Sus contemporáneos le bautizaron como Stupor Mundi, o sea, “el asombro del mundo”. Probablemente, el origen del apodo se encuentra en la actitud excéntrica que el emperador mantuvo durante toda su vida, y también en las diversas ocasiones en que desobedeció las normas y escogió seguir su propio camino. Federico II es, sin duda, uno de los personajes más fascinantes de la Edad Media.
A continuación encontrarás una biografía de este emperador “rebelde”, que puso en vilo al mismísimo papa de Roma.
Breve biografía de Federico II, llamado Stupor Mundi
Su apodo no solo fue debido a su carácter contestatario e impredecible, sino también a su extraordinaria cultura. Ambas cosas asombraban a sus contemporáneos, y no era para menos: Federico II hablaba nueve idiomas (entre ellos, el latín, el italo-normando, el alemán y el árabe) y estaba vivamente interesado en la poesía, hasta el punto de fundar una escuela poética en Sicilia, la patria de su madre. Atractivo, colérico, inteligente, apasionado, gran conversador… muchas cosas se han dicho de este personaje y, probablemente, todas ellas tienen parte de verdad.
Hijo y nieto de emperadores
Federico II pertenecía a la casa de los Hohenstaufen. Su padre era Enrique VI, emperador del Sacro Imperio Romano-Germánico, y su madre, Constanza, era hija del rey de Sicilia. Cuando el niño llegó al mundo, sus padres se encontraban en la ciudad de Iesi, en el centro de Italia. Parece ser que Constanza dio a luz en una tienda, en mitad de la plaza de la localidad, con lo que la llegada al mundo de Federico ya fue en sí bastante inusual. Por otro lado, su padre lo quiso llamar Constantino, pero en el momento de su bautizo cambió de opinión y antepuso los nombres de Federico y Roger, para dejar claro cuáles eran los ancestros de su retoño: Federico I Barbarroja, el abuelo, ilustre emperador del Sacro Imperio que se ahogó al atravesar un río, rumbo a la Tercera Cruzada; y Roger II, primer rey de Sicilia.
El pequeño Federico Roger Constantino fue bautizado en la iglesia de Asís, e inmediatamente la Dieta de Frankfurt lo nombró rey de romanos. Este era el título que recibían los herederos del trono imperial (recordemos que el padre de Federico era emperador), aunque, en última instancia, el título era electivo y debía contar con el apoyo papal.
El Sacro Imperio Romano-Germánico estaba conformado por lo que ahora es Alemania, además de otros territorios como Borgoña y parte de Italia. Había sido fundado en 962 por Otón I, rey de los germanos, en un intento de emular el ya desmembrado imperio de Carlomagno que, a su vez, se decía heredero de los emperadores romanos. El Sacro Imperio fundado por Otón habría de durar casi diez siglos, hasta su desintegración en 1806.
Pero volvamos a nuestro personaje. A la muerte de su padre, Federico tiene solo tres años. En principio, su elección como emperador del Sacro-Imperio parece garantizada, pero finalmente el elegido resulta ser Otón de Brunswick, de la casa de Welf. El papa apoya la decisión de los príncipes electores, puesto que, desde hace años, el papado mantiene una persistente enemistad con la casa Hohenstaufen.
Así, el rechazado Federico parte con sus cuidadores a Sicilia, donde se encuentra su madre Constanza. Allí pasará toda su niñez y adolescencia, educado en una corte culta y abierta (no en vano, Sicilia tenía influencias árabes, normandas y latinas) y envuelto de arte y poesía. Esta exquisita educación tendrá una influencia decisiva en su carácter y en su reinado, pues su corte tendrá fama de ser una de las más refinadas de la época.
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Una cruzada a cambio del cetro imperial
En 1198, Constanza fallece y deja a su hijo la corona de Sicilia. Federico es elevado al trono con tan solo cuatro años. Dada la minoría del nuevo rey, la reina expresa en su testamento la voluntad de que la tutoría del pequeño sea ejercida por el papado. Así pues, hasta la mayoría de edad de Federico el papa controlará desde Roma los destinos del reino siciliano.
De momento, la situación es favorable a Inocencio III. Tanto él como su predecesor, Celestino III, han temido el nombramiento como emperador de Federico, pues habría resultado fatal para los Estados Pontificios que tanto las regiones alemanas del imperio como Sicilia estuvieran en manos de un mismo monarca. De ser así, los territorios papales se encontrarían “ahogados” en el centro de la península, y eso es algo que ningún papa iba a permitir.
Así, cuando Federico alcanza la mayoría de edad y es propuesto, de nuevo, como sucesor del emperador, Inocencio III se niega en rotundo a dar su apoyo. No es sino tras largas negociaciones que el papa da su consentimiento, pero con una serie de condiciones; entre ellas, la condonación de las deudas que el papado mantiene con el imperio y acudir a la Cruzada a socorrer a los Reinos Latinos de Tierra Santa, amenazados de nuevo por los musulmanes. Federico, deseoso de hacerse por fin con el cetro imperial, accede, y Honorio III, el nuevo Papa, lo corona en Roma en 1220 y proclama heredero a su hijo, el joven Enrique. Sin embargo, Federico, ahora ya Federico II, no tiene ninguna intención de cumplir con lo prometido.
