¿A qué niño no le gusta que le cuenten un cuento antes de dormir? Los cuentos han sido siempre un recurso ideal para hacer que los más peques concilien rápidamente el sueño mientras están aprendiendo.
Los cuentos son algo que está presente en todas las culturas, siendo un entretenimiento universal. Además de entretener, sirven para crear un vínculo entre padres y abuelos con sus hijos y nietos, siendo la hora del cuento ese momento en el que la familia se reúne y crean recuerdos juntos.
Son muchos los cuentos infantiles para dormir, habiéndolos de más largo y otros de más cortos. A continuación vamos a ver varios cuentos infantiles ideales para ir a dormir, aptos para cualquier edad, breves pero muy interesantes.
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5 cuentos infantiles para dormir
Presentamos un recopilatorio de cuentos infantiles ideales para calmar a los más pequeños de la casa, además de servirles para aprender y entretenerse antes de tener dulces sueños:
1. Los carneros y el gallo
Érase una mañana de primavera, todos los animalitos de la granja se despertaron sobresaltados porque alguien o algo estaba haciendo unos sonidos muy fuertes y secos, procedentes del exterior del establo. El rebaño salió al completo para averiguar qué era lo que pasaba, quedándose impresionados al ver la pelea entre dos carneros situados frente a frente, haciendo chocar sus enormes cuernos.
Un corderito, gracioso, juguetón y chismoso fue el primero en enterarse de qué había hecho que los dos carneros se pelearan, contándoselo a la granja entera. Según sus fuentes, totalmente fiables, los dos machos estaban disputando el amor de una preciosa oveja que les había robado el corazón.
-Me han dicho que la oveja está enamoradita perdida de los dos pero, como no sabía a cuál elegir, anoche les dijo que se casaría con el más fuerte. Nada más amanecer los dos machos se han reunido para empezar la lucha por el amor de su vida y ahí los tenéis, quienes antes eran muy buenos amigos ahora se encuentran rivalizando por el amor de una oveja.
El jefe del rebaño de ovejas y carneros, el carnero sabio, el mayor y más listo de todos los animales de la granja debido a su avanzada edad, toda una eminencia en el lugar exclamó:
-¡Calmaos! No pasa nada del otro mundo. Esto no es más que otra riña romántica típica de jóvenes combatiendo por el amor de una amada. Sí, se están peleando, pero no se están haciendo daño y sabemos que gane quien gane seguirán siendo colegas. Esto pasa cada año y cada año pasará. Y ahora, ¡disfrutemos del combate! ¡Descubramos quién es el que vence!
Ante las sabias palabras del carnero sabio, todos los presentes se quedaron tranquilos. No era más que un par de jóvenes peleando por el amor de una ovejita, la misma que estaba presenciando todo detrás de una valla, con el corazón en un puño y conteniendo su respiración. “¿Con quién me quedaré? ¿Quién se convertirá en el amor de mi vida?” se preguntaba la blanca ovejita.
Los presentes estaban tan concentrados viendo la revuelta que no se fijaron en que un gallo de colores se coló entre los asistentes, sentándose en primera fila. El ave nunca había visto una riña entre dos animales con tremendas cornamentas, no tenía ni idea de este tipo de refriega. Sin embargo, el pajarraco se creía el tipo más inteligente y adoraba ser el centro de atención, así que empezó a opinar a viva voz demostrando muy mala educación.
–¡Ay madre, vaya birria de batalla!… ¡Qué torpes son estos carneros! Una manada de elefantes en una tienda de campanas es mucho más elegante y sigilosa…
El público escuchó esos comentarios y no pudo abstenerse de murmurar con desagrado, pero el gallo hizo oídos sordos y continuó menospreciando la pelea.
–¡Dicen por ahí que se trata de un duelo entre caballeros, pero la verdad es que yo solo veo dos payasos haciendo chorradas!… ¿No creeis que sois un poco mayorcitos para pelearos de esta forma? ¡Ya no tenéis edad para hacer el ridículo así!
Los murmullos subieron de volumen e, incluso, algunos miraron mal al pajarraco a ver si se daba por aludido y cerraba el pico. Pero el gallo siguió y siguió, criticando sin compasión.
-El carnero de la derecha es un poco ágil, pero el de la izquierda tiene buenos cuernos… ¡La oveja debería casarse con él, para que sus hijos nazcan fuertes y robustos!
El rebaño se quedó atónito ante semejantes comentarios. ¿Quien había pedido su opinión? ¿Cómo se podía ser tan desconsiderado?
