Realmente, si nos pusiéramos a pensar sobre un artista del siglo XVIII famoso en toda Europa, tendríamos que nombrar a Élisabeth Vigée Lebrun (1755-1842). Porque en vida, esta pintora francesa fue conocida en todo el territorio europeo, y la solicitaron como retratista las más insignes familias aristocráticas y los intelectuales más notables de la época. Su fama llegó hasta la recóndita Rusia, donde se instaló durante seis largos años, que fueron extraordinariamente productivos.
¿Por qué, entonces, si el nombre de Vigée Lebrun era tan conocido, apenas aparece en las enciclopedias de arte? Su condición de mujer tiene mucho que ver con esto. Y es que, a partir del siglo XIX, las artistas femeninas fueron vilmente silenciadas por la historiografía oficial, hasta el punto de que muchas de ellas son hoy en día casi desconocidas.
En el artículo de hoy hablamos de la vida de la que fue pintora preferida de la reina María Antonieta, cuya amistad provocó, precisamente, que tuviera que huir con precipitación de Francia al estallar la Revolución. Hablamos de Élisabeth Vigée Lebrun, la gran pintora francesa.
Breve biografía de Élisabeth Vigée Lebrun, la pintora más cotizada del siglo XVIII
La obra que Élisabeth Vigée Lebrun dejaría a la posteridad está a la altura de nombres ilustres del siglo XVIII, como Fragonard o Gainsborough. De hecho, la pintora ganó por sus cuadros más de lo que ganaban estos compañeros masculinos.
Tras el estallido de la Revolución, la artista se vio obligada a iniciar un peregrinaje por las cortes europeas del momento, pues debido a su amistad con la reina María Antonieta le era imposible regresar a Francia. En todas y cada una de ellas realizó numerosos encargos, tanto de miembros de las grandes casas reales como de la pequeña nobleza, así como de literatos y pensadores.
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Un taller propio con sólo quince años
El estilo de Vigée Lebrun era dulce e íntimo. Nació en plena Ilustración, cuando todavía se respiraban en el arte los ecos del galante estilo rococó. Hija del modesto pintor Louis Vigée, miembro de la Academia de San Lucas de París, y de su esposa, Jeanne Maissin, el talento precoz de la niña resulta ya evidente a los once años, cuando, tras salir del internado donde ha realizado sus estudios, empieza a recibir nociones de pintura de la mano de su padre.
La muerte del progenitor poco tiempo después la sume en la tristeza, puesto que Élisabeth siempre estuvo muy unida a su progenitor. Para complicar más la situación, la madre, Jeanne, se vuelve a casar casi inmediatamente con un tal Jacques-François Le Sèvre, forzada por la situación económica en la que han quedado tras la muerte del padre de Élisabeth. La joven nunca conseguirá tener una relación cordial con su padrastro, que tiene fama de tener un carácter rudo e irascible.
Una jovencísima Élisabeth abre su propio taller de pintura a los quince años. Su precocidad no sólo está espoleada por las enseñanzas de su padre, sino también por su habilidad innata con la pintura. Élisabeth es, como suele suceder (especialmente en el caso de las mujeres) prácticamente autodidacta. Por desgracia, el tan prometedor taller es finalmente embargado, puesto que la pintora carece de licencia para ejercer.
Durante esos años, sin embargo, la joven artista ya se ha hecho con una notable cartera de clientes, en su mayoría burgueses y miembros de la pequeña nobleza parisina. Los beneficios que le reporta su trabajo son tales que la muchacha es completamente autónoma e independiente, algo verdaderamente inusual en aquellos años. Por aquel entonces, el padrastro de Élisabeth se había retirado, y la familia muda de residencia. Uno de los vecinos del nuevo edificio es Jean-Baptiste-Pierre Lebrun (1748-1813), marchante de arte y pintor aficionado, que pronto se siente atraído por el encanto de la joven artista.
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La pintora favorita de la reina
A pesar de que Monsieur Lebrun parece un partido más que notable (su supuesta fortuna impresiona vivamente a la madre de Élisabeth, que desea que su hija se case tal y como se espera de una muchacha de su edad), la joven pintora no parece muy inclinada a aceptar las proposiciones del marchante. Tal y como declaró más tarde en sus Memorias, Élisabeth se ganaba la vida muy bien con sus pinturas y no necesitaba pasar por el requisito social del matrimonio. Con todo, acabó cediendo a los deseos maternos, no sabemos si por amor a Lebrun o simplemente para huir de la casa familiar y de los gritos de su siempre odiado padrastro.
Jean-Baptiste y Élisabeth se casan en 1776, cuando la joven acaba de cumplir veintiún años. Las colecciones de arte que atesora el marchante y que la artista copia con gran devoción le son de gran utilidad para practicar su pintura. Poco después de la boda, Élisabeth es llamada por primera vez a Versalles; su obra ha interesado a la reina. Ese será el inicio no sólo de una profusa carrera como retratista real, sino también de una profunda amistad que, después de 1789, traerá graves consecuencias a la artista.
