El estigma del suicidio en nuestra cultura comienza en Grecia, donde el suicidio se consideraba un acto impío hacia los dioses y que además privaba a la comunidad de uno de sus miembros. Posteriormente, Roma recogería este legado y prohibiría taxativamente el suicidio.
Aunque las primeras comunidades cristianas toleraron en cierta manera el suicidio, la iglesia, a partir de San Agustín, lo condena expresamente considerándolo un homicidio de uno mismo y una clara violación del quinto mandamiento, “no matarás”. El suicidio es un pecado y el suicida un pecador.
En la edad media esta inquina para con los suicidas llegó a extremos atroces, arrastrando su cuerpo después de muerto, vejándolo de mil y una formas y sobre todo, negándole la sepultura.
Con el Renacimiento el peso de la idea religiosa de pecado se aligera y va abriéndose paso la noción del suicidio como una elección personal, pero siempre conectando con alteraciones psicopatológicas.
A partir del siglo XVIII el suicido se seculariza y se despenaliza definitivamente, pero queda indefectiblemente ligado a la enfermedad mental. Aunque no se considera el suicidio, en sí mismo, como una enfermedad mental, es asociado con todo tipo de patologías.
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Cuestionando la estigmatización del suicidio
Este recorrido nos aboca en la actualidad a abordar una lacra cada vez más presente con el peso histórico del estigma, pecado y enfermedad mental. A lo cual habría que añadir la creencia popular, incluida la comunidad científica, de la necesidad de no visibilizar el suicidio y las conductas suicidas so pena de provocar el denominado “efecto llamada”.
Esta tesis hunde sus raíces en el denominado Efecto Werther, asociado a la obre de Goethe "Las penas del joven Werther" (1774), que narra en forma de diario del dolor del protagonista por un desamor que acaba con su suicido. El éxito de la obra fue descomunal. Sin embargo, el número de suicidios se disparó, siendo achacado este fenómeno al contagio de muchos jóvenes identificados con el sufrimiento del joven Werther.
La evidencia científica no avala esta idea, apuntando en otra dirección. La literatura concluye que la imitación de estas conductas suicidas se produce cuando se comunica de manera romantizada, idealizando el malestar o presentando solo los suicidios de figuras mediáticas o de referencia.
Ante la tozudez de las cifras, este abordaje de la conducta suicida entra en revisión. En 2020 se quitaron la vida en nuestro país 3.941 personas, sin ir más lejos. La cifra más alta nunca vista. Alrededor de 300 de esas personas eran jóvenes entre 14 y 29 años. Siendo el suicidio en este momento la principal causa de muerte entre los jóvenes de 16 a 23 años. En otras palabras, una persona se quita la vida cada 2 horas y cuarto. 11 personas al día.
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El Efecto Papágeno
Hoy tenemos datos e investigación suficiente para afirmar que hablar del suicido de forma adecuada no incrementa la posibilidad de consumación del mismo. Esto es lo que se denomina Efecto Papágeno, que debe su nombre a un personaje de “La flauta mágica” de Mozart. Papágeno, desesperanzado, planifica su suicidio, pero tres espíritus infantiles le disuaden presentándole otras alternativas a la muerte.
Parece demostrado que cuando se habla del suicidio de forma responsable, empática y ofreciendo alternativas, el resultado es positivo y ayuda sin duda ninguna a salvar vidas. Esta realidad va cobrando fuerza, estando en la base de la tendencia actual de levantar el velo ante esta lacra silenciosa hasta ahora.
Más mitos sobre el suicidio
A lo largo del 2021 se ha comenzado a hablar sin tapujos del suicidio. Así, el 10 de septiembre ha sido declarado día mundial de la prevención del suicidio. Y en nuestro país ya contamos con una línea de prevención del suicidio, en el sistema público, accesible anónimamente a través del 024. Pasamos de considerarlo tema tabú y comenzamos a hablar de ello, lo cual está demostrado que provoca un gran efecto preventivo.
Otro mito sobre el suicido es considerar que afecta solo a personas que padecen trastornos o sintomatología psiquiátrica. La literatura científica ha demostrado que la conducta suicida constituye un problema complejo y multifactorial, que no se debe a una causa única, y en la que intervienen factores psicológicos, sociales, biológicos, culturales y ambientales. Lo más frecuente es que estos factores actúen acumulativamente, aumentando la vulnerabilidad de la persona ante el comportamiento suicida.
Aunque los ratios de prevalencia de distintas patologías como factores de riesgo (depresión, sobre todo) son elevados, no se puede derivar de ello que los comportamientos suicidas sean exclusivos de las personas que padecen enfermedades mentales. Dicho de otra manera, no todas las personas que se suicidan padecen una enfermedad mental, ni todos los enfermos mentales se suicidan, aunque este sea un importante factor predictor.
Citaremos para terminar otro mito del suicidio que afirma que el suicidio es hereditario, algo que suele asustar mucho a los familiares cercanos afectados. No hay estudios que avalen la existencia de un determinismo genético.
Lo que sí se puede heredar es una predisposición a padecer una enfermedad mental, véase la depresión, pero dependerá de múltiples factores ambientales que esta enfermedad pueda llegar a desarrollarse y, en su caso, no tendría necesariamente que culminar en suicidio consumado.
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A modo de conclusión
Tenemos que enterrar este estigma para siempre y abrir un debate social y humano a todos los niveles y estamentos en aras de prevenir estas conductas y aliviar el sufrimiento de víctimas y familiares afectados. A más luz, menos riesgo, a más comunicación, mejor prevención.
Vitaliza Psicología De La Salud
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Centro de Psicología
Autor: Javier Elcarte. Fundador y director de Vitaliza. Especialista en trauma.
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