Se llamaba Isik Tz’aka’ab Ajaw y era la esposa de Pakal el Grande, uno de los monarcas más importantes de Palenque, actual México. Vivió en el siglo VII d.C., el período dorado del reino, y alcanzó una edad nada despreciable en la época: 56 años. Sin embargo, toda esta información tardó en descubrirse. Durante la primera década después del hallazgo de su tumba, la conocida como “Reina Roja” fue un auténtico enigma.
Parte del misterio que la envuelve se debe a que, en contra de la tradición maya, fue enterrada sin inscripción alguna que arrojara un poco de luz sobre su identidad. Afortunadamente, diez años después del descubrimiento las técnicas de estudio del ADN estaban ya suficientemente desarrolladas para determinar quién era la mujer que fue enterrada en Palenque, cubierta de cinabrio rojo y sin inscripciones.
La Reina Roja maya: el segundo gran descubrimiento de Palenque
En 1952, el arqueólogo Alberto Ruz Lhuillier (1906-1979) realizó el que sería el gran hallazgo de Palenque, la gran ciudad maya: la tumba de Pakal el Grande, el monarca que dirigió la ciudad-estado durante casi siete décadas. En su reinado, Palenque prosperó de forma extraordinaria, y se levantaron formidables edificios administrativos y religiosos; entre ellos, el gran Templo de las Inscripciones, donde, al morir, el rey fue depositado.
El equipo estaba entusiasmado con el descubrimiento, que la comunidad científica comparó con el de Tutankamón, acaecido treinta años antes. Lo que no sabían era que, justo al lado del templo donde reposaba Pakal, en un edificio anejo de menor tamaño que también ejercía de templo, se encontraba su esposa, Isik Tz’aka’ab Ajaw, la Reina Roja maya.
Cubierta de cinabrio rojo
El nuevo despertar de la soberana tuvo que esperar hasta 1994 (justo ahora se cumplen 30 años de su descubrimiento). El primero de junio, un equipo de arqueólogos liderados por Arnoldo G. Cruz y Fanny López Jiménez estaban excavando al lado del Templo de las Inscripciones. De pronto, se toparon con un corredor que derivaba en tres cámaras. La mayor de ellas estaba escrupulosamente sellada por un muro que todavía mostraba indicios de humo ritual, por lo que los científicos supieron de inmediato que se trataba de una tumba.
A través de un agujero de la superficie, los arqueólogos pudieron descubrir una diminuta sala abovedada en cuyo centro se encontraba un sarcófago monolítico de piedra caliza, alrededor del cual se esparcían objetos de cerámica. En la tapa del sarcófago se abría un agujero, el psicoducto, diseñado para que el alma del difunto pudiera “escapar” hacia el reino de los muertos.
La pequeñez de la estancia dificultó la tarea de abrir la cubierta. El equipo tuvo que diseñar a toda prisa un artefacto de metal y madera que permitiera abrir el bloque mediante gatos hidráulicos (más tarde recordarían divertidos que tuvieron que usar los de sus propios coches). Eran las 5 de la mañana del 1 de junio de 1994 cuando, por fin, la tapa del sarcófago cedió. Todos se inclinaron para ver qué contenía.
Ante ellos aparecieron huesos humanos enteramente cubiertos por una sustancia rojiza que pronto identificaron como cinabrio, una composición de azufre y mercurio que los mayas usaban para conservar los cuerpos. Pero, además, el difunto estaba acompañado por hermosos jades, conchas y piedras.
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Acompañantes para el Más Allá
Pero lo más estremecedor fue el hallazgo de dos esqueletos, situados a ambos lados del sarcófago. Uno estaba boca abajo en el suelo y tenía las manos atadas en la espalda; el otro, que por el tamaño parecía el de un niño, había sido decapitado. Los arqueólogos no tuvieron ninguna duda: estaban ante dos víctimas de un sacrificio, que tenía como objetivo que el difunto tuviera dos acompañantes en el Más Allá.