–Aunque para ser honesto, no entiendo porque pelean por esa ovejita. ¡A mí me parece que la oveja en cuestión no es mucha cosa tampoco!
Y aquí fue cuando se hizo el silencio espectral. Carneros, ovejas y corderos se callaron al unísono y echaron duras miradas hacia el ave de colores llamativos. La indignación era absoluta, tanto que el jefe del clan tuvo que decir algo en nombre de la comunidad:
–¡Un poco de respeto, por favor!… ¡¿Acaso no sabes comportarte?!
–¿Yo? ¿Qué si sé comportarme yo?… ¡Solo estoy diciendo la verdad! Esa ovejita es igual que cualquier otra, ni más fea, ni más guapa, ni más blanca, ni más lanuda… ¿Para qué discutir por alguien que no se diferencia de las demás? ¡Todas son iguales!
–¡Cállate grosero, ya está bien de decir tonterías!
El gallo quedó sorprendido ante la llamada de atención, pero en vez de callarse decidió responder con chulería:
–¡¿Qué me calle?!… ¿Quén eres tú para mandarme a callar a mí? ¡No me voy a callar porque tú lo digas!
El carnero sabio intentó no perder los nervios puesto que no quería que se montara bronca.
-Calmémonos los dos, ¿Te parece?. Creo que tú no eres de por aquí, ¿verdad? ¿Vienes de muy lejos?
-Sí, soy forastero. Estoy de viaje. He venido por el camino de tierra que rodea el trigal y, al escuchar jaleo, me metí a curiosear.
-Como vienes de otras tierras entiendo que rara vez has estado en compañía con miembros de nuestra especie, ¿Verdad?
El gallo, desconcertado, respondió:
–No, no te equivocas, pero… ¿eso qué tiene que ver?
–Vale, pues te lo explicaré de forma sencilla: tú no tienes derecho a entrometerte en nuestra comunidad, burlándote de nuestras costumbres y ritos por la sencilla razón de que no nos conoces.
–¡Pero es que a mí me gusta decir lo que pienso!
–Esta opinión es respetable, sí, pero antes de decir lo que piensas deberías saber cómo somos nosotros y de qué forma nos relacionamos.
–¿Ah, sí? ¿Y cuál es, si se puede saber?
–Bueno, un ejemplo es lo que acabas de ver. En el mundo de los ovinos es normal que haya peleas entre machos en época de celo para escoger a su pareja. Normalmente somos animales muy pacíficos, de buen carácter, pero la excepción es este ritual que forma parte de nuestra naturaleza.
–Pero…
–¡No hay pero que valga! Debes entender que esta es nuestra forma de actuar de normal. No podemos cambiar lo que miles de años de evolución han forjado...
Tras las palabras del carnero sabio, el gallo empezó a sentirse incómodo, agobiado por el calor de quien siente una profunda vergüenza tras haber metido la pata. Para que nadie se diera cuenta del sonrojo, el ave bajó la cabeza y clavó la mirada en el suelo.
-Tú, como miembro de tu especie, sabrás de todo sobre gallos, gallinas, polluelos, nidos y huevos, pero del resto no tienes ni idea. Si has venido a opinar sobre lo que no sabes, ¡lo mejor será que vayas con los tuyos y nos dejes resolver nuestras cosas a nuestra manera!
Ante estas palabras el gallo tuvo que admitir que se había pasado de listo y de grosero y, como no quería ser humillado más, decidió largarse cuanto antes para no volver nunca más.
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2. El mono y la naranja
Había una vez un mono que, más que mono, parecía una mula de lo terco que podía llegar a ser. Sorprendente, ¿A qué sí? Y si no te lo crees ahora te voy a contar su historia, la historia hasta qué punto podía llegar su cabezonería...
Una buena mañana, el mono de nuestra historia se empeñó en pelar una naranja a la vez que se rascaba la cabeza porque le picaba mucho. Como tenía ambas manos ocupadas en la tarea de calmar su insoportable cosquilleo, cogió la naranja con la boca y la dejó caer al suelo. Después, se agachó y tiró la cáscara con sus potentes dientes. El primer mordisco le supo muy amargo, y tuvo que escupir saliva para deshacerse del mal sabor de boca.
–¡Ecs, qué asco! La cáscara es agria y desagradable… No puedo morderla porque me escuece la lengua nada más tocarla. Es que creo que voy a vomitar, puaj...
