A menudo las personas nos preguntamos en qué medida las experiencias que tuvimos en la infancia, especialmente las que pudimos compartir con nuestros padres u otras figuras de relevancia, pudieron condicionar nuestra forma de ser y relacionarnos en la vida adulta.
El ser humano llega al mundo sumergido en la más absoluta vulnerabilidad, pues precisa de varios meses para conquistar una mínima autonomía. Es por ello que dependemos de otros para sobrevivir, forjando con nuestro entorno cercano un necesario vínculo de apego.
Estas figuras de apego no habrán de garantizar únicamente los recursos necesarios para sobrevivir, sino también los esenciales para vivir, pues se erigirán como la primera fuente de amor y comprensión sobre la que el niño depositará sus expectativas y anhelos.
Es por ello que el apego contribuye de manera decisiva a construir los fundamentos básicos del sentido privado de seguridad, en un periodo etario crítico para la maduración emocional y social. Conocerlo, pues, es importante para comprender quiénes somos y por qué.
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El apego: ¿qué es?
El apego es un concepto ampliamente estudiado en la literatura científica, especialmente a partir de las teorías de John Bowlby sobre la construcción de nuestras primeras relaciones durante la infancia.
Como término hace referencia al modo particular en que las personas tienden a interactuar con aquellos con quienes establecen un vínculo relevante, incluyendo los sentimientos de intimidad y compromiso sobre los que se asientan los sutiles lazos de una relación humana.
El apego sería el pentagrama sobre el cual se desarrollaría la melodía social, y hundiría sus raíces en el albor de las primeras relaciones. En el breve periodo que comprende la infancia de cualquier ser humano, la sensación de disponibilidad de los padres (u otras personas que pudieran ser equiparables en términos afectivos) ante el eventual daño o la amenaza, moldearía positivamente la visión de un entorno cambiante en su misma naturaleza, para tornarlo previsible y confortable para ser explorado sin que el miedo inhiba la curiosidad.
Las teorías del apego sostienen que las características particulares del sistema nervioso en este periodo evolutivo propiciarían cambios neuroplásticos sobre los que se construiría a posteriori el cerebro adulto, pese a que resulte imposible cincelar recuerdos que puedan ser evocados deliberadamente (puesto que el hipocampo madura tras casi un lustro de vida). El miedo en este periodo evolutivo tornaría la vulnerabilidad en desamparo, extendiéndose en lo sucesivo a todos los rincones de la experiencia subjetiva de los años venideros.
Con el propósito de evaluar el modo en que los niños interactúan con sus figuras de apego, que es la medida a partir de la cual puede extraerse información con la que determinar la integridad de estos vínculos y sus consecuencias emocionales, la Psicología cuenta con el procedimiento de la “situación extraña”. A través de esta técnica se expone al niño a una secuencia estructurada de encuentros y desencuentros con su cuidador principal y un sujeto desconocido, evaluando sus reacciones ante la aproximación y distanciamiento de ambos.
A través de la aplicación de esta estrategia han podido determinarse cuatro estilos distintos de apego, que describen modos particulares de sentimiento y conducta que surgen durante la interacción. Todos ellos tienen un papel esencial para entender el modo en que tendemos a establecer vínculos, no solo en la infancia, sino también durante el resto del ciclo vital. Seguidamente nos detendremos en esbozar una breve descripción de cada uno de ellos y de sus posibles implicaciones personales o sociales.
1. Apego seguro
Los niños con apego seguro perciben a sus padres (o análogos) como figuras confiables, a las que pueden recurrir en el supuesto de que sus pesquisas sobre el entorno impliquen accidentalmente una situación de peligro potencial. Los niños que disponen de este estilo concreto tienden a buscar a sus cuidadores cuando experimentan alguna emoción difícil, logrando así un alivio de la misma. Cuando los padres desaparecen se sienten incómodos solo al principio, recuperando el contacto de forma natural cuando se produce su retorno.
Las personas adultas con este estilo de apego experimentan una sensación de satisfacción general en sus relaciones con otros, pudiendo establecer un marco relacional que facilite el desarrollo saludable de todos los implicados. La honestidad y la confianza se alzan como el tejido con el que se bordan las costuras de la amistad o de la relación de pareja, pudiendo establecer una ligazón emocional profunda con quienes consideran merecedores de ello. Es la forma más común de apego, y actúa como factor de protección ante la psicopatología.
2. Apego preocupado o ansioso
Los niños que presentan este estilo de vinculación con sus padres no tienen la seguridad de disponer de la ayuda que pudieran precisar en caso de necesidad. Esta incertidumbre propicia que el interés por el entorno se vea condicionado por el miedo, de modo tal que la exploración queda limitada por una inseguridad latente pero constante. Este sentimiento se ve exacerbado en aquellos casos en los que los padres recurren a la amenaza de abandono como mecanismo para controlar las conductas disruptivas.
