Los cuentos infantiles de Hans Christian Andersen son conocidos en todo el mundo, a menudo gracias a las versiones que ciertas productoras cinematográficas han hecho de ellos. Sin embargo, no siempre se mantienen las historias; en numerosas ocasiones se cambia el final desdichado del cuento por algo más feliz. Y es que, como veremos, no todos los cuentos de este escritor danés terminan bien…
El patito que ha sido rechazado por sus hermanos descubre, al final del cuento, que es un cisne. Pero la sirenita, enamorada de un príncipe humano, se convierte en espuma del mar tras ver su amor no correspondido. Y la pequeña cerillera, que vive sumida en la más completa pobreza, fallece a merced del frío…
Tras las historias de Andersen se esconden, en realidad, datos biográficos del autor, que no tuvo precisamente una infancia feliz. En La pequeña cerillera, el escritor reproduce la pobreza de sus días infantiles; en El patito feo, el rechazo que vivió en la escuela por parte de sus compañeros; y en La Sirenita, el autor está probablemente reflejando sus continuos desamores.
Breve biografía de Hans Christian Andersen, el gran escritor de cuentos infantiles
Muchos de ellos salieron directamente de la imaginación del escritor, pero otros son reproducciones de cuentos orales que había escuchado en su infancia. El folklore popular es para Andersen, como lo fue para Charles Perrault o los hermanos Grimm, una fuente valiosísima para sus historias.
La madre de nuestro protagonista, Anne Marie Andersdatter, era una lavandera casi analfabeta que, antes de casarse con el padre de Hans, había tenido que mendigar para subsistir. El escritor no olvidaría nunca los cuentos que su madre le contaba antes de dormir, extraídos de la tradición oral danesa. Por otro lado, el padre, Hans Andersen, tenía, a pesar de ser un humilde zapatero, una más que correcta colección de libros, con los que el pequeño Hans Christian empezó a soñar.
El “patito feo” danés
Cuando Hans Christian nació, en abril de 1805, su madre le llevó a una adivina de la localidad para que le predijera el futuro. La vidente fue concisa y clara al declarar que el niño tendría un gran éxito, aunque no especificó en qué campo.
La infancia que pasó el pequeño Hans en Odense, su ciudad natal danesa, no fue para nada exitosa. Su físico poco agraciado y su retraimiento, así como su perenne ensoñación, le valieron la burla cruel de los otros niños, que Hans encerró en su interior como una herida que nunca terminó de cerrarse.
De hecho, es bien sabido que, de adulto (y paradójicamente), el gran autor de cuentos infantiles tenía cierta fobia a los niños, que no quería para nada a su lado. Quizá este miedo era un resto de aquel padecimiento que tuvo que sufrir en su más tierna infancia, quién sabe.
En todo caso, aquel “patito feo” danés estaba tremendamente dotado para la poesía y la música. De hecho, el canto era su gran pasión; Hans tenía una hermosa voz que, más tarde, ya como escritor famoso, utilizó para leer sus historias y atraer al público.
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Entre bambalinas
Cuando su padre falleció, Hans tenía solo once años. Ante la pobreza de la familia y la imposibilidad de mantenerse sin el progenitor, el adolescente tuvo que abandonar la escuela y ponerse a trabajar.
Tres años más tarde, con catorce ya cumplidos, parte hacia Copenhague para probar suerte en la escena, que le atrae irremediablemente. Sus primeras actuaciones le granjean éxito, pues su voz es verdaderamente hermosa. Sin embargo, al cambiar la voz con la pubertad (otros dicen que su voz se resintió por el frío de las estancias donde malvivía), el camino del canto se le cierra para siempre.
Hans prueba entonces suerte con su otra pasión: el teatro. En esos años de juventud escribe algunas obrillas, que pasan sin pena ni gloria, e intenta ser actor. De nuevo, sin éxito. Los laureles vaticinados por la pitonisa se resisten.
A pesar de todo, parece ser que el “patito feo” danés tiene cierto atractivo, pues pronto algunos personajes poderosos se empiezan a fijar en él. Es el caso de Jonas Collin, el entonces director del Teatro Real de Copenhague que, además de patrocinar su carrera, se convertirá en uno de sus amigos más cercanos. Apadrinado también por (nada menos) que el rey Federico VI de Dinamarca, el joven Hans puede cursar estudios superiores.
