Tradicionalmente, la cría y el cuidado de los hijos ha sido uno de esos ámbitos asociados con lo femenino: en este caso, más concretamente, con el rol de la madre. El reino de lo materno parece abarcar todo lo que es relevante para nosotros durante los primeros meses de nuestra vida. Una madre proporciona calor, alimento, afecto y la primera toma de contacto con el lenguaje (incluso antes de haber nacido, su voz es audible desde el útero).
Yendo un poco más lejos, podríamos sostener, tal y como sugirió el psicoanalista francés Jacques Lacan, que la mirada que una madre dirige hacia nosotros es en sí el espejo ante el que nos forjamos una idea muy primitiva de nuestro propio “yo”. En este sentido, el germen de lo que un día será nuestra identidad es arrojada hacia nosotros por un ser querido.
La paternidad masculina
Si bien no es raro en psicoanalistas como Lacan enfatizar la figura de la madre, sorprende ver hasta qué punto la concepción de lo materno como algo sagrado está enraizada en lo más hondo de nuestra cultura. Y, sin embargo, los machos adultos de nuestra especie se muestran perfectamente capaces de criar y educar a sus retoños, (e incluso niños adoptados). Esto se cumple también en casos en los que no se da el modelo tradicional de familia nuclear, con padre, madre y descendencia.
Además, hace mucho que nos dimos cuenta de que el ser humano es un caso único de cuidado paternal de entre todas las formas de vida. Esto es así, básicamente, porque en la mayoría de los animales en los que se da la reproducción sexual el papel del padre es bastante discreto. Veámoslo.
Rareza evolutiva
En primer lugar, lo normal en los vertebrados es que el rol reproductor del macho se limite a la búsqueda de pareja y la cópula. Evidentemente, esto significa que el momento de “ser padre” y el nacimiento de las crías se produce en dos fases bien diferenciadas. Para cuando las pobres crías han llegado al mundo, el macho progenitor está lejos, tanto en el tiempo como en el espacio. El papel del “padre que va a comprar tabaco” está perfectamente normalizado en la genética del reino animal.
En segundo lugar, porque, si desviamos la mirada hacia otras ramas del árbol evolutivo en el que estamos incluidos, tendremos muchísimas ocasiones de ver aplicado el siguiente esquema:
1. Una pareja fuertemente cohesionada formada por la hembra y la cría.
2. Una figura paterna, cuyo rol es bastante secundario, encargada de hacer que la relación mantenida en la díada hembra-cría pueda durar el tiempo suficiente para criar un organismo adulto con plenas capacidades.
En aquellos casos en los que el macho se preocupa de manera activa por la seguridad de sus crías, su rol se suele limitar a eso mismo, intentar garantizar la supervivencia de los suyos frente cualquier amenaza. Podría decirse, por ejemplo, que para un gran gorila dorsicano ser padre significa intentar espachurrar cualquier cosa que pueda molestar a su descendencia.
Como consecuencia de esto, son muy pocas las especies en las que las funciones entre machos y hembras en lo que al cuidado de las crías se refiere se acerquen a la simetría. Sólo en las aves y en algunos mamíferos en los que en grado de dimorfismo sexual* es bajo es bajo, el lazo paternofilial será fuerte… y esto ocurre en contadísimas ocasiones. Además, al menos en el resto de animales, un rol paterno fuerte es sinónimo de monogamia**.
Lo curioso de esto es que estas condiciones son raras incluso en animales tan sociales como los simios. Los parientes no extintos más cercanos a nosotros evolutivamente cuyos machos cuidan a las crías son los gibones y el siamang, y ambos son primates que ni siquiera pertenecen a la familia de los homínidos, a la que pertenece el Homo sapiens. Nuestros parientes vivos más cercanos, los chimpancés y los bonobos, no son monógamos y las relaciones entre los machos y sus crías son débiles. El caso de los humanos, además, es especial, porque parece que tendemos hacia la monogamia sólo parcialmente: puede que lo nuestro sea monogamia social, pero no monogamia sexual.
Rompiendo el paradigma
Sea como sea, en el ser humano moderno nos encontramos con una especie que presenta poco dimorfismo sexual y una tendencia, por lo menos estadística, hacia la monogamia social. Esto significa que la participación en el cuidado de los hijos es similar en padres y madres (aunque es muy discutible que esta implicación por ambas partes sea igual o simétrica).
Siendo así, es posible que quien lee estas líneas se esté preguntando en qué se fundamenta exactamente el apego que los hombres sienten por sus hijos y todo lo relacionado con su conducta parental (o, en otros términos, el “instinto paternal”). Hemos visto que, muy probablemente, la monogamia social sea una opción que se ha tenido lugar recientemente en nuestra cadena de ancestros homínidos. También se ha señalado lo raro que es el rol genuinamente paterno en el árbol evolutivo, incluso entre las especies más parecidas a la nuestra. Por tanto, sería razonable pensar que, biológicamente y psicológicamente, las mujeres están mucho mejor preparadas para criar hijos, y que la crianza por parte de los padres es una imposición circunstancial a la que los hombres no tienen más remedio que amoldarse, una “chapuza” de última hora en la evolución de nuestra especie.
