Hablar en público es una preocupación generalizada que se da en casi todas las personas, incluso en aquellas habituadas a hacerlo por cuestiones laborales o académicas.
Sabemos que la exposición reiterada a aquellos estímulos que nos generan ansiedad es de las técnicas psicológicas más efectivas para combatir los miedos por el efecto que la práctica continuada tiene sobre nuestra competencia y sensación de autoeficacia, pero... ¿qué podemos hacer cuando no contamos con esta posibilidad y sin embargo necesitamos realizar una ponencia exitosa?
Comprendiendo el miedo a hablar en público
Antes de comenzar, es importante conocer qué es lo que nos ocurre en esos momentos. Como en cualquier situación de la vida cotidiana, a la hora de hablar ante muchas personas existen tres registros que se ponen en juego: la parte física (en este caso los nervios que pueden manifestarse a través de diversos síntomas: sudoración, rubor facial, aumento de la tasa cardíaca), la parte cognitiva (compuesta por aquello que pensamos, que puede estar liderada por una anticipación de fracaso como: “me voy a confundir, se van a reír de mí, lo voy a hacer mal”) y la parte comportamental: lo que hacemos (cómo se realiza la presentación).
Sin embargo, lo que nos interesa aquí es distinguir la línea que separa la parte objetiva de la subjetiva, que con frecuencia tiende a mezclarse. Me explico.Lo único que podemos manipular al disponernos a hablar en público son las cuestiones objetivas.
Por ejemplo, debemos procurar que los conceptos queden claros, que la expresión sea la adecuada o que el apoyo gráfico sea relevante. Por tanto, el resultado está en relación a la cantidad de tiempo invertida en elaborar el material, nuestro conocimiento sobre el tema o la consideración del público al que nos dirigimos. El resto, la parte subjetiva, como puede ser la opinión que los demás se hagan de mi competencia, si se aburren con lo que digo o si se dan cuenta de nuestros nervios, es a la que debemos renunciar desde el primer momento en el que nos ponemos frente a un auditorio. La trampa está servida siempre y cuando pretendamos manipular esa parte de la ecuación, la que no depende de nosotros.
La vertiente cognitiva del miedo
Antes decíamos que existen tres registros a considerar: la parte física, la comportamental y la cognitiva.
Pues bien, a pesar de que todas estén interrelacionados, la mayor influencia se orquesta en la última, así que será donde nos centremos, desmitificando algunas creencias erróneas que pueden resultarnos útiles para nuestro propósito.
Las dos falacias del nerviosismo
Primera falacia: uno de los temores más extendidos es que los asistentes perciben fácilmente el nerviosismo del ponente. Sin embargo, estas señales no son interpretadas por los demás como creemos, y lo más probable es que no lleguen a darse cuenta de ellas. El sudor de las manos, la frecuencia cardíaca, o el temor a no hacerlo bien son imperceptibles.
Las únicas señales “detectables” son el temblor (de las manos o la voz) y el rubor facial, e incluso estos factores suelen enmascararse parcialmente por la distancia que nos separa. Por lo general, en las ponencias la distancia interpersonal es de al menos 5 metros respecto del público. Si ya de por sí resulta difícil detectarlo en la cercanía, a varios metros de distancia es casi imposible.
Nosotros percibimos todos los detalles de lo que hacemos, pero los demás se quedan con la imagen general. El correlato externo que tienen es menor de la mitad de lo percibido por nosotros. De hecho, lo más útil que podemos hacer con los nervios es “encapsularlos”, es decir, dejarlos estar, habida cuenta de que tenemos capacidad para pensar y hablar aún en presencia de ellos, lo que nos lleva a la segunda falacia.
Falacia de la manipulación directa de estados
El error más cometido cuando percibimos que estamos nerviosos es intentar reducir nuestra tensión, diciéndonos a nosotros mismos: “tranquilo, no te pongas nervioso”. Pero nuestra mente funciona bajo el mandato de la intención paradójica. Es decir, basta con que nos digamos “intenta no pensar en los nervios”, “ trata de calmarte” para que suceda lo contrario.
Con lo cual, la estrategia más efectiva para no ponernos nerviosos o no incrementar nuestros nervios es no intentar convencernos de que no tenemos que ponernos nerviosos, sino aceptar y tolerar los síntomas de nuestra inquietud dejándolos estar para que se vayan antes.
Falacia del perfeccionismo
Tendemos a percibir los elementos que nos rodean desde su globalidad, en vez de interpretar los detalles por separado.
Por tanto, los errores cometidos durante la exposición (que representan los detalles dentro de un todo) y las palabras no encontradas en un momento determinado, pasan desapercibidos para la audiencia, así como lo hacen el número de escaleras que hay que subir para llegar a la sala o las láminas contenidas en los cuadros que adornan el auditorio. Lo que nos lleva al siguiente punto.
La atención selectiva
Como si de una ensalada de letras se tratase, nuestra exposición funciona como la lectura de un texto: aquello que aparece subrayado o en negrita llamará más la atención que las palabras en formato sencillo.
Por tanto, si no ponemos énfasis en nuestros equívocos (siguiendo la analogía: si no los “subrayamos”) tampoco lo harán los demás en su “lectura de la exposición”. De igual manera que ocurría con los nervios, aceptar y tolerar los fallos reduce la probabilidad de repetirlos, fomenta nuestra seguridad y redirige la atención del público hacia otros aspectos.
Un truco final para quitarnos los nervios de encima
Si quieres sentirte más seguro o segura y evitar el miedo a hablar en público,una última propuesta.
Mirar al entrecejo: el contacto visual es imprescindible para generar la sensación de seguridad y confianza en nuestros interlocutores. Sin embargo, en las situaciones de evaluación puede resultar un distractor o un elemento intimidatorio que reste concentración e incremente el nerviosismo. Por tanto, si miramos al entrecejo de nuestro examinadores, ellos creerán que les miramos a los ojos y nosotros mantenemos un punto de fijación neutral desprovisto de las reacciones emocionales indeseables.