El arte es una expresión intrínsecamente humana. Precisamente por ello, y por la extraordinaria diversidad cultural que ha existido desde siempre, cada época y cada comunidad ha ejercido la creación artística de maneras diferentes, adaptando el arte a sus propias necesidades de expresión y comunicación.
El arte no siempre ha buscado imitar la realidad; no solamente en las vanguardias del siglo XX experimentó un alejamiento considerable de esta, sino que tampoco encontramos realismo en la expresión artística de civilizaciones como el antiguo Egipto o el Occidente medieval. Sin embargo, han existido culturas y momentos históricos en los que la imitación de la naturaleza era lo más importante, y la idea quedaba supeditada completamente a la representación de la realidad.
¿Cómo ha surgido el realismo en el arte? ¿Cuál ha sido su evolución? En este artículo intentaremos dibujar un recorrido a través de las diferentes manifestaciones artísticas y su grado de realismo.
¿Qué es el realismo en el arte?
Es importante distinguir entre dos conceptos: el Realismo como corriente artística y el realismo como característica de una obra de arte. Así, mientras que el primero es un movimiento plástico y literario que se circunscribe a las décadas que van desde 1840 a 1880, el realismo en cuanto a característica de una obra de arte tiene que ver con el grado de realismo que la obra presenta, a saber: perspectiva, proporción, volúmenes, espacio, etc.
De esta forma, no todas las obras realistas pertenecen a la corriente del Realismo, así como una obra enmarcada en este movimiento no tiene por qué presentar características realistas (aunque esto último no es lo más usual).
Características del Realismo como corriente artística del siglo XIX
El movimiento del Realismo surgió en Francia y significó una clara respuesta a su antecesor, el Romanticismo. De esta forma, mientras este último se inspiraba en temas legendarios y llevaba las emociones humanas a su paroxismo, el Realismo propuso un giro radical y dirigió su mirada a la realidad circundante del día a día. Esta visión realista de los temas se convirtió, con el Naturalismo (el hijo “oscuro” del realismo), en una exploración sórdida de los bajos fondos y de las situaciones más oscuras de la humanidad. Algunos representantes pictóricos más importantes de esta corriente son Jean-François Millet y, en el ámbito literario, Émile Zola, considerado el padre del Naturalismo.
Entonces, tenemos que el Realismo y el Naturalismo, en cuanto a corrientes artísticas del XIX, exploran temáticas relacionadas con la cotidianidad y se alejan de los motivos que no están basados en una observación empírica del entorno del artista. Es por ello por lo que tanto uno como otro (especialmente, el Naturalismo) suponen a menudo una ácida denuncia a la precariedad social que llegó con la Revolución Industrial.
En cambio, el realismo en cuanto a característica de una obra de arte está relacionado, como ya hemos dicho, con sus características formales. Con este ejemplo quedará bastante claro: una obra renacentista que ostenta una perspectiva matemática y respeta los volúmenes de las figuras es una obra formalmente realista, pero no está circunscrita de ninguna manera a la corriente realista del XIX.
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¿Desde cuándo existe el realismo en el arte?
Ya en las primeras manifestaciones artísticas (el llamado arte rupestre) encontramos características que podríamos considerar realistas. Porque, a pesar de que en los bisontes de Altamira y en los caballos representados en las cuevas de Lascaux (Francia) no encontramos indicio alguno de perspectiva ni de una voluntad auténtica de representar una escena real, sí que encontramos un inusitado detallismo en la representación de los animales.
A pesar de ello, no podemos todavía hablar de un arte realista, puesto que las pinturas rupestres presentan en general una evidente esquematización y estarían relacionadas con un arte más bien conceptual. En realidad, a grandes rasgos, el arte de la humanidad nunca fue estrictamente realista hasta la llegada del Renacimiento, con la excepción, por supuesto, del arte griego y romano.
En Egipto volvemos a encontrar un arte eminentemente conceptual: se intentan expresar conceptos e ideas, e incluso las escenas cotidianas siguen unos acusados convencionalismos que nada tienen que ver con una representación mimética de la realidad circundante. En el arte del antiguo Egipto las escenas se organizan en bandas horizontales, y no existe un orden realista de los elementos de la representación. Además, se escogían las partes más significativas de cada elemento, por lo que el rostro se representaba de perfil, los ojos y el torso de frente y las piernas de lado. Esto no obedecía a ninguna realidad y estaba supeditado exclusivamente a la voluntad de representar las partes más reconocibles de cada elemento.
