La palabra homofobia tiene raíz griega y está compuesta por homos, que significa “igual”, y fobia, que viene a significar “odio o aversión hacia algo”. Por tanto, podemos traducir el vocablo entero, literalmente, como “aversión y odio a lo igual”, entendido en este caso a las relaciones entre personas de un mismo sexo.
Si recogemos la definición que de homofobia da la RAE, encontramos que es “aversión a la homosexualidad o a las personas homosexuales”. Sin embargo, a día de hoy el concepto se ha ampliado, y la palabra designa un odio hacia cualquier orientación o identificación sexual diferente a la tradicional.
Sentado esto, vayamos a la base de este artículo, en el que nos preguntamos si, en la Antigua Grecia, existía la homofobia tal y como la entendemos hoy. Vamos a verlo.
¿Había homofobia en la Antigua Grecia?
Hablar del pasado teniendo como base ideas del presente es algo bastante arriesgado, pues puede provocar una visión sesgada o tergiversada de la realidad. En este sentido, podemos afirmar que la homofobia no existía en la Antigua Grecia, al menos tal y como la entendemos hoy en día.
¿Por qué decimos esto? Porque debemos partir de la base de que los conceptos homosexualidad y heterosexualidad son conceptos modernos, nacidos ambos en el siglo XIX. Por tanto, cuando hablamos de Grecia es anacrónico hablar de relaciones homosexuales o heterosexuales.
Tal y como recoge magistralmente Miguel Suñén Martín en su trabajo de fin de grado Amor griego: un estudio de la pederastia como rito iniciático en la Antigua Grecia (Universidad de Zaragoza), en la sociedad de la Grecia Antigua no existía esta dualidad sexual. Las personas (mejor dicho, los varones libres) podían escoger tener relaciones con el sexo que quisieran, y no se diferenciaba entre la belleza de un joven y una muchacha, ambas igualmente atrayentes.
Sin embargo, como veremos a continuación, existían una serie de roles que sí que marcaban un estatus y que diferenciaban lo que era moralmente aceptado y lo que no.
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Erastés y Erómenos
En la Antigua Grecia era muy habitual que un hombre maduro, de entre 30 y 40 años, tomara bajo su “protección” a un muchacho adolescente y, además de instruirle acerca de cómo ser un buen ciudadano, practicara actos sexuales con él. Obviamente, estamos hablando de pederastia, pero lo cierto es que en la Antigua Grecia esta “instrucción” estaba absolutamente normalizada y era una institución de prestigio en la Antigua Grecia, especialmente en Atenas.
El hombre asentado que se adjudicaba un amante adolescente recibía el nombre de erastés, mientras que su joven compañero se denominaba erómenos. Hacemos hincapié en esto, ya que solo conociendo la diferencia de roles podemos entender en qué basaba la sociedad griega (especialmente, la ateniense) el rechazo hacia las prácticas sexuales que consideraban “menospreciables”.
Ya hemos dicho que el erastés tenía una edad comprendida entre los 30 y los 40 años, la edad que en la Antigua Grecia se consideraba la plenitud vital masculina. Era entonces cuando escogía a un joven al que “cortejar”; se han conservado numerosos poemas en los que aquel confiesa su amor enloquecido por la belleza de un muchacho, y se sabe que el erastés enviaba regalos y colmaba de lujos a su pretendido, con el objetivo de conseguir sus favores.
Cuando el joven accedía, y si su familia consideraba al erastés conveniente para él, el muchacho pasaba a ser el erómenos, es decir, el pupilo y el objeto sexual de su “protector”. Sin embargo, lo que unía a ambos no era solo el sexo, sino que se establecía entre ellos una filia, una “amistad intelectual”, en la que el erastés enseñaba al erómenos todo lo que tenía que saber sobre la vida. Cuando, a su vez, el erómenos crecía (generalmente, se establecía como punto de inflexión el crecimiento de la barba), se convertía en erastés y empezaba de nuevo todo el proceso.
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Cuestión de roles
Dejando de lado las consideraciones morales, éticas y psicológicas de una relación semejante, tenemos que, efectivamente, las relaciones entre varones adultos y adolescentes estaban plenamente aceptadas en Grecia. Pero (siempre hay un pero) existían dos roles muy diferenciados, que eran de hecho los que establecían la “honorabilidad” del individuo.
