Muchas veces se piensa en el cerebro como un órgano dedicado a realizar minuciosos análisis racionales de todo lo que concierne a nuestra supervivencia. Sin embargo, cuando nos ponemos a investigar sobre un concepto llamado pensamiento reversible, vemos que no es así. Para ejemplificarlo, podemos utilizar un pequeño juego.
Le voy a mostrar cuatro tarjetas diferentes. En cada una de ellas, de un lado hay un número y del otro hay una letra.
Y también quiero que sepa que estoy convencido de que en cada tarjeta con una “E” en una de sus caras, hay un “2” en la otra.
Ahora le pregunto: ¿Cómo puede usted saber si estoy diciendo la verdad? ¿A qué cantidad mínima de tarjetas es necesario dar vuelta para averiguar si mi afirmación es correcta o falsa?
Antes de seguir leyendo o a salir a buscar la solución del problema, tómese unos minutos para pensarlo… Y recuerde bien su respuesta.
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Jugando con el pensamiento
Si usted cree que para saber si mi afirmación es correcta o no, es necesario dar vuelta la tarjeta que contiene la letra “E”, entonces ha respondido como la gran mayoría de las personas a las que se les planteó el problema. Al otro lado de la tarjeta con la letra “E” puede haber, o no, un número “2”. De no ser así, entonces usted tendría la seguridad de que mi afirmación es falsa.
Pero por otra parte, resulta que si efectivamente encuentra un número “2”, eso no es suficiente para aseverar que mi afirmación es verdadera. Ahora bien, es probable que usted entonces llegue a la conclusión de que también es necesario dar vuelta la tarjeta que tiene el “2” para comprobar si hay una “E” en el reverso. Pero esa solución también es incorrecta.
En el caso de que haya una letra “E” detrás de la tarjeta que tiene el “2” sabremos con certeza que la aseveración que hice al principio es correcta. Pero por otra parte, recuerde que no he dicho nada sobre qué debe haber detrás de la tarjeta que tiene el “2”, pudiendo encontrarse, en rigor a la verdad, cualquiera de las tantísimas letras que tiene el abecedario. ¿Y si damos la vuelta además la tarjeta que tiene la letra “N”?
Bueno, creo que resulta evidente que esta solución no tiene ningún sentido. El problema se resuelve satisfactoriamente dando vuelta las tarjetas que tienen la “E” y el número “5”. ¿Puede entender por qué?¿No?
Pero qué barbaridad. ¡Tengo que explicarle todo!
El pensamiento reversible
Claramente, en primer lugar en necesario ver si hay un “2” detrás de la tarjeta marcada con una “E”. Pero también debemos husmear que hay detrás de la tarjeta que tiene el “5”, porque solo así sabremos sin lugar a dudas, en el caso de encontrar una “E” del otro lado, que la premisa que formulé al principio es verdadera.
Veámoslo de otra manera. Si detrás de una “E” puede haber un “5” que echaría a perder el enunciado, es lícito pensar que detrás de un “5” también puede haber una “E” que, a los fines prácticos, es exactamente lo mismo. La posibilidad de razonar en un sentido y también en el sentido contrario se conoce con el nombre de pensamiento reversible, y parece ser una propiedad que tiende a escasear entre los especímenes de la raza humana.
Cuando creemos algo, lo que hacemos usualmente es buscar información que confirme nuestra creencia, y rara vez nos tomamos la molestia de buscar la contraprueba, por si llegáramos a estar equivocados.
Hacemos juicios rápidos, acelerados, casi irreflexivos, y tan pronto como aparece algún indicio de que tenemos razón con respecto a lo que pensábamos, enseguida nos conformamos; este es un fenómeno que ocurre todos los días, y por más increíble que parezca, del que no está exento prácticamente nadie, desde el individuo con el nivel educativo más bajo posible hasta aquel con los más altos honores académicos.
