En 1873, Heinrich Schliemann, arqueólogo prusiano, estaba excavando en la zona de Hisarlik, actual Turquía. La idea que lo empujaba estaba en su cabeza desde que era un niño: encontrar la mítica Ilión, la Troya cantada por Homero en su Ilíada, el poema épico que lo había acompañado desde su más tierna infancia.
En una de las jornadas de trabajo, el equipo de Schliemann descubrió un tesoro de valor incalculable: un compendio de brazaletes, anillos, pulseras, diademas y otros objetos que el arqueólogo bautizó en seguida como el “tesoro de Príamo”, el legendario rey de Troya. Pero ¿pertenecían realmente a Troya los restos encontrados por Schliemann?
En esta biografía de Heinrich Schliemann os invitamos a un apasionante viaje por la vida de este aventurero y arqueólogo, que llegó a hablar nada menos que 15 idiomas y cuya vida estuvo marcada por la obsesión que sentía hacia la Grecia antigua.
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Breve biografía de Heinrich Schliemann
Heinrich Schliemann nació el 6 de enero de 1822 en Neubukow, actual Alemania. Fue uno de los nueve hijos del pastor protestante Ernst Schliemann y su esposa Teresa Louise Sophie. El padre era un alcohólico y maltrataba constantemente a su mujer, por lo que el pequeño Heinrich vivió una infancia tormentosa. Cuando contaba solo con nueve años, su madre falleció por complicaciones en su noveno parto, y Ernst se desentendió definitivamente de sus retoños. Los niños pasan entonces al cuidado de unos tíos.
Sin embargo, en medio de esta infancia gris, se encendió una luz que lo acompañaría durante toda su vida: su pasión por la antigua Grecia. Esta pasión se le despertó a los 7 años; según cuenta en su Autobiografía, publicada en 1869, en la Navidad de 1829 su padre le regaló la Historia Universal para los niños, una obra que por aquel entonces se consideraba adecuada para la instrucción histórica de los pequeños. A Schliemann le impresionó especialmente el grabado que representaba a Eneas, el héroe de Troya, escapando del incendio de la ciudad con su anciano padre Anquises a la espalda.
Más tarde, y cuando ya estaba trabajando en una tienda para ganarse el pan, escuchó asombrado cómo un cliente borracho recitaba a Homero en griego. El mismo Schliemann confiesa que no comprendió ni una palabra, pero que aquella noche recordó los relatos homéricos que le narraba su padre, y que entonces deseó con todas sus fuerzas poder llegar a aprender, algún día, el idioma de Homero.
Su época de juventud
Las continuas horas de trabajo en la tienda no dejaban al joven Schliemann tiempo para dedicarse a lo que más le gustaba: el estudio. Decidido a amasar una gran fortuna para poder entregarse a su pasión, partió a Venezuela en busca de una nueva vida. Sin embargo, la mala suerte le perseguía. Su barco naufragó frente a las costas de los Países Bajos; Schliemann y unos compañeros se salvaron de milagro subiéndose a unos botes salvavidas, que les dejaron sanos y salvos en la costa.
Pero nada representaba un serio obstáculo para el incombustible Heinrich Schliemann. Un poco más tarde lo encontramos en Hamburgo, donde trabaja en una oficina comercial sellando letras de cambio y llevando el correo. Su situación laboral parece no haber cambiado demasiado, ya que los horarios siguen siendo infernales, pero Schliemann consigue sacar tiempo para estudiar. A los 22 años, el joven habla ya siete idiomas, que aumentarían hasta la asombrosa cifra de quince apenas diez años después.
El Schliemann empresario
Su éxito con las lenguas le abre las puertas para dedicarse a varios negocios, que empiezan a reportarle una gran fortuna. Negocios turbios, podríamos decir; porque Schliemann no tiene ningún reparo a la hora comerciar con armas y productos de estraperlo, aprovechando el bloqueo comercial que supone la Guerra de Crimea (1853-1856).
Sea como fuere, poseedor ya de una inmensa fortuna, en 1866 se instala en París con Ekaterina Petrovna Lishin, con la que se había casado cuatro años antes, e inicia en la Sorbona sus estudios de Ciencias de la Antigüedad y Lenguas Orientales. Solucionado el tema económico, que durante tantos años fue su principal meta, la viva curiosidad de Schliemann puede ya centrarse en su eterna pasión: la Grecia antigua.