Las personas adultas con este estilo de apego tienden a evitar sus emociones al considerar que podrían verse abrumadas por su intensidad, lo que dificulta la adquisición de recursos esenciales para la regulación de las experiencias internas. A menudo se vive la cotidianidad desde una ambivalencia entre la aproximación y el rechazo, pues ambas generan tal grado de malestar que la persona deambula en el vaivén de los espacios grises que lindan entre una y otra. El miedo al abandono, y la sensación de inadecuación, pueden ser recurrentes.
3. Apego temeroso o evitativo
El niño con este patrón de apego percibe que todo intento por buscar el confort que pueda proporcionarle su figura de cuidado concluirá en una situación de abierta burla o desprecio, que además se verá sucedida por la ausencia total de protección y seguridad junto a una nociva sensación de indefensión aprendida. Esta circunstancia contribuye a que el niño trate de adoptar una posición de autosuficiencia, en un intento por construir escenarios en los que sentirse seguro sin la contribución de los demás.
En la edad adulta, este estilo de apego se caracteriza por la búsqueda deliberada de la soledad y por la incomodidad en las relaciones personales. La independencia adquiere una importancia capital, surgiendo un temor cerval ante la expectativa de compromiso con otras personas en los ámbitos de la amistad o la pareja. La búsqueda de trabajos solitarios y el desinterés por forjar nuevas relaciones pueden ser también habituales.
4. Apego desorganizado
Los niños que desarrollan este estilo concreto han vivido múltiples situaciones con sus figuras de apego explícitamente amenazantes, puesto que estas adoptan una actitud negligente o incluso abusiva (en el amplio sentido del término). Debido a que el infante no puede asumir una emancipación física o emocional, permanecería necesariamente próximo al influjo pernicioso de sus cuidadores, mostrándose ansioso tanto en su presencia como en su ausencia (caóticos y desorganizados).
Este estilo de apego genera huellas profundas en la personalidad y la autoimagen, siendo por ello el que presenta una relación más estrecha con la psicopatología del adulto y del niño. A continuación se realizará una somera revisión sobre las evidencias disponibles en cuanto a las consecuencias sobre la salud mental atribuibles a las modalidades de apego inseguro (preocupado, temeroso y desorganizado).
Apego y problemas de salud mental en la vida adulta
Existen diversos estudios que pretenden explorar la posible relación que se establece entre el apego en la infancia y el desarrollo de trastornos psicológicos durante la vida adulta. Aun con todo, la multiplicidad de influencias que convergen para dar forma a un individuo hace difícil aislar con precisión el papel de estas interacciones tempranas sobre la salud, pese a disponer de numerosos datos que sugieren tal conexión.
Existe evidencia científica de que los apegos inseguros se relacionan con una prevalencia superior de trastornos del estado de ánimo y de ansiedad, así como a la expresión clínica de la sintomatología obsesivo-compulsiva. La presencia de celos en el seno de las relaciones sentimentales también es más frecuente entre quienes tienen un patrón inseguro de apego, y a menudo hunde sus raíces en una íntima sensación de inseguridad y temor al abandono.
Otros autores consideran que el apego ansioso podría suponer el germen de un posterior trastorno de la estructura de la personalidad, tanto del clúster B (histriónico o límite) como del clúster C (dependiente), mientras que el evitativo se relacionaría con el trastorno de la personalidad homónimo (evitativo). En todo caso, las dificultades para regular la experiencia emocional se alzan como el factor común subyacente a esta extensa psicopatología.
El impacto del estilo de apego sobre la salud mental es un tema de rabiosa actualidad en el ámbito de la Psicología científica, puesto que podría tratarse de un elemento explicativo de tremendo valor para entender los factores de riesgo distales de muchos trastornos mentales que limitan la calidad de vida de la población. Se trata de un área en continua expansión, de la que apenas hemos empezado a desentrañar su superficie.
También es importante considerar que muchos estudios apuntan en la dirección de que el apego no tiene por qué erigirse como una realidad rígida e inmutable, sino que puede experimentar transformaciones durante el desarrollo de la vida como consecuencia del trabajo personal y el establecimiento de relaciones que aporten espacios para la reparación emocional.
La mente de un niño alberga el potencial de construir una vida feliz. Pese a la vulnerabilidad que lo acompaña en el momento de su nacimiento, los primeros años son elementales para definir quiénes seremos y qué senderos recorreremos en el trepidante viaje de la existencia. Las primeras relaciones sociales son, en este sentido, la clave para encauzar el desarrollo hacia la plenitud biológica, social y emocional.