La demencia es una de las principales preocupaciones de salud pública en el mundo actual, afectando a más de 60 millones de personas y generando un enorme impacto social, emocional y económico. Tradicionalmente, se ha considerado que el riesgo de desarrollar demencia está ligado al envejecimiento o a factores genéticos inmodificables.
Sin embargo, investigaciones recientes han comenzado a desafiar esta visión, sugiriendo que el riesgo de sufrir demencia podría gestarse mucho antes de la vejez, incluso desde la infancia. Esta nueva perspectiva plantea preguntas cruciales: ¿Es posible prevenir la demencia desde etapas tempranas de la vida? ¿Qué hábitos o factores influyen en nuestro cerebro desde la niñez?
¿Cómo son las demencias?
La demencia es un síndrome caracterizado por el deterioro progresivo de las funciones cognitivas, como la memoria, el razonamiento, el lenguaje y la capacidad para realizar actividades cotidianas. Existen varios tipos de demencia, siendo la enfermedad de Alzheimer la más común, seguida de la demencia vascular, la demencia con cuerpos de Lewy y la demencia frontotemporal. Los síntomas suelen aparecer de manera gradual e incluyen confusión, pérdida de memoria, cambios en la personalidad y dificultades para comunicarse o tomar decisiones.
El impacto de la demencia va más allá del individuo, afectando profundamente a las familias y a la sociedad en general. Las personas que la padecen requieren cuidados constantes, lo que genera una carga emocional y económica significativa para los cuidadores y los sistemas de salud. Actualmente, más de 60 millones de personas viven con demencia en el mundo, lo que provoca más de 1.5 millones de muertes al año y un costo anual estimado en 1.3 billones de dólares para la economía global.
A pesar de décadas de investigación y grandes inversiones, la demencia aún no tiene cura, lo que resalta la importancia de la prevención y la concienciación sobre los factores de riesgo asociados a esta condición.
Factores de riesgo tradicionales y el enfoque en la mediana edad
Durante mucho tiempo, la prevención de la demencia se ha centrado en la identificación y el control de ciertos factores de riesgo modificables que suelen manifestarse en la mediana edad, es decir, entre los 40 y 60 años. Entre estos factores destacan la obesidad, la hipertensión arterial, la diabetes, el tabaquismo, el consumo excesivo de alcohol, la inactividad física y la baja estimulación cognitiva. Se estima que hasta el 45% de los casos de demencia podrían prevenirse si se lograra reducir la exposición a estos 14 factores de riesgo identificados a nivel mundial.
Esta perspectiva ha llevado a que muchas campañas de salud pública y recomendaciones médicas se enfoquen en adultos de mediana edad, con la idea de que intervenir en este periodo puede ofrecer los mayores beneficios. Sin embargo, este enfoque presenta limitaciones importantes.
Por un lado, modificar hábitos y conductas que llevan décadas arraigadas resulta sumamente difícil. Por otro, muchas personas ya han estado expuestas a los efectos dañinos de estos factores desde mucho antes de llegar a la mediana edad.
Por ello, aunque la prevención en la adultez sigue siendo fundamental, cada vez más expertos sugieren que es necesario ampliar la mirada e intervenir mucho antes para lograr un impacto real en la reducción del riesgo de demencia.
- Artículo relacionado: "Tipos de demencias: las 8 formas de pérdida de cognición"
El inicio temprano de los factores de riesgo
La evidencia científica reciente ha demostrado que muchos de los factores de riesgo asociados a la demencia no surgen repentinamente en la adultez, sino que comienzan a desarrollarse desde etapas muy tempranas de la vida, especialmente durante la adolescencia y la juventud. Por ejemplo, la obesidad infantil es un problema creciente a nivel mundial, y se sabe que aproximadamente el 80% de los adolescentes con obesidad continuarán siéndolo en la adultez. Este patrón se repite con otros factores de riesgo, como la hipertensión arterial y la inactividad física, que suelen establecerse en la adolescencia y persistir a lo largo de los años.
El inicio del consumo de tabaco y alcohol también suele darse en la adolescencia. Diversos estudios han mostrado que la mayoría de los adultos fumadores o bebedores comenzaron estos hábitos poco antes o durante la adolescencia, lo que significa que los daños asociados a estas conductas pueden acumularse durante décadas antes de que aparezcan los primeros síntomas de deterioro cognitivo. Además, la falta de ejercicio y la mala alimentación, comportamientos que se consolidan en la juventud, contribuyen a un entorno propicio para el desarrollo de enfermedades crónicas que aumentan el riesgo de demencia.
