Cuentan que la escalofriante historia de Jekyll, el doctor obsesionado con la psique humana, y Hyde, su monstruo escondido, se le ocurrió a Robert Louis Stevenson una fría y terrible noche de invierno, cuando, presa de la fiebre, tuvo inquietantes pesadillas. Corría el año 1885; Stevenson ya era un autor consagrado gracias a su Isla del Tesoro, la novela de aventuras que lo había lanzado a la fama apenas dos años antes.
La tuberculosis que el escritor arrastraba desde su más tierna juventud era la causante de su alarmante declive físico. De hecho, sólo viviría nueve años más: se fue de este mundo en diciembre de 1894, cuando acaba de cumplir los cuarenta y cuatro años. Eso sí, dejaba tras de sí un universo de terror y fantasía que haría las delicias de niños y adultos y que lo elevaría a la cima de la literatura universal.
Breve biografía de Robert Louis Stevenson, el autor de Doctor Jekyll y Míster Hyde
A pesar de que su afición por la escritura se remontaba a su infancia, Stevenson no tuvo siempre claro que quería dedicarse a la literatura. Primero intentó seguir los pasos de su padre y convertirse en ingeniero; luego, cuando vio que esto no le satisfacía, emprendió la carrera de leyes.
Se licenció en 1876, pero nunca llegó a ejercer. La literatura le quemaba en las venas, especialmente desde que su padre costeara una modesta edición de su primera obra, Pentland Rising, sólo para satisfacer los deseos de su hijo adolescente. Se trataba de una novelita de apenas 22 páginas, escrita al más puro estilo de Sir Walter Scott, el otro gran ilustre escocés. Robert Louis Stevenson todavía tenía mucho camino por recorrer.
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El muchacho de Edimburgo que leía a Walter Scott
Robert Louis Stevenson nació en la capital de Escocia un frío noviembre de 1850. Sus padres, Thomas y Margaret Stevenson, pertenecían a una modesta clase burguesa, puesto que Thomas era abogado e ingeniero especializado en la construcción de faros. Robert era su único hijo, por lo que la familia deseaba que siguiera los pasos del padre. Sin embargo, las inquietudes literarias del pequeño Robert hacían presagiar que su destino sería muy diferente.
A pesar de su inclinación por las letras, el joven Stevenson se pliega al deseo paterno y se matricula en la universidad para estudiar ingeniería. Pronto se da cuenta de que aquel no es su camino, y se decanta entonces por la carrera de leyes, aparentemente más cercana a su vocación. En 1876 logra terminarla, pero nunca ejercerá de abogado. De hecho, no podrá desprenderse económicamente de su padre hasta que coseche su primer (tremendo) éxito con su fantástica novela de aventuras La isla del tesoro (1883).
Como la mayoría de sus contemporáneos, Robert adoraba a Sir Walter Scott, el otro gran escocés de alcance internacional. Atraído por sus novelas de corte histórico (Ivanhoe, Rob Roy, El pirata), a los dieciséis años un adolescente Stevenson se propone emular a su héroe y escribe su primera obra. Ya hemos mencionado que el librito tenía apenas 22 páginas y que su padre corrió con los gastos de la edición de cien ejemplares solo para dar gusto a su retoño.
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Una incipiente tuberculosis
Lo que Thomas Stevenson no podía sospechar es que aquello era tan sólo la primera semilla. Una semilla que, con el tiempo, daría abundantes frutos y pondría el nombre de su hijo a la par de su tan admirado Scott. De momento, el joven Stevenson es un muchacho de veintiséis años recién salido de la universidad que no desea emplearse como abogado. No solo eso; desde hace algunos años arrastra una incipiente tuberculosis que el clima húmedo y frío de Edimburgo no hace sino empeorar. Los médicos le recomiendan, pues, que viaje a territorios más cálidos.
Ávido de aventuras (las mismas que ha leído tantas y tantas veces en sus novelas preferidas) Stevenson cruza el canal y viaja por el continente. Le atrae especialmente Francia, con su incesante actividad literaria y artística. En realidad, el joven no hace más que dar tumbos; de Edimburgo conoce los lugares y las compañías más sórdidas, y en Francia también deambulará sin rumbo fijo y a gastos pagados. Nada hace presagiar, pues, que ese muchacho raquítico de mirada perdida va a ser uno de los escritores más conocidos de su época.
Pero es precisamente en Francia, cerca de Fontainebleau, donde la vida de Stevenson da un giro radical. En 1876 conoce a Fanny Matilda Van de Grift, Fanny Osbourne por su apellido de casada, una atractiva mujer diez años mayor que él con la que parece complementarse a la perfección. La joven está en plenos trámites de divorcio de su marido y, además, tiene dos hijos (el tercero había ya fallecido en aquella época). Podemos imaginar, pues, cómo sentó la noticia a los padres de Robert Louis Stevenson.
