La vida es un continuo discurrir de decisiones, algunas con implicaciones nimias, como la ropa con la que vestirse cada día o el plato de un menú; y otras que pueden modificar el sentido de nuestra existencia, como la elección de una carrera profesional, una pareja, un país de residencia, tener o no tener un hijo.
En ocasiones, incluso las decisiones más pequeñas pueden ser fuente de ansiedad para muchas personas.
Elecciones y circunstancias
Al momento de tomar una decisión nos puede preocupar las implicaciones éticas relacionadas, o lo que pueda pensar la gente de nosotros si realizamos determinada acción, las satisfacciones o responsabilidades que le rodeen. Muchas veces también, lo que nos puede incluso atormentar, es pensar que la opción que no tomemos resulte mejor de la que hemos optado, o que el hecho de decidirnos nos impida optar por algo mejor que pueda presentarse después (una pareja, un trabajo, una vivienda). En este último caso, se revierte el dicho de “mejor pájaro en mano que ciento volando” y se prefieren los cien pájaros volando que decidirse por algo, muchas veces por temor a asumir los compromisos que implica dicha decisión.
Además de ser un continuo discurrir de decisiones, nuestra vida se encuentra condicionada por múltiples circunstancias. Algunas de estas circunstancias nos anteceden, como la genética que nos aportan nuestros padres, las expectativas de ellos hacia nosotros, el contexto socioeconómico y de socialización en el que nos desenvolvemos. También se nos van presentando circunstancias a lo largo de la vida, muchas de las cuales no nos dan posibilidad de elección, sino que se nos presentan (enfermedades, oportunidades de empleo, encuentros, accidentes). Así que vamos conviviendo entre lo que vamos eligiendo y lo que se nos va presentando.
En diversas culturas y momentos de la historia de la humanidad, se ha considerado que en los momentos de indecisión, sobre todo en los más significativos opera una especie de “fuerza” que nos induce a actuar en uno u otro sentido. A dicha fuerza se le atribuye también la responsabilidad para proponer e inducir las circunstancia que permiten expresar el “ser más profundo” de la personas. En muchas ocasiones las circunstancias que propone o impone dicha fuerza no son del gusto, ni hacen parte de las expectativas del ego, entendiendo este último como el aspecto más superficial, la parte más infantil de cada uno.
Podemos considerar a dicha “fuerza” como un elemento arquetipal, en el sentido de que ha tenido diversas manifestaciones en diferentes momentos y lugares en la imaginería de la humanidad.
El daimón y el destino
Los griegos la denominaron Daimon, los romanos la reconocían como ¨el genio” particular, en la mitología egipcia puede corresponder al Ba. En las culturas chamánicas se denominaba “alma libre”, el animal personal, el nahual. Era considerado como un elemento de vinculación entre los dioses y los mortales, con atributos tanto benéficos como destructores. En una jerarquía celestial, podrían ser catalogados como semidioses. En el cristianismo según la connotación luminosa u oscura que se le atribuya puede corresponder a los ángeles o a los demonios. Dichas imágenes pueden estar relacionadas a lo que actualmente nos referimos cuando expresamos la necesidad de escuchar nuestro corazón, sentimiento, intuición, alma, y desde una perspectiva más racional conciencia.
La existencia de una “fuerza” que nos conduzca por determinados derroteros, se encuentra en relación con la noción de destino; concepto que también ha tenido y tiene múltiples perspectivas.
Es popular la frase del filósofo presocrático Heráclito, para quien el destino del hombre es su carácter. Se puede interpretar dicha sentencia como que aquello que estamos acostumbrados hacer, es decir, nuestro modo de ser, nuestras conductas habituales, son lo que van forjando las circunstancias que nos vamos encontrando en nuestra vida.
De manera un tanto similar, para Sigmund Freud, el aparente destino fatal se encuentra auto inducido de manera inconsciente por el individuo. Pone como ejemplo aquellas personas cuyas amistades siempre terminan en traición, filántropos a los que sus protegidos retornan rabia en vez de gratitud, relaciones que pasan por las mismas fases y finalizan del mismo modo. Desde dicha perspectiva las personas repiten una y otra vez en un “eterno retorno” experiencias vividas que no han sido lo suficientemente elaboradas, y que han sido reprimidas por no ser compatibles con los valores consientes. Una de las premisas del psicoanálisis es el “determinismo psíquico” de nuestras acciones y pensamientos por contenidos inconscientes.
En líneas similares, Carl Gustav Jung consideraba que lo que no se hacía consiente en el ámbito psíquico, se vivía en el exterior a manera de destino. Sin embargo para Jung, la “compulsión a la repetición” a vivir determinadas tipo de circunstancias, son un intento de la psique para conducirnos hacia la realización de nuestro “ser más profundo”, hacia la expresión singular de nuestra alma, de nuestros potencialidades. Es en este último sentido que James Hillman, el mayor representante de la psicología arquetipal, continuadora de los planteamientos junguianos, retoma el mito de la bellota del alma.