Tras dudar unos segundos se le ocurrió otra idea, aparentemente sensacional. Consistía en poner un pie sobre la fruta para sujetarla e ir despegando trozos de corteza con una de sus manos.
–¡Je, je, je! ¡Creo que por fin he dado en el clavo!
Sin dejar de rascarse con la mano izquierda, liberó la derecha y empezó a despelar como podía la fruta. Su estrategia no estaba mal, pero al cabo de pocos segundos tuvo que abandonar su plan porque la postura era muy incómoda. Ni que fuera un contorsionista de circo...
–¡Ay, así tampoco puedo hacerlo, es imposible! Tendré que buscar otra manera si no quiero que me estallen los riñones de dolor.
Tenía que cambiar de estrategia. Decidió sentarse en el suelo, cogió la naranja con la mano derecha, la colocó entre sus rodillas y continuó quitando la piel mientras seguía rascándose con la izquierda. Pero para su mala suerte esta decisión tampoco fue buena: ¡la naranja se le escurrió entre las patas y empezó a rodar como una pelota! Esto acabó en desastre, puesto que la parte visible de la dulce pulpa se llenó de tierra y restos de hojas secas.
–¡Grrr!… Hoy no tengo nada de buena suerte, pero no me voy a dar por vencido. ¡Me comeré esta deliciosa naranja cueste lo que cueste!
El animal no dejó de rascarse en ningún momento, ni siquiera ante tantos fracasos. Quería seguir haciendo dos cosas al mismo tiempo. Agarró la naranja con una mano y la introdujo en el río para quitarle la suciedad. Una vez la hubo lavado, le puso sus grandes labios simiescos sobre el trozo comestible e intentó succionar el jugo de su interior. Pero otra vez las cosas fueron mal: la naranja estaba dura, tanto que por mucho que apretó no consiguió extraerle zumo alguno.
–¡¿Pero esto qué es?!… Solo caen unas gotitas… ¡Estoy hasta la coronilla!
Tan harto estaba el mono de la historia con la naranja que la lanzó muy lejos y se tumbó de espaldas sobre la hierba totalmente deprimido, contemplando el cielo sin dejar de rascarse. En ese momento pensó:
–No puede ser que yo, un animal tan inteligente, no pueda pelar una simple naranja.
Cuando ya lo daba todo por perdido, algo hizo “clic” en su cabecita.
–¡Claro, ya lo tengo! ¿Cómo no lo he pensado antes? Si dejo de rascarme la cabeza un rato podré pelar la naranja con las dos manos… Tendré que aguantar el picor durante un par de minutos, pero tendré que hacer el esfuerzo. ¡Voy a intentarlo!
Al razonar con sensatez el mono por fin consiguió tener éxito. Cogió la naranja con la mano derecha, volvió a remojarla en el río para dejarla reluciente, y con la izquierda fue quitándole los trozos de piel con gran facilidad.
–¡Lo he conseguido! ¡Lo he conseguido! ¡Yipijey!
En pocos segundos tenía todos los gajos a la vista. Cogió uno y lo saboreó con placer.
–¡Oh, qué delicia, qué rico está!… La verdad es que no era tan difícil pelar la naranja… ¡Quien lo hacía difícil era yo!
El mono se comió la naranja de muy buena gana, disfrutando cada gajo de la fruta. Cuando acabó se limpió las manos, subió la rama de su árbol favorito y, acto seguido, ¿sabes qué es lo que hizo? continuó rascándose la cabeza, pero no con una sola mano, sino con las dos. Cada uno de sus diez deditos de mono para rascar su cuero cabelludo.
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3. La manchas del jaguar
Cuenta una antigua leyenda maya que hace miles de años, cuando todavía no había seres humanos en la tierra, había un jaguar al que le pasó algo muy especial.
El animal era totalmente feliz, puesto que estaba en muy buena forma física, nunca le faltaba comida y se llevaba muy bien con el resto de animales. Además, se sentía agradecido de poder despertarse cada mañana en uno de los lugares más bonitos del mundo: la península de Yucatán.
Su naturaleza felina le motivaba a pasear por el bosque envuelto en la oscuridad de la noche y escalar la monaña durante el día, pero su afición favorita era, sin lugar a dudas, lamer su propio pelaje, amarillo y brillante, tanto como el mismísimo Sol. El jaguar quería tenerlo lo más limpio posible, no solo para sentirse más guapo y aliñado, sino también porque sabía que los demás lo admiraban por cómo lucía.
Una tarde de verano estaba medio dormido bajo un árbol de aguacate cuando, de repente, escuchó unos ruidos muy raros sobre su cabeza.
