Dado que Winckelmann nunca fue arqueólogo, puede que el apelativo por el que se le conoce sea un poco exagerado. Sin embargo, tiene su sentido. Y es que el personaje del que hablamos hoy sentó las bases de la historia del arte y de la clasificación y estudio de objetos arqueológicos, por lo que todos los estudiosos del pasado le deben, en cierta medida, su profesión.
Grandísimo apasionado de la antigüedad clásica (y, más en concreto, de su amada e idealizada Grecia) Winckelmann encaminó sus pasos, desde su más tierna juventud, a lo que realmente daba sentido a su existencia: recuperar del olvido toda la belleza de un pasado en el que consideraba que todos los artistas debían mirarse si deseaban alcanzar la perfección. Hoy hablamos del que es llamado “padre de la arqueología moderna”: Johan Joachim Winckelmann.
Breve biografía de Johan Joachim Winckelmann, el gran pionero
Y lo fue en muchos sentidos. Cuando Johan Joachim nació, un frío día de diciembre de 1717 (en Stendal, una pequeña ciudad de nombre más que profético, entonces perteneciente al Margraviato de Brandeburgo), la antigüedad clásica estaba ya de moda, pero nadie se la tomaba suficientemente en serio.
Nos explicamos. Si bien la fiebre coleccionista de objetos artísticos databa de muchos siglos atrás, ello no dejaba de ser un pasatiempo con el que los aristócratas y pequeños burgueses rivalizaban con sus vecinos y decoraban las suntuosas galerías de sus palacios. Pero nadie se había molestado en catalogar debidamente todos aquellos tesoros. En otras palabras: todavía no existía la historia del arte o la arqueología propiamente dichas.
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Los primeros pasos de un entusiasta
En este contexto eminentemente ilustrado nació el pequeño Winckelmann, en el seno de una familia que, sin embargo, era de origen muy humilde (su padre era zapatero). Gracias al interés de algunos de sus maestros, que le costearon los estudios, el joven pudo acceder al Lyceum de Berlín con diecisiete años. Su interés por la antigüedad, que había venido manifestando desde pequeño, se vio espoleado por el acceso al estudio de los clásicos, que ya nunca abandonaría. De hecho, desde 1734 hasta 1738 lo encontramos en el Instituto Salzwedel de Brandeburgo, donde se dedica de pleno a descubrir y analizar la cultura griega.
Para agradar a su familia, Winckelmann se matricula en Teología en la Universidad de Halle, donde apenas cursa los dos primeros años. Pronto se da cuenta de que aquello no es para él, y se traslada a la Universidad de Jena para estudiar Medicina, donde solo está un año. La experiencia universitaria, sin embargo, le ha permitido acercarse aún más a autores como Epícteto y Plutarco, además de darle a conocer a otros autores como Joachim Lange (1670-1744), uno de los precursores del pietismo, una corriente religiosa dentro del marco luterano.
Para mantenerse durante todos estos años de estudios, Winckelmann ha necesitado trabajar como profesor. En 1743 lo encontramos en Seehausen, ejerciendo de maestro de la escuela, actividad que le aportaría mucho tedio y que solo los continuos estudios de los clásicos en sus ratos de ocio ayudarían a aliviar.
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Grecia como principio y fin
A los 37 años, Johan Joachim Winckelmann es un auténtico erudito sobre la cultura clásica. Su amplio bagaje cultural en este sentido le impulsa a crear la que será su primera obra, Reflexiones sobre la imitación de las obras griegas en la pintura y la escultura, que salió a la luz en 1755 y supuso un éxito internacional. En su obra, Winckelmann reflexiona sobre el papel del arte griego en el devenir del arte universal, un papel que considera principal, sino único, en el camino hacia la perfección.
Tal y como señala el historiador del arte Miguel Ángel Elvira Barba en la conferencia que dio acerca de Winckelmann y las excavaciones de Herculano (ver bibliografía), las Reflexiones… son el “catecismo” del recién estrenado Neoclasicismo, que tendrá precisamente en su autor a su gran profeta.
Y es que, en realidad, Winckelmann es el “inventor” de la Grecia clásica que todos conocemos. Cuando decimos que la “inventó”, no nos referimos por supuesto a que esta no existiera, sino que la visión que Winckelmann dio al mundo de la cultura griega es muy diferente a lo que en realidad constituyó esta. Estamos ante el típico caso de idealización de una época que, en este caso, caló muy hondo en la sociedad europea, hasta el punto de desatarse una auténtica fiebre por todo “lo griego” y “lo romano”. La fiebre se extendió incluso a la moda, pues, en las veladas, las damas aparecían ataviadas con ropajes que imitaban las túnicas de las diosas clásicas. Un buen ejemplo de ello fue Lady Emma Hamilton, cuyas performances en Nápoles, imitando las posturas de las esculturas clásicas, causaban auténtica sensación.