El mito de la bellota del alma
Este mito alude a que de la misma manera que en la bellota se contiene el patrón del árbol de roble, cada individuo dispone ya en sí mismo su propio potencial de posibilidades singulares y únicas.
Hillman resalta la presencia en diferentes religiones, mitologías y sistemas de pensamientos actuales y pasados, de la imagen de una “energía” del alma única de cada individuo, que busca desplegarse a lo largo de la vida y que se manifiesta como una “llamada”, una vocación, un “destino”. Esta energía singular es un tercer factor que se une a la naturaleza y la educación en la compresión del crecimiento de los individuos. Hillman argumenta que para poder responder a esa llamada es necesario “crecer hacia abajo” como los arboles lo hacen con sus raíces, y así poder reencontrarse con el “verdadero yo”, con las necesidades profundas del alma.
Para Hillman, la motivación para la realización de sí mismo, no viene dada por el exterior sino por el “Daimón” interior de cada uno. El daimón se manifiestan en las circunstancia de la vida, en las oportunidades que se presentan, en las puertas que se cierran, en los espaldarazos y en las zancadillas, en los triunfos y en las derrotas; en nuestros miedos, nuestras fobias, nuestras obsesiones, nuestras ilusiones, en las sincronicidades. En todo aquello que nos conduce a expresar nuestro aspecto más genuino, aquello para lo que hemos sido “llamados”, y que muchas veces no va en la misma dirección de la expectativas de nuestro ego, que busca seguridad y reconocimiento.
Un medio privilegiado que tiene nuestro Daimón para expresarse son los sueños, y es por esto que hacen parte fundamental de la psicoterapia junguiana. En ciertos momentos de la vida son comunes los sueños en que perdemos o se nos estropea el móvil, o intentamos marcar y los números se desvanecen. Estas imágenes quizás puedan ser indicativos de las dificultades que está teniendo nuestra alma para atender o realizar la particular “llamada” para la realización de nuestro “ser más profundo”, de nuestra vocación.
La vocación, este aspecto singular que busca desplegar nuestra alma, se manifiesta en nuestros talentos, en las necesidades más apremiantes, en aquello que clama expresarse y que quizás hemos dejado de lado por burlas o por no acomodarse a nuestros planes consientes. La vocación puede o no coincidir con una profesión. Hillman resalta que por ejemplo hay personas que han nacido para la “amistad” o para aspectos que no son los suficientemente valorados por no ser productivos en nuestra sociedad.
La concepción del destino, según como se aborde puede ser una idea tóxica, paralizante, inhibidora de la acción, pero desde la perspectiva hillmaniana es una idea creativa y estimulante. Así, para Hillman el “captar los guiños furtivos del daimón” es un acto de pensamiento y de reflexión, de ver más allá de las apariencias, de profundizar en el fondo de los acontecimientos, requiere de un razonamiento minucioso. Por su parte considera que el fatalismo, es un estado de abandono de la reflexión, que explica la vida como un todo desde una amplia generalidad. El fatalismo, resalta Hillman, no plantea preguntas, y consuela ya que esgrime de la necesidad de examinar cómo se articulan los acontecimientos.
La psicoterapia junguiana y el daimón
La psicoterapia junguiana promueve el diálogo con nuestro propio “daimón” como símbolo de un factor que opera en nosotros y nos conduce a ser lo que siempre hemos sido, a desplegar nuestra mejor versión. Solo podernos sentirnos verdaderamente satisfechos cuando escuchamos a nuestro daimón, que nos cuida, en ocasiones nos abofetea, destruye nuestros planes, facilita encuentros, nos presenta oportunidades.
Se retoma el mito de la bellota en la psicoterapia junguiana, también en el sentido de que al igual que la bellota posee una sabiduría que le permite construir los tejidos, las hojas y los frutos del árbol de roble; el individuo posee una “sabiduría” para desarrollar su propia singularidad y potenciales. La psicoterapia junguaina no pretende cambiar una persona ni adaptarla a lo socialmente aceptado, como no se le puede pedir a un árbol de manzanas que de peras. Lo que se pretende entonces es aportar las mejores condiciones para que cada persona despliegue sus singulares frutos. No se puede intervenir en una semilla para que sea lo que no es, sino fomentar su propia potencialidad.
La psicología junguiana al referirse a dioses, daimones, alma, ser profundo, etcétera, no está presuponiendo la existencia de entidades metafísicas, ni reflexionando sobre su naturaleza, lo cual es ámbito de la teología u otras áreas del conocimiento. En el contexto de la psicología analítica, dichos términos deben ser concebidos como conceptos relativos a imágenes o factores psíquicos, que es posible observar en la práctica clínica, así como en manifestaciones simbólicas presentes en mitologías y expresiones artísticas de diferentes lugares y tiempos. La psicología analítica hace uso de la observación y reflexión fenomenológica para la compresión de fenómenos psicológicos, así como para la aplicación de dichos conocimientos, como método terapéutico encaminado el bienestar y la salud mental de las personas.
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