No es casualidad que, en muchas historias de consumo problemático de alcohol, haya un punto en común que se repite como eco en una caverna: el dolor. Dolor crudo, de ese que no cicatriza. Una infancia marcada por gritos y silencios, un abuso que nunca se nombró, una pérdida que desgarra o una vida adulta que aprieta sin descanso. El alcohol aparece ahí como lo haría un apagafuegos: para apagar, para silenciar, para anestesiar.
Y aunque a veces parezca que funciona, lo cierto es que no apaga fuegos. Los esconde. Los entierra. Y luego cobra factura con intereses.
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Alcohol y trauma psicológico
Muchas personas no beben para divertirse. No lo hacen por placer, ni por costumbre. Beben para dejar de sentir. Para no recordar. Para que la angustia, el miedo, la rabia o la vergüenza se callen, al menos por unas horas. Beben para dormir sin pesadillas, para enfrentar reuniones familiares sin temblores, para soportar una soledad que pesa como plomo.
Es fácil pensar que el alcohol es el problema, y en parte lo es. Pero muchas veces es solo la punta del iceberg. Debajo, oculto y peligroso, está el trauma. Experiencias pasadas que no se resolvieron, heridas abiertas que siguen supurando, recuerdos que se cuelan sin permiso. El alcohol se convierte en una estrategia para evitar eso: no pensar, no sentir, no recordar.
Qué es un trauma emocional y cómo se conecta con el alcoholismo
Hablemos claro. Trauma no es solo lo que sale en las películas de catástrofes o los titulares de crímenes. Trauma es todo aquello que supera la capacidad de una persona para procesarlo emocionalmente. Puede ser un abuso, una agresión, una negligencia emocional sistemática, o incluso la vivencia de una infancia con figuras de apego impredecibles o desbordantes.
También puede tener forma de algo más sutil: crecer en una familia donde nadie te escuchaba, donde no se podía llorar porque “eso es de débiles”, donde te enseñaron que tu valor estaba en lo que producías o en cuánto aguantabas sin quejarte.
Y aquí viene el dato clave: el cerebro aprende. Aprende a protegerse, a sobrevivir. Si en algún momento una persona descubre que con un par de copas consigue bajar el volumen de los gritos internos, es probable que su cerebro lo anote como estrategia útil. Lo peligroso es que funciona. Hasta que deja de hacerlo.
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Evitación emocional: cómo el alcohol tapa el sufrimiento
Evitar el malestar no es algo “de débiles”. Es humano. Todos lo hacemos en mayor o menor medida. Pero cuando la evitación se convierte en la única herramienta para gestionar el sufrimiento, estamos vendidos. El problema del alcohol es que no solo no resuelve nada, sino que acaba empeorando todo. Es como tapar una fuga con celo. Aguanta un rato, pero en algún momento todo revienta. Y cuando revienta, lo hace con más fuerza.
Ejemplos de esto hay a patadas. Está quien bebe porque no soporta quedarse solo en casa por las noches. Quien no puede visitar a sus padres sin tomarse un par de copas antes, porque se le atraganta el ambiente. Quien bebe antes de una reunión de trabajo porque se siente un fraude, y solo así consigue no venirse abajo. O quien lleva siempre una petaca en el bolso, “por si acaso”. Por si acaso el día duele demasiado.
Cómo el refuerzo emocional convierte el alcohol en una trampa
Este ciclo no es magia, es aprendizaje. La persona bebe, y al poco siente alivio (refuerzo negativo: desaparece el malestar). O siente placer momentáneo (refuerzo positivo: aparece algo deseado). El cerebro aprende rápido lo que funciona. El problema es que no distingue entre lo útil a corto plazo y lo destructivo a largo plazo. Lo que alivia hoy, mañana se convierte en cadena.
Y no solo eso. Con el tiempo, el cuerpo desarrolla tolerancia. Lo que antes se aliviaba con dos copas, ahora necesita cuatro. Luego ocho. Luego la botella entera. Y así, el sistema que parecía una salvación se convierte en prisión. También aparecen señales más sutiles. Una mayor irritabilidad si no se bebe. Dificultades para dormir. Pensamientos intrusivos que solo se calman cuando llega el primer trago. Incluso rituales que parecen inocentes: “yo solo bebo los viernes”, pero el viernes empieza el jueves por la tarde y termina el domingo a las seis.
