En 1867 ve la luz en Francia la novela Thérèse Raquin, escrita por Émile Zola (1840-1902), el gran abanderado del naturalismo. La novela fue tremendamente polémica, ya que condensaba en sus páginas las características principales de esta corriente, que no gustaron nada a la hipócrita sociedad burguesa.
En la época en que Thérèse Raquin se publicó, el realismo ya había triunfado como movimiento artístico; sin embargo, el naturalismo de Zola era una vuelta de tuerca más. Tal y como él mismo asegura en su prólogo a la segunda edición de la novela, su intención no era otra que exponer a sus personajes a ciertas situaciones y estudiar sus reacciones, como si de un laboratorio se tratara. Zola compara su trabajo con el de un cirujano que disecciona un cadáver para su estudio. En este prólogo, famoso en la historia de la literatura, el autor estaba plasmando lo que sería la corriente naturalista.
El naturalismo como corriente artística y literaria
Es necesario puntualizar que el naturalismo no existe como corriente artística. Es decir, en las artes plásticas (especialmente en la pintura) seguía imperando el realismo, la plasmación de la realidad con una frecuente crítica social detrás. Sin embargo, el movimiento naturalista se circunscribe prácticamente en su totalidad al ámbito literario. Veámoslo.
Realismo y naturalismo o la reacción contra el movimiento romántico
Hacia 1850, las ideas del Romanticismo están completamente obsoletas. El mundo ha cambiado; Occidente está inmerso en la Segunda Revolución Industrial, proliferan las diferencias sociales y los dramas humanos en las atestadas ciudades. Son los inicios de los movimientos obreros, del socialismo, del anarquismo y de las denuncias sociales. Ya no hay tiempo para entretenerse en paisajes ideales: el artista tiene la obligación de bajar a la tierra y unirse a la causa social.
La corriente realista deja de lado las elucubraciones románticas y cambia su fuente de inspiración, que pasa de las leyendas y los paraísos ideales a centrarse exclusivamente en la realidad circundante y, sobre todo, en los conflictos de una sociedad convulsa. Fue el pintor Gustave Courbet (1819-1877) quien dio origen al término realismo y que, en 1855, expuso su lienzo El taller del pintor, uno de los hitos del realismo en general y de la pintura de Courbet en particular.
En el nacimiento del realismo tuvo mucho que ver la denominada Escuela de Barbizon, que extraía los motivos de sus pinturas de la realidad circundante. Hijos de esta escuela son el mismo Courbet y otros nombres sobresalientes del realismo francés, como son Jean-François Millet (1814-1875), Camille Corot (1796-1875) y Charles-François Daubigny (1817-1878). Con ellos florece la pintura de paisaje realista que evita los elementos fantásticos o simbólicos, tan queridos por los románticos. Basta comparar un paisaje de cualquiera de los artistas citados con la obra de Caspar David Friedrich (1774-1840), por ejemplo.
El naturalismo es, sin duda, hijo y heredero de los preceptos realistas. Sin embargo, como ya hemos comentado, no existe un movimiento naturalista como tal en las artes plásticas, aunque sí en la literatura. De hecho, algunos de los autores del naturalismo son grandes nombres de la literatura universal, como el citado Émile Zola, Guy de Maupassant y Gustave Flaubert en Francia y Benito Pérez Galdós y Emilia Pardo Bazán en España, entre muchos otros.
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¿Qué diferencia el realismo del naturalismo?
A grandes rasgos, podríamos decir que el naturalismo es una vuelta de tuerca más del realismo, que lleva el concepto de plasmar la realidad al límite. Porque mientras su predecesor se inspira en aquella y toma de ahí sus motivos, el naturalismo suprime cualquier valor moral y reduce al ser humano a una mera máquina sin control alguno sobre su propia vida. En otras palabras: para el naturalismo, los hombres y las mujeres carecen de libre albedrío y actúan conforme a su genética, sus factores ambientales y sus vaivenes mentales.
En la novela Thérèse Raquin, Zola presenta a dos personajes, Thérèse y Laurent, absolutamente dirigidos por sus pasiones más primarias. Ni una ni otro pueden escapar de sus pulsiones, y ambos están sometidos, tal y como afirma el autor en el prólogo antes comentado, “a los nervios y a la sangre”. Con todo, parece que Zola fue el más radical de los naturalistas literarios, puesto que en otros autores, como Fédor Dostoyevski (1821-1881), el principal naturalista ruso, adivinamos, tras la inevitable condena, una esperanza de redención.
Ello queda muy claro, por ejemplo, en su obra más conocida, Crimen y Castigo, donde el crimen cometido y motivado por las pulsiones más oscuras del personaje tiene posibilidad de ser expiado, lo que deja muy claro que, en efecto, en Dostoyevski sí existe la elección individual.
Podemos concluir, en cuanto a las diferencias entre ambos movimientos se refiere, que mientras que el realismo es una plasmación de la realidad, el naturalismo deviene una cierta perversión de esta visión realista y suprime cualquier elemento que no sea científico. En las obras naturalistas solo hay lugar para la naturaleza en su expresión más cruda, y de ahí precisamente viene la denominación del movimiento.
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El naturalismo y su visión sesgada de la realidad
En la gestación del naturalismo tuvieron mucho que ver las corrientes científicas del momento; especialmente, el determinismo y el evolucionismo de Charles Darwin (1809-1882). El primero considera que ningún acto humano es completamente libre, pues está condicionado de forma inevitable por factores que escapan a nuestro control, tales como los instintos, la genética, o el medio que nos envuelve. En cuanto al segundo, su teoría de la adaptación de las especies y la supervivencia de los seres más preparados está en estrechísima relación con lo antes mencionado y, por supuesto, con las ideas del naturalismo: si el ser humano está condicionado por su naturaleza y por lo que le rodea, necesariamente deberá adaptarse para sobrevivir.
Ciertamente, y tal y como sostiene el crítico Manuel de la Revilla Moreno (1846-1881) en su ensayo El naturalismo en el arte, publicado en 1879 y, por tanto, contemporáneo al movimiento, el naturalismo se centra sólo en un aspecto de la realidad. El autor comenta que, así como el clasicismo se fijaba en lo heroico y lo épico y el Romanticismo en lo ideal, el naturalismo plasma solamente lo vulgar de la realidad, y omite los aspectos bellos y grandes de la naturaleza humana.
Algo de razón tiene De la Revilla. El naturalismo se vanagloria de ser, como comenta Zola, un estudio científico de la realidad, pero en su observación pasa por alto elementos que también forman parte de ella y que, en verdad, no le interesan. Los escritores naturalistas radicales, como puede ser el mismo Émile Zola, sólo están interesados en los aspectos sórdidos, aquellos que puedan hacer tambalear la encorsetada moral de la sociedad burguesa: la inhibición sexual, los crímenes, las pulsiones primarias, la enajenación mental.
Por tanto, estamos bastante de acuerdo con De la Revilla en que esta corriente no deja de ser, en el fondo, una rebeldía más, como lo fue en su día el Romanticismo, y como lo serán más tarde las vanguardias. Al fin y al cabo, el artista postromántico ya no puede limitarse a copiar la realidad sin imbuirla de parte de su yo subjetivo.