Modificar hábitos ya arraigados en la adultez es un desafío considerable. Las conductas aprendidas y repetidas durante años tienden a volverse automáticas y difíciles de cambiar, incluso cuando las personas son conscientes de los riesgos para su salud. Por ello, los expertos coinciden en que la prevención más efectiva no consiste únicamente en tratar de corregir comportamientos dañinos en la adultez, sino en evitar que estos se establezcan desde el principio.
En este sentido, la infancia y la adolescencia representan ventanas de oportunidad clave para intervenir y fomentar estilos de vida saludables, lo que podría reducir significativamente la prevalencia de factores de riesgo y, en consecuencia, el riesgo de desarrollar demencia en etapas posteriores de la vida.
¿Puede la infancia marcar la diferencia?
La investigación científica está revelando que la infancia podría desempeñar un papel mucho más importante en el riesgo de desarrollar demencia de lo que se pensaba hasta hace poco. Estudios longitudinales, que han seguido a personas desde su niñez hasta la vejez, han encontrado que la capacidad cognitiva en la infancia es uno de los mejores predictores del rendimiento cognitivo en la adultez mayor.
Por ejemplo, se ha observado que quienes presentan habilidades cognitivas más bajas a los 11 años tienden a mantener ese nivel relativo a lo largo de su vida, incluso hasta los 70 años. Esto sugiere que las diferencias en el funcionamiento cerebral asociadas a la demencia pueden tener raíces que se remontan a la niñez, y no ser solo consecuencia de un deterioro acelerado en la vejez.
Además, los avances en neuroimagen han permitido identificar cambios cerebrales en adultos mayores que parecen estar más relacionados con exposiciones a factores de riesgo durante la infancia y la adolescencia que con el estilo de vida actual. Por ejemplo, la mala nutrición, la falta de estimulación intelectual, el estrés crónico o la exposición a ambientes poco saludables en los primeros años de vida pueden dejar huellas duraderas en la estructura y el funcionamiento del cerebro. Estas huellas pueden aumentar la vulnerabilidad a enfermedades neurodegenerativas décadas más tarde.
Estos hallazgos han llevado a los expertos a replantear la prevención de la demencia como un proceso que debe comenzar mucho antes de la adultez. Promover desde la infancia una alimentación equilibrada, el ejercicio regular, la estimulación cognitiva y el desarrollo emocional saludable puede ser clave para fortalecer la “reserva cognitiva” y reducir el riesgo de deterioro en la vejez. Así, la infancia no solo es una etapa de aprendizaje y crecimiento, sino también una oportunidad crucial para sentar las bases de una buena salud cerebral a lo largo de toda la vida.
Prevención a lo largo de la vida: un nuevo paradigma
La creciente evidencia sobre el impacto de los factores de riesgo en etapas tempranas ha impulsado un cambio de paradigma en la prevención de la demencia. Ahora, los expertos proponen que la protección de la salud cerebral debe ser un objetivo que nos acompañe durante toda la vida, y no solo una preocupación de la vejez o la mediana edad. Este enfoque integral reconoce que la prevención efectiva requiere intervenciones coordinadas a nivel individual, familiar, comunitario y de políticas públicas.
Entre las recomendaciones más relevantes se encuentran la promoción de entornos saludables, el acceso a una educación de calidad desde la infancia, y la implementación de políticas que faciliten el acceso a una alimentación equilibrada y la práctica regular de actividad física. También se destaca la importancia de fortalecer la salud mental y emocional desde edades tempranas, así como fomentar la estimulación cognitiva y la participación social.
Es importante aclarar que la solución no pasa por medicar masivamente a niños o adolescentes, sino por crear las condiciones necesarias para que adopten hábitos saludables de manera natural. Así, la prevención de la demencia se convierte en una responsabilidad compartida, donde cada etapa de la vida ofrece una oportunidad para proteger y fortalecer el cerebro.
Conclusiones
La evidencia científica muestra que el riesgo de demencia puede comenzar mucho antes de lo que imaginamos, incluso en la infancia. Adoptar hábitos saludables desde edades tempranas y promover entornos favorables para el desarrollo cerebral son claves para reducir la incidencia de esta enfermedad. Nunca es demasiado pronto —ni demasiado tarde— para cuidar nuestro cerebro y apostar por una mejor calidad de vida en el futuro.


Newsletter PyM
La pasión por la psicología también en tu email
Únete y recibe artículos y contenidos exclusivos
Suscribiéndote aceptas la política de privacidad