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Por qué dejar el alcohol puede resultar tan difícil
Porque no es “dejar de beber”. Es renunciar a la herramienta principal (a veces la única) que la persona ha utilizado para calmar el dolor. Es como decirle a alguien que tire el único salvavidas que conoce, sin enseñarle a nadar antes.
Y porque hay algo más: el estigma. La mirada social que etiqueta al bebedor como “débil”, “vicioso” o “irresponsable”. Poca gente pregunta: ¿qué hay detrás de este consumo? ¿Qué está intentando evitar esta persona? ¿Qué historia no contada hay en su biografía?
Imagina que alguien lleva veinte años usando el alcohol para dormir. Quitarle el alcohol no es quitarle una costumbre. Es arrancarle una muleta sin enseñarle a caminar. Por eso no basta con la fuerza de voluntad. Porque el problema no es solo el alcohol, es lo que el alcohol representa.
El tratamiento del alcoholismo empieza enfrentando el dolor
No hay soluciones mágicas. Pero hay caminos. El trabajo con profesionales formados en salud mental es fundamental. Porque no se trata solo de eliminar el alcohol, sino de entender su función. ¿Para qué bebía la persona? ¿Qué evitaba? ¿Qué emociones no sabía manejar? ¿Qué recuerdos no podía enfrentar? Ahí entra el trabajo psicológico. No con frases motivacionales, sino con un proceso estructurado que enseñe a tolerar el malestar sin anestesiarlo. A regular emociones. A enfrentar lo que duele sin salir corriendo. A crear nuevas formas de afrontar el mundo sin autodestruirse.
Esto no se hace en dos o tres sesiones. Requiere tiempo, compromiso, acompañamiento y herramientas. Pero funciona. Y, sobre todo, transforma.
Los problemas emocionales no se curan con alcohol
Esto es vital: las emociones intensas, por desagradables que sean, no matan. La ansiedad no mata. La tristeza no mata. El enfado no mata. Lo que nos mata (literal y metafóricamente) es cómo intentamos escapar de ellas. Y el alcohol es una de esas trampas que prometen alivio, pero entregan dependencia.
Aprender a tolerar el dolor, a expresar lo que uno siente, a entender que la incomodidad es parte de vivir... todo eso es el núcleo del cambio. Y no se aprende leyendo frases de autoayuda ni viendo vídeos motivacionales. Se aprende currando con uno mismo, con alguien que sepa lo que hace, en un espacio seguro y sin juicio.
Un ejemplo claro: una persona que empieza a notar que solo puede relajarse cuando bebe. Que sin alcohol no disfruta de una cena, ni puede ver una película, ni tolera el aburrimiento. Cuando se da cuenta de esto, puede empezar a reconstruir otras formas de estar. Puede volver a aprender a aburrirse sin desesperarse, a descansar sin necesitar una copa, a conectar con otros sin estar desinhibido por el alcohol.
Recuperarse del alcoholismo es recuperar la dignidad
Dejar el alcohol no es solo una cuestión de salud. Es una cuestión de dignidad. De poder elegir qué hacer con tu vida sin estar encadenado a una botella. De poder gestionar tus emociones sin anestesiarte. De construir relaciones basadas en la presencia, no en el escape. De vivir con conciencia, no con piloto automático.
La recuperación es posible. Pero empieza cuando dejamos de centrarnos solo en el alcohol y empezamos a mirar lo que el alcohol estaba tapando. El trabajo real no es solo desintoxicarse. Es sanar lo que dolía tanto que hizo falta anestesia.

Luis Miguel Real Kotbani
Luis Miguel Real Kotbani
Centro de Psicología | Especialista en Adicciones
Soy Luis Miguel Real, psicólogo especialista en adicciones, y he ayudado a miles de personas a superar sus problemas de adicción (y volver a ser felices sin hacerse daño). Si necesitas ayuda, ponte en contacto conmigo y empezaremos a trabajar en tu caso lo antes posible.


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