–¿Qué ha sido eso?… ¿Quién anda por ahí perturbando mi descanso?
Miró hacia arriba y vio extrañando que las ramas se agitaban, pareciendo como si chillaran. Abrió sus grandes ojos para enfocar la mirada, descubriendo que se trataba de no uno, ni dos, sino tres monos que, para entretenerse estaban compitiendo a ver quien arrancaba más frutos maduros en menos tiempo.
Sorprendido y enfadado a la vez, el jaguar les gritó:
-¡Por favor, respetad mi descanso! ¿No veis que estoy durmiendo la siesta aquí abajo? ¡Basta ya con vuestro estúpido juego!
Los monos estaban divirtiéndose tanto en ese momento que no le hicieron ni caso. De hecho, empezaron con un nuevo juego: lanzar aguacates al aire para ver cómo se despedazaban y lo salpicaban todo al impactar contra el suelo.
El jaguar era demasiado mayor como para aguantar este tipo de tonterías, así que perdió la paciencia. Muy serio, se puso a cuatro patas, levantó la cabeza y rugió enseñándole los colmillos a los primates a ver si se daban por aludidos, pero no le sirvió. Nada, como si fuera transparente...
-¡Ya estoy harto de oír vuestro alboroto y de ver cómo desperdiciáis la comida! ¡Para de una vez o tendréis que enfrentaros a mí!
Pero la amenaza no surtió efecto y los monos continuaron con sus juegos. Pero por poco tiempo, pues la mala suerte quiso que uno de los aguacates cayera sobre el lomo del jaguar. El golpe fue tan fuerte que hizo que el gran felino se retorciera de dolor.
–¡Ay, ay, menudo golpe me habéis dado con uno de esos malditos aguacates!
La zona donde le habían golpeado empezaba a inflamarse, mientras comprobaba como la pulpa del aguacate se desparramaba por su pelo como si fuera manteca, formando un pegote verde asqueroso. Su belleza había sido ocultada bajo un pringue verde, lo que hizo que se pusiera hecho toda una fiera.
-¡Mi bello y sedoso pelaje dorado! ¿Cómo os atrevéis? ¿Quién ha sido el culpable?
El mono que tenía las orejas más puntiagudas puso una cara de pánico tan expresiva que él solito se delató. El jaguar, con los nervios a flor de piel, reaccionó como la naturaleza le decía que debía reaccionar: pegando un gran salto y, cuando alcanzó al mono que le tiró el aguacate, levantó la pata derecha y le asestó un fuerte zarpazo en la barriga. Víctima de un intenso dolor, el simio chilló, aunque para su fortuna la herida era poco profunda y sobrevivió.
Para no ganarse más zarpazos, los tres monos emprendieron la inmediata huida.
–¡Chicos, rápido, debemos irnos!… ¡Hay que escapar antes de que acabe con nosotros!
Los monos bajaron rápidos del árbol, huyendo campos a través. Lejos del jaguar, el mono herido dijo:
-Sé que el jaguar no merecía recibir un golpe y que ensucié su lindo pelaje… pero no hubo mala intención. ¡Le di sin querer y mirad como me ha malherido! ¡Duele mucho! Esto no puede quedar así, tenemos que ir a ver a Yum Kaax ¡Él nos aconsejará!
Yum Kaax era el dios protector de la flora y fauna que vivía en la montaña. Era una deidar muy querida por su bondad, sabiduría y amabilidad y, por esto, los animales acudían a él. Recibió a los tres monos con una sonrisa, los brazos abiertos y luciendo en su cabeza un tocado con forma de mazorca de maíz.
–Bienvenidos a mi hogar. ¿Qué se os ofrece?
Uno de los tres monos le contó a la divinidad toda la historia, lo desagradable que había sido y lo malherido que había acabado uno de ellos. Nada más terminar, el joven dios, ya sin la sonrisa en la boca, resolvió:
-Os tengo que decir que vuestro comportamiento fue muy infantil. ¡No debéis molestar a nadie cuando está tratando dormir! ¡Y mucho menos podeís desperdiciar los frutos que nos regala la tierra! Está mal despilfarrar la comida, pero que muy mal.
Avergonzados, los monos agacharon la cabeza mientras Yum Kaax continuó con la reprimenda.
-Para que aprendáis la lección, los próximos dos meses vas a trabajar para mí limpiando los campos y recogiendo la cosecha de cereal. ¡Este año hay escasez de mano de obra y toda ayuda es poca!