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El “método Schliemann”
¿Cómo pudo Heinrich Schliemann aprender tantos idiomas en tan poco tiempo? Ya hemos dicho que, a los 33 años, dominaba nada menos que quince idiomas, entre los que se cuentan el ruso, el griego y el árabe. Está claro que partió de una mente privilegiada como pocas, pero también es cierto que Schliemann desarrolló un método propio de aprendizaje que, sorprendentemente, sigue estando vigente en la actualidad.
Encontramos el primer testimonio de este método en el prólogo de Ítaca, el libro que escribió en 1869. Más tarde, lo recupera en su Autobiografía. Según Schliemann, su método se basaba simplemente en “leer mucho en voz alta, no hacer traducciones, dedicarse una hora cada día, anotar siempre elaboraciones sobre temas que nos interesen, mejorándolos bajo la supervisión del profesor, y memorizando y recitando al día siguiente lo que mejoraste y recitaste el día anterior”. En pocas palabras, Schliemann era un auténtico autodidacta.
El “método Schliemann” se hizo tremendamente popular. En 1891 aparece Método Schliemann para el autoaprendizaje de la lengua inglesa, al que siguieron dos ediciones más, una en 1893 y otra en 1910. Stefanie Samida recoge, en su texto El método Schliemann para el autoaprendizaje de idiomas, el artículo que el editor del libro, Paul Spindler, publicó el 3 de enero de 1891, donde dice que “Schliemann aprendió griego leyendo a Homero. Lo que puede hacer un individuo se puede aplicar a la instrucción masiva; esto se puede aplicar a la instrucción escolar”. En otras palabras, Spindler pedía que se introdujera el “método Schliemann” en las escuelas alemanas.
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Grecia, siempre Grecia
Canta, oh diosa, la cólera del pélida Aquiles; cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos y precipitó al Hades muchas almas valerosas de héroes, a quienes hizo presa de perros y pasto de aves…
Así comienza uno de los relatos épicos más famosos de todos los tiempos: la Ilíada, escrita supuestamente por el poeta griego Homero en el siglo VIII a.C. Decimos “supuestamente”, porque la verdad es que no nos ha quedado ninguna constancia de este autor más allá de las referencias vagas que nos brindan algunos autores. Así, Heródoto, en sus Historias, sitúa al poeta en el año IX a.C, lo que lo convertiría en más o menos contemporáneo de la guerra Troya.
En la actualidad se pone en duda la existencia del poeta, y algunos historiadores sostienen que, en realidad, Homero nunca existió, y que es el nombre bajo el que se recoge por escrito una tradición oral muy antigua. Sea como fuere, no cabe duda de que la Ilíada y la Odisea son los dos grandes relatos épicos de la civilización occidental, que han fascinado a artistas y escritores desde tiempos inmemoriales.
Heinrich Schliemann estaba convencido de que la Troya que cantaba Homero había existido, y que solo bastaban los textos homéricos para encontrarla. Por supuesto, la obstinación del ya arqueólogo (se había doctorado en 1869) fue duramente desacreditada por sus colegas. ¿Cómo se podía establecer un poema épico de dudosa rigurosidad histórica como base para unos estudios serios de arqueología? Pero, a estas alturas, nos queda ya claro que la obstinación de Schliemann a la hora de perseguir sus sueños era tan dura como las críticas que recibía. Efectivamente, en 1868 lo encontramos ya en Grecia, explorando el territorio.
Al año siguiente, el mismo en que recibe el doctorado, se divorcia de Ekaterina y se casa con Sophia Engastromenos, una joven griega 30 años más joven que él. El rostro de esta mujer ha quedado inmortalizado para la posteridad en la célebre fotografía de 1873, en la que luce las joyas del tesoro de Príamo, como si de una nueva Helena se tratara. En 1871 nace la primera hija de la pareja, Andrómaca y, en 1878, Agamenón, nombres que demuestran la obsesión que sentía Schliemann por la épica griega.
Pero ¿descubrió este aventurero indomable la ciudad del canto homérico? ¿Consiguió finalmente hacer callar a todos aquellos que se burlaban de su ingenuidad?