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Fanny Osbourne, la fuerza vital
La familia de Robert se opone, pues, a la relación. Se trata de una situación complicada, puesto que el joven depende económicamente de su padre. En el ínterin, Fanny regresa a los Estados Unidos, donde tiene que seguir con los trámites de la separación, y deja a un apesadumbrado Robert en Escocia tratando de aclarar sus ideas.
Finalmente, triunfa el amor. Robert necesita estar con Fanny; no se imagina la vida sin ella. Como sus padres no están dispuestos a pagarle el pasaje a América, el futuro escritor ahorra todo lo que puede, hasta que está en condiciones de partir.
Lo único que tiene de su amada es una dirección en California; así, como si de una de sus novelas se tratara, Robert parte a encontrarse con ella. Cruza el Atlántico y luego, una vez en tierras americanas, emprende un nuevo viaje por tierra salpicado de obstáculos y problemas hasta la costa oeste. Cuando por fin alcanza su destino, es el año 1879, y Fanny está ya divorciada.
Nada les va a volver a separar. Fanny se convierte en su faro, en su guía, en su apoyo indispensable a la hora de crear y vivir. La joven le da consejos literarios, pero también lo cuida cuando los ataques de tos y de fiebre son excesivos y Stevenson se queda postrado en cama. La pareja, que convive con los hijos de Fanny (con los que Robert siempre tendrá una excelente relación) contrae matrimonio en 1880.
“¿A que no eres capaz de escribir una novela…?”
Aunque había publicado algunos escritos (especialmente, diarios de sus viajes), en 1883 Stevenson no había publicado todavía ninguna novela. Lloyd Osbourne, uno de los hijos de Fanny, se aburría en uno de los típicos días lluviosos escoceses (la familia había regresado a Escocia para tratar de hacer las paces con el padre de Robert). Fue entonces cuando, al parecer, el niño le preguntó a su padrastro si se veía capaz de escribir una novela.
La pregunta pilló a Robert por sorpresa, pero no por ello se amilanó. Complacido, aceptó el “desafío” del pequeño, y se puso manos a la obra. Así es como se gestaría La isla del tesoro (Treasure Island), destinada a convertirse en uno de los grandes clásicos de las historias de piratas. Sus personajes inolvidables (John Long Silver y su loro y el pequeño Jim, inspirado directamente en Lloyd) han entusiasmado a millones de lectores desde su publicación, primero por entregas, y luego, en 1883, en formato libro.
Había costado que el escritor compusiera su primera novela, pero después de La Isla del tesoro llegarían muchísimas más: La flecha negra (Black Arrow), publicada en 1888 y ambientada en la Guerra de las Dos Rosas; Secuestrado (Kidnapped), de 1886, y El señor de Ballantrae (1888).
En 1885 había visto la luz el que probablemente era el relato más personal y autobiográfico del autor: Doctor Jekyll y Míster Hyde, una novela tan íntima y oscura que Fanny, su esposa, recomendó no publicar. Así, el primer manuscrito de Jekyll y Hyde se perdió, posiblemente pasto del fuego.
Nunca sabremos cuál fue la idea original de Stevenson. “Solo” conservamos la edición definitiva, que el escritor tuvo que componer en tres días por presión del editor. Y decimos “solo” entre comillas porque se trata, sin duda, de una obra maestra del género de ciencia-ficción, que consagró definitivamente a su autor.
Tusitala, “el contador de historias”
Mientras la fama de Stevenson crecía, también lo hacía su enfermedad. A finales de la década de 1880 la tuberculosis estaba demasiado avanzada; tanto, que el matrimonio pensó en un nuevo viaje para alejarse del inhóspito clima escocés. Esta vez, sin embargo, no irían al continente. Esta vez marcharían mucho más lejos, hacia la Polinesia.
Fue la hermosa y exuberante tierra de Samoa la última que vieron los ojos cansados de Robert Louis Stevenson. Allí recalaron en 1890, y allí vivirían los cuatro últimos años de vida del escritor. Durante su estancia, Stevenson solía narrar a los nativos historias emocionantes que emergían de su alma de escritor, por lo que aquellos pasaron a llamarle Tusitala, “el contador de historias”.
Robert Louis Stevenson falleció el 3 de diciembre de 1894, cuando acababa de cumplir cuarenta y cuatro años. Fue enterrado en Samoa, en las faldas del Monte Vaea, la tierra que le dio paz durante sus últimos años. En 1914, las cenizas de Fanny, la mujer que tanto amó, fueron depositadas a su lado.