En la segunda de las conferencias que componen Intimidades congeladas, Eva Illouz empieza por hacer una comparación entre Samuel Smiles, autor de Self-help (1859), y Sigmund Freud.
Si bien es cierto que en la actualidad los postulados de estos dos autores tienden a parecerse hasta tal punto que la psicología se confunde con la autoayuda, los principios básicos que los originan son considerablemente dispares.
Las diferencias entre la autoayuda y la psicología
Mientras que Smiles consideraba que “la fuerza moral podría superar la posición y el destino social de una persona”, Freud “sostenía la convicción pesimista (…) de que la capacidad de ayudarse estaba condicionada por la clase social a la que se pertenecía”.
Por lo que, para el padre del psicoanálisis, “la autoayuda y la virtud” no eran en sí mismas elementos suficientes para una psiquis saludable, pues “sólo la transferencia, la resistencia, el trabajo con los sueños, la libre asociación –y no la “volición” ni el “autocontrol”– podía llevar a una transformación psíquica y, en última instancia, social”.
La fusión de la psicología y la autoayuda: la narrativa terapéutica
Para comprender el acercamiento de la psicología a la cultura popular de la autoayuda debiéramos atender a los fenómenos sociales que empezaron a acentuarse en Estados Unidos a partir de la década de los sesenta: el descrédito de las ideologías políticas, la expansión del consumismo y la llamada revolución sexual contribuyeron a aumentar una narrativa de la autorrealización del yo.
Asimismo, la narrativa terapéutica logró permear sobre los significados culturales dominantes por medio de la capilaridad que ofrecen una serie de prácticas sociales relacionadas con la gestión de las emociones.
Por otra parte, en la base teórica del sincretismo entre la psicología y la autoayuda se encuentran las tesis de Carl Rogers y Abraham Maslow, para quienes la búsqueda de la autorrealización, entendida como “la motivación en toda forma de vida de desarrollar al máximo sus posibilidades” resultaba consustancial a una mente sana. Así es como la psicología se convirtió principalmente en una psicología terapéutica que, “al postular un ideal de salud indefinido y en constante expansión”, hizo de la autorrealización el criterio por el cual clasificar cada vez más los estados emocionales en saludables o patológicos.
El sufrimiento y el individualismo en la narrativa terapéutica
A tenor de lo cual, Illouz presenta una serie de ejemplos de cómo la narrativa terapéutica depende enteramente de establecer y generalizar previamente un diagnóstico en términos de disfunción emocional para, posteriormente, hacer valer la capacidad prescriptiva que se le presupone. Por lo que la autorrealización necesita otorgar sentido a las complicaciones psíquicas en el pasado del individuo (“lo que impide ser feliz, exitoso y tener una intimidad”).
Consiguientemente, la narrativa terapéutica devino una mercancía con la capacidad performativa de transformar al consumidor en paciente (“ya que, a los efectos de estar mejor –el principal producto que se promueve y vende en este nuevo campo–, primero hay que estar enfermo”), movilizando así una serie de profesionales relacionados con la psicología, la medicina, la industria farmacéutica, el mundo editorial y la televisión.
Y puesto que “consiste precisamente en dar sentido a las vidas comunes como expresión (oculta o abierta) del sufrimiento”, lo interesante de la narrativa terapéutica de la autoayuda y la autorrealización es que comporta un individualismo metodológico, fundamentado en “la exigencia de expresar y representar el propio sufrimiento”. El parecer de la autora es que las dos exigencias de la narrativa terapéutica, la autorrealización y el sufrimiento, fueron institucionalizadas en la cultura, ya que se encontraban en consonancia con “uno de los principales modelos para el individualismo que el Estado adoptó y propagó”.
La inteligencia emocional como capital
Por otro lado, el campo de la salud mental y emocional resultante de la narrativa terapéutica se sostiene por medio de la competencia que genera. Prueba de esta competencia es la noción de “inteligencia emocional”, la cual, a partir de ciertos criterios (“conciencia de sí, control de las emociones, motivación personal, empatía, manejo de las relaciones”), permite considerar, y estratificar, la aptitud de las personas en el ámbito social y, especialmente, laboral, al tiempo que otorga un estatus (capital cultural) y facilita las relaciones personales (capital social) en aras de obtener réditos económicos.
De igual manera, la autora nos recuerda que tampoco se debe minusvalorar las implicaciones de la inteligencia emocional en la seguridad del yo en el ámbito de una intimidad que en la contemporaneidad de la modernidad tardía se presenta sumamente frágil.
Referencias bibliográficas:
- Illouz, Eva. (2007). Intimidades Congeladas. Las emociones en el capitalismo. Katz Editores (p.93-159).
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