La inteligencia que caracteriza a nuestra especie nos ha permitido realizar proezas increíbles y nunca antes vistas en el mundo animal: construir civilizaciones, utilizar el lenguaje, crear entramados sociales muy amplios, tener consciencia y hasta ser capaces de (casi) leer la mente.
Sin embargo, existen motivos para pensar que el hecho de tener un cerebro privilegiado nos ha salido caro.
El precio de un gran cerebro
Desde el punto de vista de la biología, la inteligencia tiene un precio. Y se trata, además, de un precio que en ciertas situaciones podría resultar muy caro. El uso de la tecnología y el aprovechamiento del conocimiento cedido por generaciones pasadas puede hacer que nos hayamos olvidado de esto y, sin embargo, desde que Darwin nos incluyó en el árbol evolutivo y a medida que la ciencia va desentrañando la relación entre el cerebro y nuestra conducta, la frontera que nos separa del resto de animales se ha ido derrumbando. A través de sus escombros se entrevé un nuevo problema.
Los Homo sapiens, como formas de vida sujetas a la selección natural, disponemos de unas características que pueden resultar útiles, inútiles o perjudiciales dependiendo del contexto. ¿No será la inteligencia, nuestro principal rasgo como seres humanos, una característica más? ¿Es posible que el lenguaje, la memoria, la capacidad para planificar... sean sólo estrategias que se han ido desarrollando en nuestro organismo como resultado de la selección natural?
La respuesta a ambas preguntas es "sí". Una mayor inteligencia se fundamenta en cambios anatómicos drásticos; nuestra capacidad cognitiva no es un don concedido por los espíritus, sino que se explica, por lo menos en parte, por cambios drásticos a nivel neuroanatómico en comparación con nuestros ancestros.
Esta idea, que resultó tan costosa de admitir en tiempos de Darwin, implica que hasta la utilización de nuestro cerebro, un conjunto de órganos que nos parece tan claramente ventajoso en todos los sentidos, puede resultar un lastre en algunas ocasiones.
Desde luego, se podría discutir largo y tendido acerca de si los avances cognitivos de los que disponemos han causado más fortuna o más dolor. Pero, yendo a lo simple y a lo inmediato, el principal inconveniente de tener un cerebro como el nuestro es, en términos biológicos, su altísimo consumo de energía.
El consumo de energía en el encéfalo
A lo largo de los últimos millones de años, la línea evolutiva que va desde la extinción de nuestro último antepasado común con los chimpancés hasta la aparición de nuestra especie se ha caracterizado, entre otras cosas, por ver cómo el cerebro de nuestros antepasados se iba agrandando cada vez más. Con la aparición del género Homo, hace algo más de 2 millones de años, este tamaño del encéfalo en proporción al cuerpo subió bruscamente, y desde entonces este conjunto de órganos se ha ido agrandando con el paso de los milenios.
El resultado fue que dentro de nuestra cabeza subió mucho la cantidad de neuronas, glía y estructuras encefálicas que quedaban "liberadas" de tener que dedicarse a tareas tan rutinarias como el control de los músculos o el mantenimiento de las constantes vitales. Esto hizo que pudiesen dedicarse a procesar la información ya procesada por otros grupos de neuronas, haciendo que por primera vez el pensamiento de un primate tuviese las "capas" de complejidad suficiente como para permitir la aparición de las ideas abstractas, el uso del lenguaje, la creación de estrategias a largo plazo, y, en definitiva, todo lo que asociamos a las virtudes intelectuales de nuestra especie.
Sin embargo, la evolución biológica no es algo que en sí misma costee el precio de estas modificaciones físicas en nuestro sistema nervioso.La existencia de la conducta inteligente, al depender de la base material que ofrece esa maraña de neuronas que hay dentro de nuestras cabezas, necesita que esa parte de nuestro organismo esté sana y bien mantenida.
Para poder conservar un encéfalo funcional hacen falta recursos, es decir, energía... y resulta que cerebro es un órgano energéticamente muy costoso: aunque supone alrededor del 2% del peso total del cuerpo, consume más o menos el 20% de la energía utilizada en estado de reposo. En otros simios contemporáneos a nosotros el tamaño del cerebro en comparación al resto del cuerpo es menor y, por supuesto, también lo es su consumo: de media, alrededor del 8% de la energía durante el reposo. El factor de la energía es uno de los principales inconvenientes relacionados con la expansión cerebral necesaria para llegar a tener una inteligencia similar a la nuestra.
¿Quién costeó la expansión del cerebro?
La energía necesaria para desarrollar y mantener estos cerebros nuevos tuvo que salir de alguna parte. Lo difícil es saber qué cambios en nuestro cuerpo sirvieron para pagar esa expansión del encéfalo.
Hasta hace poco, una de las explicaciones acerca de en qué consistía este proceso de compensación era la de Leslie Aiello y Peter Wheeler.