En sus Memorias, Vigée Lebrun deja testimonio de la buena impresión que le causó la reina durante su primer encuentro. De ella destaca su hermosura y su voz, así como su porte y su elegancia. Nada hay en la descripción de Élisabeth que nos recuerde a la frívola Madame Déficit denostada por sus enemigos, por lo que podemos pensar que la verdadera personalidad de la reina es mucho más compleja de lo que nos han hecho creer.
Uno de los retratos más famosos que Élisabeth realizó de María Antonieta es uno ejecutado en 1783, donde la soberana aparece con una chemise, es decir, un tipo de vestido, mucho más liviano y cómodo, que ella misma había puesto de moda en la corte. El atuendo encajaba mucho mejor con la corriente ilustrada de la época y las enseñanzas de Rousseau, que instaban a volver a la naturaleza y a vivir con comodidad y sencillez. Por descontado, el retrato fue duramente criticado por su “descaro”, y Élisabeth tuvo que pintar de nuevo a la reina con un atavío más adecuado para su posición.
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Vientos revolucionarios
En contraste con el despegue y la consolidación de su carrera profesional, la vida conyugal de Vigée Lebrun no hace más que decaer. Su matrimonio con Jean-Baptiste se enturbia a causa de la adicción al juego del marido, que gasta en apuestas todo lo que la artista gana con su esfuerzo. Entretanto, en febrero de 1780 viene al mundo Julie, la única hija del matrimonio, que se convertirá en la pasión más ferviente de Élisabeth y que plasmará en multitud de obras, dejando así testimonio de la niñez y la juventud de su hija.
Élisabeth Vigée Lebrun fue lo suficientemente inteligente como para poner pies en polvorosa antes de que los vientos revolucionarios fueran demasiado impetuosos. Ella sabía que su íntima amistad con la reina podría traerle problemas una vez iniciada la Revolución, por lo que en 1789 se encamina a Italia, donde se instala en varias ciudades a la espera de que amainen los tiempos. Consigo se lleva a su adorada Julie, que en adelante la acompañará en todos sus periplos.
Sin embargo, el viento de la Revolución no se calma; al contrario, crece cada vez más y amenaza con destruirlo todo. Su antigua valedora es guillotinada en 1793; Élisabeth se da cuenta entonces de que no puede ya regresar a Francia. La Asamblea la ha puesto en la lista negra de los llamados émigrés, es decir, todos aquellos que han huido de Francia por motivos políticos. Desde París, su marido hace todo lo posible para limpiar su nombre, pero es en vano. Finalmente, en 1794, en pleno Terror, se ve obligado a divorciarse de su esposa. La sentencia se ratifica el 3 de junio.
Europa a sus pies
El destierro de Élisabeth dura nada menos que doce largos años, durante los cuales pierde sus derechos como ciudadana francesa. A pesar de la amargura de hallarse lejos del hogar, el exilio resulta altamente beneficioso para su carrera artística, pues todas las cortes europeas le abren los brazos. Los nobles y las casas reales se pelean para que Vigée Lebrun los pinte, cosa que ella hace con gusto, con su pincelada luminosa y amable que une el viejo estilo galante con los nuevos tiempos de gusto neoclásico.
Es gracias a este aluvión de encargos que la pintora puede costear sus gastos en el extranjero. Siempre acompañada de su hija, en 1795 llega a Rusia, donde se establecerá durante seis años y a la que la artista llegará a considerar como su segundo hogar.
En 1800 se produce la inesperada separación de su hija querida. Julie se ha enamorado de Gaetan-Bernard Nigris, secretario del director de los Teatros Imperiales de San Petersburgo y, en contra de los deseos de su madre, los dos jóvenes se casan y se instalan en Rusia. Mientras, en Francia ha triunfado el imperio napoleónico y el Gran Corso autoriza a Élisabeth a regresar. La pintora pone de nuevo el pie en París en 1802, exactamente doce años después de su partida.
Sin embargo, el regreso al que fue su hogar no impide a Vigée Lebrun seguir viajando. En 1803 se encuentra en Inglaterra, donde retrata nada menos que al poeta Lord Byron. Al año siguiente, Julie y su esposo vuelven también a Francia, para alegría de la madre. Por aquellos años, Élisabeth ha adquirido una hermosa casa en el campo, en Louveciennes, donde se retira a menudo para huir del bullicio de París.
La década de 1810 es realmente aciaga para la artista. En 1813 muere Monsieur Lebrun, su exmarido, hacia quien Élisabeth guardaba todavía un entrañable cariño. Por otro lado, en agosto de 1820 su hermano Étienne, con quien siempre había estado muy unida, fallece a su vez. Pero el golpe más duro tiene lugar en diciembre de 1819: después de una dura y extraña enfermedad, Julie, la adorada hija, se va de este mundo con solo treinta y nueve años. A partir de entonces, será Caroline, la hija de Étienne, quien acompañará a la desconsolada madre en sus últimos años de vida.
Élisabeth Vigée Lebrun falleció en 1842, cuando su obra había caído ya prácticamente en el olvido. Antes de marchar, sin embargo, dejó para la posteridad unas excelentes memorias, que ella llamó Souvenirs ("Recuerdos"), en las que relata toda su vida, desde su formación en el taller de su padre hasta sus últimos tristes años, pasando por su periplo europeo. Un periplo durante el que Élisabeth Vigée Lebrun tuvo a toda Europa a sus pies.