Es decir, los egipcios “moldeaban” la realidad a su manera. Los artistas del valle del Nilo seguían de forma estricta un sistema de escala relacionado con la importancia del individuo representado. Así, en una misma escena y en un mismo plano, encontramos unas figuras mucho más grandes que otras. Esta diferencia de tamaños no obedece a ningún intento de perspectiva, sino que está ligado a la jerarquía (por cierto, muy estricta) de los egipcios: un dios siempre estará representado mucho más grande que un faraón, este siempre tendrá un tamaño mucho mayor que su esposa e hijos, etc.
Esta representación conceptual se recuperará en la plástica medieval, como veremos más adelante. Pero entre el arte de las antiguas civilizaciones y la Edad Media existió un breve paréntesis de arte realista: el arte griego y el arte romano, que trataremos a continuación.
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El paréntesis “realista”: Grecia y Roma
El arte arcaico griego estaba muy relacionado con el modo de representación de los pueblos de Oriente, especialmente Egipto. Sin embargo, hacia el siglo VI a.C. algo empezó a cambiar. Es el llamado periodo clásico griego, en el que se fomenta un tipo de representaciones plásticas más coherentes con la realidad.
El creciente interés de los griegos por la anatomía humana origina una producción escultórica que imita a rajatabla la naturaleza. Es la mímesis griega, el intento de captar la realidad tal y como es, siguiendo por tanto unos criterios de proporción, volumen y simetría.
Sin embargo, y a pesar de plasmar en mármoles y bronces anatomías tremendamente realistas, no olvidemos que, al mismo tiempo, estas obras obedecían a lo que ellos entendían como la “belleza ideal”. En otras palabras, si bien anatómicamente son perfectos, los dioses y diosas de las esculturas griegas representan prototipos, y no personas concretas e identificables.
Para ello, deberemos esperar a Roma, donde la individualización adquiere cotas insospechadas a través del retrato. Por otro lado, los frescos hallados en Pompeya, especialmente los correspondientes a los llamados segundo y cuarto estilo pompeyano, muestran un realismo que no se volverá a encontrar en la pintura occidental hasta el siglo XV.
Estas pinturas permanecieron ocultas durante siglos, enterradas por los restos de la ceniza que produjo la erupción del Vesubio. Paradójicamente, el desastre permitió que los restos se conservaran prácticamente intactos hasta el hallazgo de las ruinas en el siglo XVIII. La sorpresa de los descubridores fue mayúscula, pues ante sus ojos se desplegaban unas pinturas de exquisita calidad y un todavía más sorprendente realismo.
En efecto, en los frescos del llamado segundo estilo pompeyano se muestran a través de una ventana ficticia perspectivas arquitectónicas muy elaboradas, que verdaderamente parece que “abren” un espacio en la pared. La misma técnica utilizó muchos siglos más tarde Masaccio en su fresco de la Trinidad, de la florentina Santa Maria Novella, que asombró a sus contemporáneos porque parecía abrir un agujero en el muro de la iglesia.
La plástica medieval
La obra de Masaccio era muy innovadora para su época; pensemos que desde los frescos pompeyanos no se había intentado crear un espacio de un realismo tan acusado. La plástica medieval que siguió a los últimos años del Imperio Romano es, en general (no nos podemos entretener aquí en todos los estilos y manifestaciones) esquemática y eminentemente conceptual.
Del mismo modo que los egipcios, los artistas medievales no representaban espacios y elementos reales, sino que expresaban, a través de la pintura y la escultura, una serie de conceptos e ideas. Elementos como la simetría y el volumen se pierden en este tipo de obras, pero no, como muchos han sostenido (y desgraciadamente, aún sostienen) porque “no sabían pintar”, sino porque su objetivo a la hora de representar estas obras no era la imitación de la naturaleza.
Existen muchos tópicos acerca de la “inexpresividad” románica; inexpresividad que no es tal, como se puede apreciar rápidamente si se contemplan detenidamente algunos de los relieves que se han conservado. Porque si bien la plástica románica (y la medieval en general) es eminentemente conceptual (igual que la plástica egipcia), no es cierto que carezca de expresión. El problema es que su forma de expresión no es la nuestra, por lo que muchas de las maneras que tenían los artistas románicos de plasmar los sentimientos y emociones no corresponden con nuestro lenguaje actual.