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Primeros pasos como escritor
En 1827, un joven Hans Christian de veintidós años publica su primer poema, El niño moribundo, que tiene bastante éxito. Algunos años más tarde aparece El improvisador (1835), su primera novela, que también le depara cierto renombre. Hans ha encaminado sus pasos hacia la literatura, pero todavía no ha escrito ningún cuento.
Pero lo hará. Vaya si lo hará. Nada menos que 168 cuentos escribiría el danés en toda su carrera; cuentos que incluyen títulos memorables como El patito feo (1843), inspirada en la burla que recibió en su infancia; El traje nuevo del emperador (1837), El soldadito de plomo (1838) o La Sirenita (1837). Pronto, sus historias infantiles alcanzan un tremendo éxito (el mismo que le había augurado la adivina), y Hans Christian Andersen empieza a ser conocido en toda Europa.
Incansable y curioso viajero
Una Europa que, por cierto, el escritor desea conocer. Otra de las pasiones de Andersen es viajar, por lo que, cuando empieza a ganarse bien la vida con sus cuentos, inicia una serie de tours por el continente que lo llevan a visitar Alemania, Italia, Inglaterra (donde conoce a Charles Dickens, del que se hace amigo) y, por supuesto, España, la tierra que siempre ha deseado ver.
Lo cierto es que nuestro escritor se había dejado llevar por los tópicos del momento, espoleados por un Romanticismo en auge. Andersen quiere conocer la España exótica y “medio oriental”, repleta de hermosas mujeres morenas y singulares bandoleros a caballo. Cuando, al fin, llega a Barcelona (tras un tortuoso viaje en diligencia), quizá la realidad decepciona a su exaltada imaginación. Porque, a pesar de que lo que ve le gusta, nada encuentra que se parezca a esa España idealizada que se han encargado de promocionar autores como Merimé o Hugo.
De cualquier manera, de Barcelona dice que es “majestuosa”; de Sevilla, “la reina de las ciudades”, y de San Sebastián, última parada de su viaje antes de regresar a su patria, comenta que es “genuinamente española”. La única urbe que parece decepcionarlo es Madrid, que no considera “suficiente” para ser la capital. A excepción, claro está, del Prado, que le fascina.
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Una vida llena de desamor
La vida amorosa de Andersen no fue para nada satisfactoria, tal y como se refleja en cuentos como El soldadito de plomo o La Sirenita. Parece ser que fue bisexual, pues se sintió atraído por hombres y por mujeres.
Uno de sus amores platónicos fue la cantante de ópera Jenny Lind, a la que dedicó el cuento El ruiseñor (1843). También se enamoró de la hermana de un compañero de clase, una tal Riborg Voigt, que al parecer inspiró el personaje de la bailarina del Soldadito.
Una de sus relaciones más largas fue la que mantuvo con el bailarín Harald Scharff (1836-1912), que le deparó increíbles momentos de felicidad, según su propio testimonio. Cuando el bailarín lo abandonó en 1863, Andersen se sumió en la tristeza.
El autor de cuentos que tenía fobia a los niños
La mayoría de los coetáneos coinciden que Andersen era un ser peculiar. Tímido y retraído, extraordinariamente sensible, nuestro escritor escondía demasiado sufrimiento en su interior para mostrarse como los demás hombres. Era increíblemente excéntrico; su amigo Charles Dickens, tras convivir con él cinco semanas (había invitado al escritor a su casa inglesa), le pidió amablemente que se fuera, pues no lo soportaba más…
Parece ser que sufría varias fobias; entre ellas, a los perros, a los incendios y, sobre todo (y es lo que resulta más chocante) a los… ¡niños! Sí, el gran creador de historias infantiles no podía soportar a los niños cerca de él. Pero no era disgusto, sino más bien miedo, lo que le hacía rehuir su compañía. Puede que las burlas crueles de sus compañeros de escuela resonaran todavía con demasiada fuerza en su interior.
En todo caso, Andersen consiguió, con sus historias, hablar a los niños en su propio idioma. El hombre que tenía fobia a los niños, en el fondo, los comprendía a la perfección.
Hans Christian Andersen falleció en 1875, presumiblemente de un cáncer de hígado, aunque en 1872 había sufrido una caída de la cama que lo había dejado bastante dañado. Con él se iba uno de los mayores narradores de la literatura. Dicen que, cuando dejó establecido qué marcha fúnebre se debería tocar en su funeral, pidió que su ritmo fuera suficientemente lento para que los pequeños pasos de los niños pudieran seguirla. El autor preveía que los chiquillos asistirían a su entierro y despedirían al que les había puesto voz.
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