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El “tesoro del rey Príamo”
Su colega Frank Calvert, cónsul británico de los Dardanelos, le había hablado de la posibilidad de que la mítica ciudad se encontrara en Hisarlik, donde él ya había estado excavando con anterioridad. Schliemann no citó nunca a Calvert en sus memorias, a pesar de que fue este quien le sugirió excavar en este territorio. Quizá Schliemann pensó que el hallazgo era demasiado importante como para compartir el protagonismo… Porque fue en Hisarlik donde el equipo de Schliemann encontró (siguiendo métodos que algunos expertos tachan de, como mínimo, dudosos) un tesoro de valor histórico incalculable: copas, anillos, pulseras y diademas, las mismas que lució Sophia en la famosa fotografía, tomada el mismo año del descubrimiento.
Heinrich Schliemann no cabía en sí de gozo: afirmaba que había dado nada menos que con el tesoro de Príamo, el legendario rey de Troya.
Parece ser que el arqueólogo no había abandonado sus métodos poco escrupulosos, ya que, de inmediato, se llevó a Grecia, a escondidas, las magníficas piezas. Este contrabando le valió una severa amonestación del gobierno otomano, que le obligó a pagar una multa por robo de bienes nacionales… genio y figura, ya sabéis.
Cara a cara con Agamenón
La excitación del hallazgo de la supuesta Troya había animado a Schliemann a seguir indagando. En 1876 se hallaba de nuevo en Grecia y excavaba en Micenas, de donde se suponía que procedían los aqueos de la Ilíada, capitaneados por su rey Agamenón. La suerte volvió a estar de parte del arqueólogo: pronto, su equipo descubrió media docena de tumbas reales. En una de ellas (que denominaron tumba V), apareció una máscara mortuoria de oro. Schliemann no cabía en sí de gozo. ¡Había encontrado la máscara funeraria del rey Agamenón!
Pero no, no era el rostro de Agamenón el que Schliemann tenía ante sus ojos. Más tarde se descubrió que la máscara pertenecía a una época muy anterior a la del supuesto rey de Micenas, por lo que la teoría del prusiano caía irremediablemente por los suelos. De cualquier forma, la máscara constituye una de las piezas más importantes de la época arcaica griega, tanto por su calidad técnica como por su deslumbrante belleza. Actualmente se conserva en el Museo Arqueológico Nacional de Atenas y es, sin duda, una de las principales atracciones del museo.
Criticado por unos, alabado por otros
Los trabajos arqueológicos de Schliemann no se detuvieron con el hallazgo de la “máscara de Agamenón”. Durante los últimos años de su vida siguió excavando en diversos puntos de Grecia, en los que realizó hallazgos notables. La muerte le sorprendió cuando regresaba a su querida Atenas, desde París. Una infección severa en el oído, que se le había extendido al cerebro, acababa con su vida el 26 de diciembre de 1890, a los 62 años. Sus restos reposan en un espléndido mausoleo de la capital griega, tal y como él hubiera querido.
Su trabajo como arqueólogo fue duramente criticado ya en vida del propio Schliemann. Y no les faltaba razón a estas críticas, ya que no se puede negar que sus métodos fueron, como mínimo, poco ortodoxos. De hecho, algunas de las intervenciones del equipo de Schliemann (realizadas, según se cuenta, con dinamita) dañaron seria e irreversiblemente algunos de los estratos de las excavaciones. Por otro lado, existen voces que consideran a Heinrich Schliemann el primer arqueólogo moderno. Y, de hecho, las investigaciones posteriores han acabado dándole la razón, al menos en parte. Los trabajos que se han seguido realizando en Hisarlik han sacado a la luz los diversos estratos de una ciudad (nada menos que nueve en total) entre los que, según arqueólogos como Wilhelm Dörpfeld (1853-1940), podría encontrarse la mítica ciudad del poema homérico.
Este arqueólogo formó parte del equipo de Schliemann y continuó sus trabajos tras la muerte de este. Entre 1893 y 1894 descubrió que el estrato llamado “Troya VI” parecía haber sido destruido por un gran incendio. ¿Podía ser esta “Troya VI” la Ilión de Homero?
Como casi todos los personajes de la historia, la vida de Heinrich Schliemann está salpicada de luces y sombras. Es cierto que sus métodos fueron más que discutibles, y es aún más cierto que la fortuna que empleó para sacar adelante sus excavaciones no era fruto de negocios demasiado “limpios”. Pero, por otro lado, su innegable pasión y su constancia extraordinaria merecen, como mínimo, un aplauso. Heinrich Schliemann estará siempre ligado a Troya y a la Ilíada de Homero. Como él mismo dijo en sus memorias: “Doy gracias a Dios porque nunca me ha abandonado la firme creencia en la existencia de Troya”.