Por otro lado, muchas de las obras de arte del románico están cargadas de detalles, que se pueden manifestar en la caída de los pliegues de una túnica (esquemáticos, pero a menudo muy detallados) o en las cenefas que decoran un mantel de la Última Cena.
La consecución de la perspectiva
A principios del siglo XV, Filippo Brunelleschi marcó un hito en la historia del arte al establecer el procedimiento para la perspectiva matemática o lineal. Un poco más tarde, Alberti pone por escrito las nuevas teorías de Brunelleschi en su obra De pictura (1435). A partir de entonces, el arte occidental se construirá sobre estos preceptos, que serán considerados la base de la “buena” pintura.
Así, el Renacimiento italiano intentará durante todo el siglo XV y parte del XVI reproducir la perspectiva lineal en sus obras pictóricas. Esta perspectiva se consigue a través del establecimiento de un punto de fuga, desde donde emergen todas las líneas que construyen el espacio del cuadro. Esto produce una ilusión óptica que da al cerebro la sensación de profundidad.
Con el Renacimiento de la península italiana convive el llamado Renacimiento flamenco, otra de las grandes revoluciones de la pintura que, en este caso, protagonizaron los artistas del Flandes del siglo XV. Estos “primitivos flamencos” dotaron de profundidad a sus obras a través de la sucesión de planos y, sobre todo, dispusieron un hito en el realismo pictórico al reproducir todos los detalles de los objetos. Se dice que, en los cuadros de Jan van Eyck, se pueden catalogar todas las especies de plantas que aparecen gracias a la profusión de detalles.
La perspectiva matemática italiana, sin embargo, fue la gran triunfadora del arte occidental de la era moderna y, a partir del siglo XVI, el realismo marcará la pintura europea. El arte barroco es un arte eminentemente realista pues, a pesar de tener (justa) fama de ser un arte exaltado y altamente emocional, también reserva un lugar para la representación de la realidad: ancianos con arrugas, rostros desdentados, niños con los pies sucios, bodegones de frutas captadas con extraordinario realismo…
Regreso a los orígenes del realismo artístico
El arte realista dominó el panorama artístico occidental hasta mediados del siglo XIX, cuando aparecieron los primeros rompimientos con el arte “tradicional”. Impresionistas, corrientes esteticistas, y, más tarde, fauvistas, cuestionaron lo que, desde el siglo XV, se había erigido como base indiscutible del “buen” arte.
Las vanguardias del siglo XX constituyen, pues, una especie de regreso a los orígenes. Los artistas vanguardistas, en su afán de desmarcarse del arte académico y oficial, buscan nuevos caminos de expresión, y los encuentran en la destrucción del “realismo”; es decir, la perspectiva, la proporción, la coherencia compositiva. En una palabra, la imitación estricta de la realidad.
Conocido es el caso de Picasso, cuyos dibujos a menudo recuerdan las miniaturas mozárabes, o los cubistas que, de forma similar a lo que hicieron los egipcios más de dos milenios antes, rompen la visión realista de los objetos y los reproducen de forma absolutamente subjetiva.
El hiperrealismo y las nuevas corrientes realistas
A menudo, las diferentes corrientes y expresiones artísticas se responden unas a otras. Ya hemos citado en la introducción cómo el movimiento realista del siglo XIX fue una respuesta al Romanticismo de las décadas anteriores. Pues bien, actualmente encontramos en el panorama artístico una corriente que eleva el realismo pictórico hasta límites insospechados; nos referimos a la llamada corriente hiperrealista.
El hiperrealismo nació a finales del siglo XX, en parte como contestación a la tendencia conceptual y abstracta de las artes plásticas. Esta corriente lleva la imitación de la naturaleza a su máxima expresión, que convierte sus cuadros en reproducciones fotográficas (de hecho, recibe también el nombre de fotorrealismo). La nitidez de las composiciones es tal que, a menudo, resulta realmente abrumador para el espectador; no faltan, por supuesto, detractores, que lo tachan de simple imitador de la realidad.
La pregunta es: ¿debe el arte copiar a la naturaleza, como sostenían los antiguos griegos con su mímesis, o tiene la “obligación” de aportar algo nuevo? Si partimos de la base que una imitación nunca es una reproducción exacta de lo real (puesto que siempre pasa por el tamiz del artista), quizá lo que deberíamos preguntarnos es si en verdad existe el “arte realista”.