¿Hasta qué punto el cuidado paterno de la descendencia es algo central en la conducta de los hombres?¿Está preparado el cerebro de todos los Homo sapiens para amoldarse al papel de padre?
Si bien establecer una comparación entre la adecuación de la psicología masculina y femenina para el rol de padre o madre daría para un debate eterno, sí hay evidencia científica para sostener que, al menos en parte, la paternidad cambia la estructura del cerebro de los hombres, algo que también les ocurre a las mujeres con la maternidad. Durante los primeros meses del postparto aumenta la materia gris presente en áreas del cerebro del hombre importantes en el procesamiento de la información social (corteza prefrontal lateral) y la motivación parental (hipotálamo, núcleo estriado y amígdala). A la vez, la reconfiguración cerebral afecta a otras zonas del cerebro, esta vez reduciendo su volumen de materia gris. Esto ocurre en la corteza orbitofrontal, la ínsula y la corteza cingulada posterior. Es decir: el repertorio de conductas nuevas que conlleva ser padre se ve correspondido por un repertorio de cambios físicos en el encéfalo.
Todo esto lleva a pensar que, por motivos más o menos genéticos, más o menos sociales, el ajuste del comportamiento del hombre a su nuevo rol como cuidador está fuertemente fundamentado en la biología de su propio cerebro. Así se explica que, por norma general, todos los humanos puedan adaptarse a las nuevas responsabilidades que conlleva tener un hijo o una hija.
Tintes morales
Ahora bien, podría decirse que la cuestión de si el interés mostrado ante los hijos tiene la misma naturaleza en hombres y en mujeres está teñido por un componente moral, emotivo o incluso visceral. La aparentemente aséptica cuestión “¿puede la paternidad ser comparable a la maternidad?” se transforma en “¿tienen los hombres la misma capacidad para entregarse a un amor noble y puro por los hijos, tal y como claramente ocurre en las mujeres?” Esta pregunta, aunque perfectamente legítima, es difícil de responder.
Sabemos que la realidad es algo muy complejo y que nunca puede ser abarcado por cada una de las investigaciones que se realizan diariamente. En cierto sentido, traducir un tema que genera interés personal en una hipótesis abordable desde el método científico conlleva dejar elementos de la realidad fuera de la investigación***. Sabemos también que, como la realidad es tan complicada, dentro del cuerpo teórico aportado por la ciencia siempre quedan resquicios de incertidumbre desde los cuales es posible replantearse las conclusiones de una investigación. En ese sentido, el método científico es a la vez una manera de generar conocimiento y una herramienta para poner a prueba sistemáticamente lo que nos parece obvio. Para el caso que nos ocupa esto significa que, de momento, la honorabilidad del rol paterno puede estar a salvo ante el sentido común…
Sin embargo, alguien podría plantease, por ejemplo, que el interés por la descendencia que muestran los machos de algunas especies (y su correspondiente adaptación neuroanatómica) es sólo una estrategia para vigilar de cerca a la descendencia y a la hembra con la que se ha procreado, llegando incluso a autoengañarse acerca de la naturaleza de sus sentimientos; todo ello para asegurar su propia continuidad genética en el tiempo. Cabe destacar, sin embargo, que el núcleo de este problema no es sólo cuestión de diferencias entre sexos, sino que depende de nuestra manera de entender la interacción entre la genética y nuestras relaciones afectivas. Sentir apego por la descendencia por motivos exclusivamente biológicos es algo de lo que las hembras también podrían ser sospechosas.
Algunas personas opinan, no sin parte de razón, que la especulación científica intensa y demasiado continua puede resultar desalentadora. Afortunadamente, junto al pensamiento puramente científico nos acompaña la certeza de que nuestros propios sentimientos y estados subjetivos de consciencia son genuinos en sí mismos. Sería una lástima que una concepción de la psicología humana radicalmente fisicalista arruinara una experiencia paternofilial.
Notas de autor:
* Diferencias en el aspecto y tamaño entre macho y hembra
** Existe, sin embargo, un caso muy curioso en el que el macho cuida de la descendencia al margen de la hembra. En los peces de la familia de los signátidos, a la que pertenecen por ejemplo los caballitos de mar, los machos son los encargados de incubar los huevos en una cavidad de su cuerpo. Después de la eclosión de los huevos, el macho expulsa a las crías mediante una serie de movimientos parecidos a convulsiones y luego se desentiende de ellas… o, al menos, de las que no se ha comido para entonces. En resumen, no se trata de un caso especialmente entrañable y es mejor no trazar paralelismos entre esto y lo que ocurre en los humanos.
*** En filosofía de la ciencia, este dilema es abordado desde un posicionamiento llamado reduccionismo y desde los enfoques filosóficos opuestos a este.
Newsletter PyM
La pasión por la psicología también en tu email
Únete y recibe artículos y contenidos exclusivos
Suscribiéndote aceptas la política de privacidad