No solo eso. Según la cosmogonía maya, el mundo se mueve por la sangre, que constituye el alimento de la creación. Así, el sacrificio ritual implicaba, además del acompañamiento de un personaje importante en su camino a la ultratumba, un esparcimiento de sangre que purificaba y entregaba nueva energía al mundo.
Por tanto, una cosa estaba clara: el que había sido enterrado allí no era un cualquiera. Existían varios indicios al respecto: primero, que su cuerpo reposaba justo al lado del Templo de las Inscripciones (donde, recordemos, dormía su sueño eterno el gran Pakal). Segundo, que su sarcófago estaba lleno de jades, un material muy valorado. Tercero, que al muerto se le habían sacrificado dos personas, algo que solo estaba reservado a la élite. Y cuarto, que el cráneo del difunto estaba deformado, algo característico de la aristocracia maya.
¿Quién puede ser la Reina Roja?
Había algo, no obstante, que no encajaba. Si realmente el difunto era alguien importante (como todo parecía indicar), ¿por qué no había inscripciones en su tumba?
El misterio siguió durante diez años más, durante los que se conoció a la persona allí enterrada como la “Reina Roja”, por el cinabrio que la cubría. En 2004, la tecnología del ADN se perfeccionó lo suficiente como para estudiar genéticamente los huesos. La empresa era harto difícil, puesto que el cinabrio, altamente corrosivo, había deshecho la mayor parte del material. A pesar de todo, se consiguió extraer una serie de conclusiones:
Primero, que la Reina Roja había sido una mujer de unos 150 cm de altura, que había fallecido a una edad comprendida entre los 50 y los 60 años.
Segundo, que se había alimentado con una dieta rica en carne, lo que corroboraba la teoría de que se trataba de alguien perteneciente a la élite.
Y tercero, que la misteriosa mujer no era natural de Palenque, sino de la zona de Tokhtan u Ox te’ kub (en el actual Tabasco), un lugar rico en minerales; entre ellos, el jade.
Si la Reina Roja no era de Palenque pero había sido enterrada como un miembro de su élite, era indudable que había entrado en ella a través del matrimonio. Las pruebas de ADN también arrojaron luz sobre su identidad: descartada la hipótesis de que fuera la madre o la abuela de Pakal el Grande, solo quedaba que se tratara de su esposa, que llegó a Palenque a los trece años, fruto de un pacto diplomático entre ambos reinos.
Isik Tz’aka’ab Ajaw, la gran señora de Palenque
Así pues, a la luz de los datos, todo apunta a que la conocida como “Reina Roja maya” o “Reina Roja de Palenque” es la esposa de Pakal el Grande, el soberano más importante de Lakam Ha' (el nombre original de la ciudad). Al parecer, su padre fue un gobernante de segunda, estrechamente ligado a la dinastía reinante de Palenque, hecho que atestigua el contrato de matrimonio efectuado entre su hija y el rey.
Isik Tz’aka’ab Ajaw tuvo, pues, el más alto estatus dentro de la sociedad maya y, como todas las esposas reales, debió ser la encargada de la custodia de los libros sagrados. Su vida, acaecida entre los muros de la ciudad, estuvo regada con comodidad y buen alimento, tal y como atestigua su ADN.
La sociedad maya estaba fuertemente jerarquizada. Las víctimas de los sacrificios rituales pertenecían siempre al estrato más bajo, al que sin duda pertenecerían las dos personas asesinadas para acompañar a la reina en su viaje al inframundo. Las pruebas de ADN también arrojaron luz sobre quiénes eran estos acompañantes: uno era una joven de entre 20 y 30 años, a la que le ataron las manos y le arrancaron el corazón. El otro, un niño de unos 12 años, al que decapitaron. En la tumba de Palenque han dormido los tres durante más de 1.350 años.
Por cierto, el porqué de la inexistencia de inscripciones es un tema que todavía no ha sido aclarado. Algunos estudiosos apuntan a que Isik Tz’aka’ab Ajaw fue asesinada y tuvieron que enterrarla rápidamente y con prisas; otros apuntan a que su marido, el rey Pakal, mandó borrar las inscripciones por razones desconocidas. Sea como fuere, su nombre para la historia ha quedado como la Reina Roja maya de Palenque.
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