, sin embargo, casos curiosos, como el del francés Jean-Dominique-Auguste Ingres (1780-1867), cuya longeva existencia le permitió experimentar con varias corrientes artísticas. Discípulo de David, el neoclásico entre neoclásicos, Ingres empieza pintando al estilo académico clasicista, pero más tarde irá abandonando la estética neoclásica y se inspirará en otras fuentes, como los artistas del Quattrocento italiano. Sin embargo, la predominancia absoluta que en toda su obra tiene el dibujo sobre el color es un claro indicio de que Ingres bebió de las fuentes neoclásicas en su aprendizaje.
Podemos afirmar que el Neoclasicismo sólo triunfó en los países con una fuerte base cultural romana. Pero en las primeras décadas del siglo XIX, cuando, tras la caída de Napoleón, este estilo empieza a desvanecerse, el Sturm und Drang germano pervivirá y se expandirá por toda Europa con el nombre de Romanticismo.