Patricia estaba preparando la cena y acababa de poner en el horno un roscón casero que había aprendido a hacer la Navidad pasada, una receta que le había pasado su hermana y que originalmente provenía de su abuela materna, cuyas habilidades como repostera eran muy apreciadas en su familia.
Mientras tanto, su hijo de 4 años, Martín, estaba viendo en la televisión la cabalgata de los Reyes Magos; normalmente asistían en vivo todos los años, pero esa noche estaba lloviendo y hacía viento, así que habían decidido quedarse en casa.
Martín se giró a su madre y le preguntó: "Mami, ¿tú crees en los Reyes Magos?". Ella tardó un poco en responder, no porque no lo tuviera claro, sino porque se quedó ensimismada en sus pensamientos. Los años previos había tenido un sentimiento agridulce acompañado de una punzada extraña mientras veía la cara de su hijo al contemplar al rey Baltasar, su favorito, desfilando en su carroza.
No obstante, este año ya no le ocurría eso. Había acudido durante varias sesiones a terapia familiar; allí , guiada por el terapeuta y con la implicación de su familia, había recorrido un proceso de autoconocimiento que le había permitido entender el porqué de esos sentimientos: cuando ella era pequeña, en su casa se celebraba la Navidad con mucha alegría por parte de su madre, sin embargo, su padre no entendía la razón por la que había que decorar la casa y hacer regalos, para él era todo una farsa y sólo veía materialismo en esas fechas.
Patricia recordaba una escena en su casa de pequeña, mientras escuchaban una noticia sobre los Reyes Magos: oyó a su padre, un hombre poco cariñoso y algo exigente, comentar en voz baja que no entendía que engañasen así a los niños cuando estaba claro que eran sólo unos hombres disfrazados.
Esta actitud escéptica por parte de su padre chocaba con la ilusión y las ganas de creer de Patricia y, aunque de cara a la galería hasta el año pasado ella había mostrado siempre su mejor sonrisa, por dentro el espíritu navideño no le había calado del todo. En otras palabras, Patricia, desde pequeña, aprendió inconscientemente que para seguir siendo leal a su padre y estar unida a él debía parecerse a él, eso significaba no creer en la magia de las Fiestas.
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¿Debemos transmitir a los niños la existencia de los Reyes Magos?
El mundo de los niños es distinto al de los adultos; los pequeños tienen la capacidad de contemplar la vida desde el prisma de la magia y la ilusión y, en ocasiones, a determinadas edades incluso pueden confundir realidad y ficción.
Sin embargo, a medida que crecemos la sociedad se ocupa de hacernos ver claramente la diferencia entre la fantasía y lo real. Se trata de un proceso de maduración necesario, pero una cosa es hacerse mayor y otra bien distinta perder la capacidad de soñar. Muchos adultos ya no dedican nunca tiempo a jugar, alguien dijo una vez: "no dejamos de jugar porque nos hacemos viejos , sino que nos hacemos viejos porque dejamos de jugar".
Los padres mantienen la tradición de los regalos todas las Navidades y la van transmitiendo a las siguientes generaciones. ¿Cabría acaso pensar que estamos engañando a los niños cuando les hablamos sobre la existencia de unos seres que realmente no forman parte de la realidad? ¿Estamos traicionando su confianza en nosotros como padres? ¿Cómo afrontarán en un futuro el desengaño que les ofrece la cruda realidad? ¿Se sentirán defraudados o incluso estafados por sus progenitores, las personas más importantes de su vida?
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Defensores y detractores
Hay quienes defienden la idea de que es contraproducente crearles esa falsa creencia, dado que tarde o temprano habrán de aterrizar en la realidad, por lo que consideran que no tiene sentido retrasarlo. No obstante, si les cortamos las alas desde pequeños: ¿cómo esperamos que se conviertan en adultos esperanzados? ¿qué tipo de adultos esperamos que sean?
Cualquiera de nosotros que retroceda a su infancia recordará en la mayoría de los casos la emoción que se le despertaba cuando se acercaban las fechas navideñas y sí, probablemente al descubrir quiénes eran los verdaderos Reyes Magos sintió una pequeña decepción.
Personalmente me siento agradecida a mis padres y a los adultos que con esa buena intención contribuyeron a que yo mantuviese la ilusión cada año, esos nervios que me recorrían la noche anterior, esa sensación tan emocionante de irse a dormir y levantarse con la alegría de encontrarse algunas sorpresas en el salón de casa...
Muchos pedagogos consideran beneficioso para los niños mantener esta tradición, pues ellos se encuentran en una etapa en la que la magia, la ilusión les ayudan a desarrollar su creatividad y sus capacidades, a creer en sus sueños, a confiar, así cuando de adultos miren hacia atrás ese sentimiento mágico les servirá de inspìración para dejar que la vida les sorprenda.
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