Grecia es, pues, para la sociedad europea del XVIII y para Winckelmann en concreto, el principio y el fin de todo. Según nuestro personaje, con el arte griego se alcanza la plenitud artística, así como la máxima belleza, y nada de lo que se haga a continuación podrá equiparársele, a no ser que imite la “perfección griega”. Cuando, a finales de 1755 (y en virtud de una generosa beca), Winckelmann llega a Roma, queda extasiado ante el Apolo de Belvedere, guardado entre los numerosísimos tesoros del Vaticano y al que considera el sumun de la belleza ideal.
Y es que Winckelmann deseaba ir a Roma desde hacía mucho tiempo; pero no, como se podría pensar, para admirar la cultura romana, sino para buscar en ella los vestigios de esa Grecia que tanto admiraba. Para nuestro intrépido historiador, Roma no era sino la decadencia, la época de “imitadores” de las bellezas helenas, un periodo que, precisamente por ello, pasaba inmediatamente a segundo plano.
Una fulgurante carrera en el Vaticano
Para viajar a Roma y, sobre todo, para poder adentrarse en las colecciones vaticanas sin problemas, un conocido recomendó a Winckelmann convertirse al catolicismo, cosa que él hizo sin dudarlo un instante. Así, justo el año en que veía la luz su obra magna, las ya citadas Reflexiones, nuestro personaje arriba a la Ciudad Eterna con una beca de 200 talegos en su haber (cortesía del príncipe elector de Sajonia, su gran amigo y admirador).
En Roma, Winckelmann trabará una gran amistad con Anton Rafael Mengs (1728-1779), el famoso pintor del XVIII que retrató a grandes reyes y reinas. El artista se hallaba en Roma para conocer a los clásicos y perfeccionar su técnica, y ambos se hicieron grandes amigos. En el ínterin, le ha sido ofrecido el puesto de bibliotecario del Vaticano, dada su extraordinaria cultura, que él acepta sin dudar. El sueño de Winckelmann se ha hecho realidad: por fin podrá bucear entre centenares de textos clásicos y perfilar todavía más su gran saber sobre la antigüedad.
Tres años más tarde viaja a Herculano, en Nápoles, dispuesto a admirar los restos que están emergiendo de la antigua ciudad sepultada por el Vesubio. El descubrimiento, realizado por un campesino que cavaba para encontrar agua, dio la vuelta a Europa. ¡Una ciudad romana bajo tierra! Pronto comenzaron a aparecer los primeros tesoros, entre ellas, las famosas Herculanesas, unas deliciosas esculturas a las que Winckelmann denominó “vestales” y que fueron trasladadas a Viena.
Winckelmann todavía regresaría a Herculano un par de veces más. Sin embargo, su capacidad de viajar se vio limitada a partir de su nombramiento como prefecto de antigüedades de Roma, un cargo recibido directamente del papa para el que Winckelmann se vio obligado a profesar como sacerdote. No creemos que tuviera ningún problema en hacerlo, puesto que, en realidad, lo único que le interesaba era estar en contacto con ese mundo antiguo al que tanto anhelaba retornar.
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El Neoclasicismo o la idealización clásica
Ya hemos comentado que las Reflexiones de Winckelmann son una especie de “biblia” del Neoclasicismo. En este libro y en el resto de su obra (famosa es también su Historia del arte de la Antigüedad, publicada en 1764) Winckelmann promueve la imagen de una Grecia ideal, basada en la virtud y en la belleza. Algunos historiadores, como comenta el ya citado Miguel Ángel Elvira Barba, sugieren que el escritor traspasó el mito del “buen salvaje” de Rousseau, tan de moda en la época, a la Antigua Grecia. En todo caso, esta idealización alcanzó a toda Europa, y todo el mundo empezó a soñar con la antigüedad como si fuera el hermoso paraíso perdido.
Por supuesto, como historiador del arte, Winckelmann comete numerosos errores, entre los que cabe citar la creencia de que los griegos esculpían sus estatuas con el blanco más puro. Es de sobras conocido que, como todos los pueblos de la Antigüedad, los griegos policromaban sus esculturas y sus edificios, y que ese blanco inmaculado que ha llegado hasta nuestros días es solo el resultado de muchos siglos de deterioro, que han hecho saltar toda la pigmentación.
En todo caso, así es como se leyó la Grecia clásica en el siglo XVIII, y así lo recogieron artistas neoclásicos como Antonio Canova (1757-1822) o Jacques-Louis David (1748-1825). Pero, si bien es cierto que Johan Joachim Winckelmann leyó “mal” el testimonio de la historia, no lo es menos que fue el gran impulsor de la historia del arte tal y como la conocemos hoy, y su trabajo en este sentido debe ser valorado como se merece.
Su trágica muerte es un telón brusco que cayó demasiado rápido, justo cuando se encontraba en la cúspide de su fama. Winckelmann había viajado a Austria para recibir los honores de la mismísima emperatriz, cuando, en una posada de Trieste (a punto ya de regresar a su querida Italia), fue acribillado a puñaladas por un individuo que pernoctaba en el mismo hostal. Al parecer, Winckelmann había cometido la imprudencia de mostrarle los tesoros que llevaba consigo… Era el año 1768, y el historiador del arte tenía sólo cincuenta años. Tras de sí dejó una estela que impregnó todo el siglo XVIII y que sólo empezaría a resquebrajarse con la llegada del turbulento Romanticismo.