La hipótesis del tejido caro
Según la hipótesis del "tejido caro" de Aiello y Wheeler,la mayor demanda energética producida por un cerebro más grande tuvo que ser compensada también por un acortamiento del tracto gastrointestinal, otra parte de nuestro organismo que también es muy costosa energéticamente. Tanto el cerebro como el intestino compitieron durante un periodo evolutivo por unos recursos insuficientes, así que uno tenía que crecer en detrimento del otro.
Para mantener una maquinaria cerebral más compleja, nuestros ancestros bípedos no podían depender de los pocos bocados vegetarianos disponibles en la sabana; necesitaban más bien una dieta que incluyese una cantidad significativa de carne, un alimento muy rico en proteínas. A la vez, dejar de depender de las plantas a la hora de comer permitió que el sistema digestivo se acortara, con el consiguiente ahorro de energía. Además, es muy posible que el hábito de cazar regularmente fuese causa y a la vez consecuencia de una mejora en la inteligencia general y la gestión de su consumo energético correspondiente.
En definitiva, según esta hipótesis la aparición en la naturaleza de un encéfalo como el nuestro sería un ejemplo de claro trade-off: la ganancia de una cualidad conlleva la pérdida de al menos otra cualidad. A la selección natural no le impresiona la aparición de un cerebro como el nuestro. Su reacción es más bien: “o sea que has optado por jugar la carta de la inteligencia… bien, veamos cómo te va de ahora en adelante”.
Sin embargo, la hipótesis de Aiello y Wheeler ha perdido su popularidad a lo largo del paso del tiempo, porque los datos en los que se basaba no eran fiables. Actualmente se considera que existen pocas pruebas de que el aumento del cerebro se saldase con una compensación tan clara como la reducción de tamaño de ciertos órganos y que gran parte de la pérdida de energía disponible se amortiguó gracias al desarrollo del bipedismo. Sin embargo, solo este cambio no tuvo por qué compensar totalmente el sacrificio que supone emplear recursos en mantener un encéfalo costoso.
Para algunos investigadores, una porción de los recortes que se realizaron para ello queda plasmada en la disminución de la fuerza de nuestros antepasados y de nosotros mismos.
El primate más débil
Aunque un chimpancé adulto raramente supera los 170 cm de altura y los 80kg, es bien sabido que ningún miembro de nuestra especie sería capaz de ganar una lucha cuerpo a cuerpo con estos animales. El más enclenque de estos simios sería capaz de agarrar por el tobillo al Homo sapiens medio y fregar el suelo con él.
Esto es un hecho al que se hace referencia, por ejemplo, en el documental Proyecto Nim, en el que se explica la historia de un grupo de personas que intentaron criar a un chimpancé como si fuese un bebé humano; a las dificultades en la educación del simio se le unía la peligrosidad de sus estallidos de ira, que podían terminar en lesiones graves con una facilidad alarmante.
Este hecho no es casual, y no tiene nada que ver con esa visión simplista de la naturaleza según la cual las bestias salvajes se caracterizan por su fuerza. Es muy posible que esta humillante diferencia en la fuerza de cada especie se deba al desarrollo que ha sufrido nuestro cerebro a lo largo de su evolución biológica.
Además, parece ser que nuestro encéfalo ha tenido que desarrollar nuevas formas de gestionar la energía. En una investigación cuyos resultados fueron publicados hace un par de años en PLoS ONE, se comprobó que los metabolitos utilizados en varias zonas de nuestro cerebro (es decir, las moléculas utilizadas por nuestro cuerpo para intervenir en la extracción de energía a partir de otras sustancias) han evolucionado a un ritmo mucho más rápido de lo que lo han hecho los de otras especies de primates. Por otro lado, en la misma investigación se observó que, eliminando el factor de la diferencia de tamaño entre especies, la nuestra tiene la mitad de fuerza que la del resto de simios no extintos que se estudiaron.
Mayor consumo de energía cerebral
Como no disponemos de la misma robustez corporal que el resto de grandes organismos, este mayor consumo en el nivel de la cabeza tiene que ser compensado constantemente por maneras inteligentes de encontrar recursos energéticos usando todo el cuerpo.
Nos encontramos por ello en un callejón sin retorno de la evolución: no podemos parar de buscar maneras nuevas de enfrentar los retos cambiantes de nuestro entorno si no queremos perecer. Paradójicamente, dependemos de la capacidad para planificar e imaginar que nos proporciona el mismo órgano que nos ha robado la fuerza.
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Referencias bibliográficas:
- Aiello, L. C., Wheeler, P. (1995). The expensive tissue hypothesis: the brain and digestive system in human and primate evolution. Current Anthropology, 36, pp. 199 - 221.
- Arsuaga, J. L. y Martínez, I. (1998). La especie elegida: la larga marcha de la evolución humana. Madrid: Ediciones Planeta.
- Bozek, K., Wei, Y., Yan, Z., Liu, X., Xiong, J., Sugimoto, M. et al. (2014). Exceptional Evolutionary Divergence of Human Muscle and Brain Metabolomes Parallells Human Cognitive and Physical Uniqueness. Plos Biology, 12(5), e1001871.