¿No me cree? Le voy a contar una serie de estudios que han puesto de manifiesto el proceso de pensamiento que siguen los médicos a la hora de diagnosticar.
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La primera hipótesis es la que gana
Imagine que usted va a ver al Dr. González. Ya en el consultorio, a la típica pregunta de “¿Qué lo trae por aquí?”, usted le relata una serie de molestias que desde hace algunos días lo vienen aquejando. Como es natural en este caso, el médico toma nota de la sintomatología que usted le refiere y empieza a pensar en una o dos hipótesis que podrían explicar el problema. A partir de ese diagnóstico que el médico estima como probable, le realiza un breve examen físico y le indica una serie de estudios.
Pues bien, la evidencia científica sugiere que en casos como este, los médicos se aferran a su hipótesis original, se zambullen de cabeza a confirmarla, y muchas veces pierden de vista la necesidad de dar con la contraprueba que valide el diagnóstico (el equivalente a dar vuelta la tarjeta con el número “5”).
Pero la cosa es un poco más grave aún. Lo que se ha observado es que los médicos (incluso los expertos, que tienen muchas horas de experiencia clínica) tienden a desestimar los datos que no se ajustan a sus expectativas, los infravaloran, o en ocasiones hasta los ignoran completamente. De acuerdo a la propia naturaleza del cerebro, cualquier cuadro clínico que pueda presentar un paciente no puede ser valorado en forma objetiva y absoluta. Más allá de su bagaje de conocimientos, el médico hace una interpretación de lo que el paciente le cuenta, y establece en su mente un punto de partida en base al cual pide los estudios que considera necesarios.
El problema radica en que muchas veces ese diagnóstico original funciona como punto de anclaje rígido e inamovible. El profesional entonces se esfuerza por encontrar datos que confirmen su opinión anterior. En el proceso, incluso, puede sobreestimar cualquier indicio menor o irrelevante que vaya en el mismo sentido de sus expectativas previas, otorgándole un alto grado de valor confirmatorio mientras que, al mismo tiempo, le resta peso a cualquier información que no resulte congruente.
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Cuando nos aferramos a las expectativas
No estoy sugiriéndole al lector que no debería visitar a su médico la próxima vez que se pesque una gripe o sienta algún dolor. Tampoco que pretenda darle lecciones de cómo debe hacer su trabajo. Pero lo cierto es que prácticamente no hay ningún tema concerniente a la especie humana en el que los psicólogos no hayan puesto su lupa en algún momento de la historia, y el tema del pensamiento reversible es uno de ellos.
Y así es como muchas veces funciona el razonamiento clínico. El primer diagnóstico que le viene a la cabeza al médico determina el camino a seguir, y además contribuye a distorsionar la interpretación de los resultados de los diferentes estudios que le solicita al sufrido paciente. Algo parecido ocurre con la mayoría de personas, independientemente de su ocupación, en su día a día y en sus relaciones personales.
Toda esta irracionalidad que tiñe los sentidos y juega un rol tan importante en las decisiones cotidianas es atribuible, en parte, al hecho de que el cerebro es un perezoso cognitivo. Esto quiere decir que se rige de acuerdo a un principio de economía mental que muchas veces lleva a que nos equivoquemos en nuestras apreciaciones del día a día. Se trata de un proceso invisible, inconsciente, mediante el cual se simplifica lo complejo, y nos ayuda a crear categorías mentales para poder clasificar nuestra experiencia y así no tener que partir desde cero cada vez que nos enfrentamos a una situación nueva.
También nos induce a tomar atajos en nuestros procesos de razonamiento y extracción de conclusiones; todo, por supuesto, con el loable propósito de facilitarnos las cosas, pero lamentablemente con el costo adicional de cierta pequeña locura o irracionalidad en nuestro comportamiento.
Así pues, conviene desmitificar el cerebro y no considerarlo un superordenador diseñado para realizar minuciosos análisis de datos según la lógica convencional. Siempre que puede, utiliza recursos para quitarse trabajo de encima.
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