Comer es lo primero que hacemos al nacer. ¿Nuestro primer acto independiente? Y por ello es algo tan amplio que podría decirse que toda nuestra historia se monta y construye sobre el acto de comer.
No se trata de una actividad parcial. Es la madre de todas ellas. Nuestra manera de vincularnos a los otros tiene que ver con ella.
El amor empieza por la incorporación de lo que nos dan. Es líquido y dulce. Es la primera aceptación. Luego vendrán cosas de otros sabores, y con superficies que oponen más resistencia. Y las aceptaremos por amor. O no. En ese entonces el amor y el placer nacen juntos. Y se separan pronto. Pero no totalmente. Como el mar y el río vuelven a estar unidos y a desunirse en momentos claves pero no ajenos de sentido.
Comprendiendo la comensalidad
El placer sin amor lleva a la muerte. La comida bajo el exclusivo imperio del placer, también. Ya Freud describe cómo ante el registro del placer todo cede. Hasta que la necesidad cede por un rato. Por todo eso es que comer está tan vinculado a amar, amarse, amamantar, chuparse, sorberse, morder, ansiar, esperar, y, a veces, desesperar.
El comer presupone una pareja, una dupla. Aún en el acto más solitario el comer reconstruye a un otro perdido. La ira de un niño que siente hambre y no es asistido en su inmediatez voraz es la misma ira incontenible e imborrable de las eternas iras que destruyen toda voluntad.
Comer sin llenar todos los resquicios es un trabajo de madurez; a raíz de las hambrunas que castigaron a la humanidad otrora, la pregunta “¿te llenaste?” sigue en uso en muchos lugares. Aprender a renunciar a un bocado de más, a gozar de lo justo, es una actividad donde se exhibe el esbozo de la voluntad.
Decir "no gracias" o aceptar algo nuevo y desconocido son gestos de amor. Para ello se requiere la renuncia a lo conocido. A lo ya vivido. Para volver a atravesar el milagro de conocer.
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Comer es un acto de gran pasividad
Es lo pasivo por excelencia. Cuando uno come “es llenado”. Cómo desde afuera de uno mismo, cumpliendo con vaya a saber que mandato externo, insondable.
Luego uno va renunciando a esta posición de ser un objeto de culto y adoración, de proyección trascendental, para esgrimir las propias carencias como nuestros primeros atributos genuinos.
Lo que nos falta es lo primariamente activo. Renunciar a ofrecer el cuerpo es aceptar la decisión de tener un principio y un fin.
Elegir. Se renuncia a un goce, al adquirir el control del propio placer. El cuerpo cómo habitado implica una renuncia al cuerpo como objeto a ser llenado.
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Comer es un acto de entrega ciega
Luego se transforma en un acto social integrado a la convivencia y al placer compartido. Se acepta el tercero que rompe la díada madre-niño, y hasta se lo festeja con el banquete donde todos comen y todos se entregan a mostrar la falta que el otro puede ayudar a colmar, o a calmar al menos.
El hambre es un signo humano. Supone que alguien puede, desde el afuera de las propias entrañas, manipular mi nada, mi todo, y el capricho de lo que yo quiero y lo que me falta.
Cuando un niño acepta una comida, se entrega mansamente a las costumbres de sus padres, de su entorno. Es una batalla ganada a la inercia de la voracidad.
En el ritual de las comidas compartidas suele haber una aceptación de renuncia a ciertas comidas para que los otros la coman, y también puedo renunciar a mi medida para responder a la imagen de los otros comiendo. Se come y se imita de la misma manera. Comer es una forma de imitar, de amar y de estar de acuerdo, totalmente primitiva.
Un signo de confianza
Y finalmente, cuando uno se reúne con otros a compartir una comida, se expone confiadamente a la intención del otro. La reunión original para comer y compartir constituía el acto de la “comensalidad”.
Es un signo de confianza comer con otros. La paz se celebra con comida. Nadie en medio de una guerra comparte una comida.
Por todo eso, repensar la función de la comida cuando la reducimos a un rol secundario realizado en forma automática y bajo patrones de los cuales no somos ni conscientes, es ignorar la importancia emotiva y afectiva, vital, que encierra el acto de comer y su capacidad de resistir los embates del entorno que no tenga en cuenta su faz social mezclados con el tamiz del primer sentido.
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