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Rebeldía, excentricidades y excomuniones
Con la subida al trono del imperio, Federico empieza a exhibir su auténtica personalidad. Es un joven decidido y valiente que no está dispuesto a obedecer a nadie, ni siquiera al papa. Por sus venas corre la sangre de los Hohenstaufen, enemistada desde hace décadas con el papado. Federico II está dispuesto a demostrarle al Sumo Pontífice que él es el emperador y, por tanto, el único señor del mundo.
La lucha entre imperio y papado es una constante a lo largo de la Edad Media, y no es otra cosa que una demostración de poder y de fuerza. Así, mientras los papas de Roma deseaban imponer su dominio absoluto en tanto que representantes de Dios en la tierra, los emperadores del Sacro-Imperio, heredero directo (al menos, de forma nominal) de los emperadores romanos, luchaban por establecer su supremacía. Esta pugna ya le valió la excomunión al emperador Enrique IV, que osó llevar demasiado lejos su intento de establecer su superioridad al proclamar en un documento firmado su absoluta desobediencia al trono de San Pedro. En el caso de Federico II, las cosas no parecía que fueran a marchar de manera diferente.
El tiempo pasaba, y Federico II no cumplía con lo establecido. Su marcha hacia Tierra Santa se demoraba, y el emperador utilizaba un sinnúmero de excusas para justificar su actitud. Finalmente, indignado por lo que consideraba una burla al poder papal, el pontífice excomulga al emperador y lo nombra Anticristo. Casi nada.
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La corona de Jerusalén
En la Edad Media, ser excomulgado no era solo un problema religioso, sino también económico y político, puesto que un excomulgado no podía gobernar. Pero, al parecer, a Stupor Mundi le traían sin cuidado las decisiones papales, y ni siquiera la tan temida excomunión parecía asustarle.
Corría el año 1227; Federico había enviudado de su primera esposa, Constanza de Aragón, y se había casado en segundas nupcias con Yolanda, hija del rey de Jerusalén. El reino de Jerusalén fue fundado por los cruzados en 1099, al terminar la Primera Cruzada. Era, pues, un reino cristiano con capital en Jerusalén, y entre cuyas ciudades se contaba Acre, importantísimo enclave costero que constituía una pieza clave para las fuerzas cristianas de Oriente.
Espoleado por el deseo de conseguir también la corona del reino de su esposa, Federico realiza ese año el viaje que no realizó en su momento y pone rumbo a Tierra Santa. El asombro (y la indignación) de Gregorio IX, el nuevo Papa, es apoteósica: Federico ha osado partir a los santos lugares sin su bendición (indispensable para cualquier caballero cruzado). El resultado es inevitable. En 1228, Federico II recibe la que será su segunda excomunión. Todavía quedaría una tercera. De nuevo, a Federico no parece importarle. Fiel a sus ideas y a su férrea voluntad, se corona a sí mismo como rey de Jerusalén, dejando muy claro con este acto que ni necesita al papa ni tiene ninguna intención de dispensar obediencia alguna. La historia se repetía.
Una cruzada contra Federico
Inocencio IV, nombrado papa en 1243, hereda de sus predecesores la misma antipatía hacia Federico y hacia sus burlas a la autoridad papal. El nuevo pontífice no va a permitir, de ninguna manera, que el emperador se salga con la suya. Si las excomuniones no funcionan, el papado doblegará al emperador a la fuerza.
Federico se encuentra en Jerusalén, donde, por cierto, pacta un armisticio de diez años con el sultán Al-Kamil, con quien mantiene una excelente relación. El papa aprovecha esta ausencia para negociar a escondidas con el hijo del emperador, Enrique, que se proclama rey de Sicilia con el apoyo del pontífice. Las noticias no tardan en llegar hasta Tierra Santa, y Federico, alarmado, decide poner rumbo a Europa y arreglar las cosas con su hijo.
Pero las cosas no van a resultar tan fáciles. Inocencio IV ha proclamado una “cruzada contra Federico”, un ataque demoledor apoyado por la Liga Lombarda, que se encuentra en el bando güelfo. Europa, y especialmente el norte de Italia, se convierte en un campo de batalla donde güelfos y gibelinos (partidarios del papa y del emperador, respectivamente) se enfrentan para dirimir de una vez a quién corresponde la supremacía absoluta. El recrudecimiento de una querella que ya se prolonga más de dos siglos, y que parece no tener final.
Federico II está cansado y enfermo. La famosa batalla de Parma, acaecida el 18 de febrero de 1248 y que se salda con la victoria de las fuerzas del emperador, transcurre sin su presencia; el emperador se ha retirado a su fortaleza del sur de Italia, Castel Fiorentino, donde reposa y espera noticias. El 13 de diciembre de 1250 fallece Stupor Mundi, el “asombro del mundo”, a los cincuenta y cinco años. Su rica tumba se encuentra en la catedral de Palermo; en su querida y nunca olvidada Sicilia.
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