En una curiosa fotografía del año 1907 vemos a una mujer peinada con el famoso ‘moño Gibson’ (típico de las jóvenes de principios del siglo XX), y con un hermoso collar de perlas ciñéndole el cuello. Nada que se salga de lo normal en la época. Sin embargo, lo primero que nos llama la atención son los numerosos tatuajes que luce la mujer en su cuerpo.
Están por todas partes: brazos, cuello, omóplatos, pecho. Estas modificaciones corporales representan una gran variedad de elementos: desde animales majestuosos, como leones, hasta ligeros colibríes y hermosas nativas rodeadas de palmeras. ¿Quién es esta mujer que luce con orgullo este sinnúmero de tatuajes en su cuerpo, en una fecha tan temprana como 1907? Nada menos que Maud Wagner, la primera mujer conocida en tatuar profesionalmente.
Breve biografía de Maud Wagner, la primera mujer tatuadora conocida
El orgullo con que Maud mira a cámara en la fotografía de 1907 es un claro testimonio de su pasión por los tatuajes, que, por cierto, no siempre tuvo. Fue en 1904, cuando conoció al que sería su marido, el marino mercante Gus Wagner, cuando la joven empezó a interesarse por este arte ancestral proveniente de las lejanas islas de Indonesia. Gus Wagner, que en aquel momento lucía nada menos que 300 tatuajes en su cuerpo, aceptó a enseñar a su novia la técnica del tatuaje manual.
Un arte milenario
La actividad del matrimonio Wagner no era en absoluto novedosa. El tatuaje había sido, durante milenios, algo natural en las tribus de otros continentes, especialmente en Oceanía, puesto que brindaba la identificación al clan y, por tanto, un sentido de pertenencia.
En 1991 se descubrió la momia de un hombre que había vivido en el Neolítico, a quien la prensa bautizó como Ötzi por el lugar del hallazgo: los Alpes de Ötzal, en Austria. El cadáver mostraba una gran cantidad de tatuajes (más de 60), que, según las últimas investigaciones, podrían haber tenido una función curativa.
En todo caso, la técnica que usaron las personas que tatuaron a Ötzi era absolutamente manual: probablemente, un punzón de hueso empapado con pigmento. Algo parecido a la técnica que utilizaba Gus Wagner, el marinero que, en 1904, dejó prendada a Maud, una joven de Kansas que había dedicado toda su vida a las acrobacias circenses.
De las tribus de Indonesia a los ‘bajos fondos’ europeos
En el mundo occidental que vio nacer y crecer a nuestra protagonista, los tatuajes no estaban bien vistos. Muy lejano ya al concepto ancestral de la modificación corporal (que, por otro lado, no era bien vista por la Iglesia), Occidente dio la espalda a los tatuajes, que pasaron a ser sinónimo de clandestinidad, prostitución y ‘mala vida’.
En realidad, Europa se había olvidado completamente de esta actividad milenaria hasta que, en los siglos XVII y XVIII, los navegantes que llegaron a los mares del Sur tomaron contacto con las tribus indígenas y se impregnaron de su arte corporal. Muchos de los que volvían lo hacían con ejemplos de tatuajes tribales en su piel, por lo que, en un principio, esta práctica se relacionó con el mundo de los marinos. Precisamente, el marido de Maud, Gus Wagner, se dedicaba a la navegación.
Paulatinamente, el arte de los tatuajes empezó a calar en los círculos próximos a los marineros, que no pertenecían precisamente a la élite social. Burdeles, tabernas y lugares de ocio nocturno empezaron a contagiarse de la fiebre tatuadora, y, mientras, la jet set observaba con desagrado cómo el tatuaje se convertía en un símbolo de protesta social.
Del circo… a los tatuajes
Maud Stevens Wagner había nacido en Kansas en 1877. Su familia pertenecía a esos ‘bajos fondos’ que la élite despreciaba (eran humildes granjeros). Decidida a ganarse la vida lejos de la granja, Maud se dedicó desde muy jovencita a los espectáculos circenses. Fue trapecista y contorsionista profesional, y su flexibilidad y agilidad corporales despertaban fascinación allí donde iban.
Fue precisamente durante uno de los tours que realizaba su circo (en concreto, para la Exposición Universal de San Luis, Misuri, de 1904), que Maud conoció a Gus Wagner, un marino mercante que había estado en las lejanas islas de Java y Borneo y había aprendido de sus nativos el arte ancestral del tatuaje. Maud quedó completamente fascinada con los más de 300 tatuajes que Gus lucía en su cuerpo; no en vano, era conocido como ‘el hombre más tatuado de Estados Unidos’.
El flechazo fue instantáneo; al menos, por parte de Gus. Sin embargo, Maud puso una condición para la primera cita que el hombre le pedía: quería aprender a tatuar. Gus Wagner accedió a enseñarle, y así, de esta forma, comenzó esta curiosa relación que, finalmente, terminó en boda.
La técnica del handpocket
Gus tatuaba siguiendo la técnica ancestral que le habían enseñado los nativos de Java y Borneo, y que en Estados Unidos se conocía como handpocket. Y es que, a pesar de que en la década de 1890 Samuel O’Reilly ya había inventado un aparato eléctrico para tatuar de forma mecánica, el marino seguía señalando su piel manualmente, mediante un punzón mojado en tinta, tal y como Ötzi se había tatuado 5.000 años atrás.
De esta forma, Gus enseñó a su esposa a tatuar, y él mismo grabó su piel con los numerosísimos tatuajes que ella mostraba, orgullosa, en las ferias de freaks por las que se movían. Este tipo de entretenimientos eran algo usual a finales del siglo XIX y principios del XX; los ciudadanos pagaban por acudir a estas ferias y contemplar ‘curiosidades’ tales como personas con malformaciones, con capacidades raras o, como en el caso del matrimonio Wagner, con el cuerpo lleno de tatuajes.
Ahora puede parecernos algo de dudosa ética, pero lo cierto es que así fue como Maud y Gus se ganaron la vida, bajo el eslogan de ‘The Wagners, the tattooed people’. Por cierto, los prejuicios hacia la existencia de una mujer que tatuaba eran evidentes; porque, si bien la gente aplaudía entusiasmada el arte de Gus, su esposa solo aparecía en público como la ‘dama tatuada’ por su marido.
“Yo me tatúo, pero tú no”
Si existe algo realmente curioso en la vida de esta extraordinaria mujer es que nunca permitió a su hija Lotteva que se tatuara. De esta forma, y extrañamente, la mujer más tatuada del mundo y la primera profesional conocida del tatuaje nunca permitió que la joven grabara su piel.
Desconocemos el motivo que llevó a Maud a semejante prohibición, pero lo cierto es que Lotteva la siguió a rajatabla; a pesar de que siguió los pasos de sus padres y se convirtió en una excelente tatuadora (aprendió a hacerlo a la tierna edad de 9 años), nunca jamás ostentó un tatuaje en su cuerpo.
Maud Wagner, la primera mujer tatuadora conocida, murió en Lawton, Oklahoma, en enero de 1961, a los 83 años y víctima de un cáncer. En el momento de su fallecimiento, el mundo occidental empezaba a abrirse lentamente al arte del tatuaje, pero Maud no pudo ver el auge que está técnica milenaria tomaría en las décadas siguientes. Una verdadera lástima, porque, seguramente, le habría gustado.


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