El primero de estos roles era el de amante pasivo, el “controlado”, el “sometido”. Este rol estaba circunscrito a los erómenos, y también a los esclavos y a las mujeres. En otras palabras: en las relaciones sexuales griegas, quien ejercía de objeto pasivo era considerado inmediatamente inferior.
En una sociedad de origen guerrero (recordemos que los griegos vienen de las tribus indoeuropeas), de régimen claramente patriarcal y con una evidente y fuerte masculinización social, el único que tenía reservado el rol “activo” (el único rol aceptado como “bueno” y “superior”) era el hombre libre, maduro, el ciudadano con plenos derechos que decidía los destinos de la polis. En este rol, por tanto, no tenían cabida los considerados “inferiores”, como los jóvenes, los esclavos o las mujeres.
Es importante recalcar que, cuando hablamos de rol “activo” y “pasivo” en la Antigua Grecia, no hay que entender solo el acto de la penetración, sino que dentro de estos roles se incluían otros de diferente índole, como una “superioridad” intelectual y un estatus de poder más elevado.
Así, el primer paso para comprender la realidad sexual en época griega es entender que las relaciones homosexuales aceptadas se daban, en exclusiva, entre dos varones, entre los que mediaba una notable diferencia de edad. Lo que hoy en día consideraríamos, obviamente, pederastia.
En segundo lugar, es necesario hacer hincapié en tres elementos fundamentales: la edad, el tipo de rol ejercido y el estatus social. Solo conociendo los prejuicios que mantenían los griegos en referencia a estos tres factores podremos entender en qué basaba la sociedad el rechazo a una práctica sexual concreta. En conclusión, podemos decir que las prácticas sexuales que eran consideradas “vergonzosas” eran las que implicaban ejercer el rol “pasivo”, y ello incluía a jóvenes, esclavos y mujeres.
En este sentido, sí podríamos hablar de una actitud homófoba hacia las relaciones homosexuales que se daban entre dos adultos libres, puesto que uno de ellos debía ejercer el rol “pasivo” que tanta vergüenza suscitaba. La sociedad griega aceptaba, pues, una relación pederasta sin demasiados escrúpulos, mientras que una relación entre dos varones adultos, de igual a igual, era objeto de burla y ataques homófobos. Puede parecer sorprendente, pero así era.
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¿Y las mujeres?
Llegados a este punto, podemos preguntarnos si las relaciones amorosas y sexuales entre mujeres estaban igualmente aceptadas. La respuesta es un “no” rotundo, y en este caso también podríamos hablar de homofobia desde la definición actual.
Posiblemente, la Antigua Grecia fue una de las sociedades más misóginas de la historia. La mujer no era considerada un sujeto con derechos en ninguna de las etapas de su vida; siempre estaba vinculada jurídica y moralmente a un hombre. En su infancia y adolescencia, al padre o quien ejerciera de cabeza de familia en ausencia del progenitor; una vez casada, al marido. En la base de esta situación se encuentra la creencia de que la mujer era un ser inferior al hombre y, por tanto, incapaz de ofrecer la filia “intelectual” que sí que podía dar un amante masculino. En pocas palabras: la mujer era solo un objeto cuyo único rol pasaba por la maternidad y el desahogo sexual.
Por eso precisamente es absurdo hablar de homosexualidad en términos actuales, puesto que las relaciones entre varones no sucedían por una libre elección de la orientación sexual, como sucede ahora, sino por la creencia limitante de que las mujeres eran seres inferiores y, por tanto, excluidos de las posibilidades de elección.
Ello no quiere decir que los hombres no tuvieran concubinas ni acudieran a prostitutas; por supuesto, todo ello era práctica bastante corriente. Pero, si recordáis, en el segundo apartado hemos insistido en la importancia de los roles. Dado que, según la sociedad de época, la mujer era a todas luces “inferior”, para ella solo podía estar reservado el rol “pasivo”, que correspondía al “sumiso”, equiparable, pues, a los otros sometidos: los esclavos y los jóvenes.
Por tanto, para que una relación lésbica se consumase, en la mente del hombre griego una de las dos compañeras debía ejercer el rol activo. Y, si la mujer era considerada un ser “inferior” y, por tanto, reservada eternamente a un rol pasivo, ello quería decir que, en una relación lesbiana, uno de los miembros de la pareja debía adoptar un rol que solo estaba destinado a los varones. Y una mujer transgrediendo sus roles era algo que los hombres de la Antigua Grecia no podían concebir.