Los tres amigos abrieron la boca con la intención de protestar, pero el dios no se lo permitió.
–¡No admito quejas! Esta será una buena forma para haceros madurar...¡como lo hacen los aguacates! ¡Muajajajah!
Los monos no pillaron la gracia, siendo solo el dios Yum Kaax quien se rió de su propio chiste. Cuando se hartó de reír continuó con el tema que los ocupaba, quedándose unos segundos pensativo y decidió qué castigo aplicar al felino.
-Os dejaré que volváis a subir al árbol y le lancéis unos cuantos aguacates al jaguar. Esta vez, con mis poderes divinos, no le servirá de nada limpiarse y quedará marcado para siempre. Esto le servirá para aprender a ser menos engreído.
El dios tomó aire y continuó:
-Pero deberéis hacerlo respetando dos normas: la primera, lanzar los aguacates con cuidado para no hacerle daño.
Los tres monitos dijeron que sí con la cabeza.
-Y la segunda es que los aguacates deben estar muy maduros, tanto que no se puedan ni comer porque están muy blandos y oscuros, a punto de pudrirse. Así no le haréis daño, pero su pelo quedará manchado de por vida porque así lo decido yo.
Los primates aceptaron las condiciones que le impuso el dios Yum Kaax y, tras agradecerle el haber tenido un audiencia con él, se fueron directos al árbol de aguacate. Al llegar ahí comprobaron que el jaguar había ido a bañarse al río por lo que aprovecharon que no se daba cuenta para ocultarse entre las ramas. Desde ahí le vieron regresar de nuevo con el pelo reluciente, tumbándose para continuar con su plácida siesta.
El mono de orejas puntiagudas, quien había sido el herido en el primer encontronazo con el felino, dirigía la operación y le susurró a sus colegas.
–Ahí viene… ¡Preparemos el material!
El jaguar, que no se podía ni imaginar lo que estaba a punto de sucederle, se acostó sobre la hierba y cayó en un profundo sueño. Cuando hizo los primeros resoplidos y algo parecido a un ronquido, los tres monos cogieron varios aguacates blandengues y apestosos y los lanzaron al felino sin contemplaciones. El jaguar se despertó al momento, horrorizado, comprobando que un montón de pulpa negra y viscosa llenaba de manchas su finísimo y precioso pelaje.
–¡¿Pero qué está pasando?!… ¿Quién me ataca?… ¡¿Qué es esta guarrería?!
El mono de orejas puntiagudas, satisfecho con el resultado, se asomó entre las hojas y le espetó al felino:
–Cumplimos órdenes del dios Yum Kaax. A partir de ahora, tú y tus descendientes luciréis manchas oscuras hasta el fin de los tiempos. Para ti, se acabó el presumir de brillante, puro y dorado pelaje.
El jaguar corrió a lavarse al río, pero por mucho que se mojó y remojó, las manchas no se fueron. Al salir del agua empezó a llorar de verdadera tristeza y no tuvo más remedio que aceptar el castigo que el dios Yum Kaax le había impuesto.
Desde entonces, los monos tienen prohibido jugar a guerras de aguacates y todos los jaguares tienen manchas en el que antaño era un pelaje dorado y limpio.
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4. La encina y el junco
En una gran pradera crecía una encima que, cada día, le daba las gracias a la Madre Naturaleza por los muchos dones que le había otorgado. Eran tantos que la encima se consideraba a sí misma como el árbol perfecto.
De todas sus virtudes una de las que más valoraba era la de ser alta, puesto que le permitía no perderse de un solo detalle de lo que sucedía a su alrededor. Además, se sentía muy satisfecha por haber nacido hermosa y, siempre que podía, presumía de su recortada copa formada por muchas hojas de brillante verde. Era alta, guapa y con una salud envidiable que le permitía producir cientos de bellotas suculentas al llegar el otoño. Pero, puesta a elegir, lo que más le gustaba de sí misma era su enorme y grueso tronco que hacía que se sintiera fuerte, segura e imbatible.
Pero de tantas cosas buenas que tenía el árbol, con el paso del tiempo acabó apareciendo una mala: la encima empezó a creerse superior al resto de vegetales y comenzó a comportarse de manera insolente, especialmente con las plantas que consideraba más débiles.
Unos metros más abajo de la pradera había un humedal en donde vivía un joven y delicado junco. A diferencia de su vecina, este era muy fino, sin hojas ni flores, pasando totalmente desapercibido a los ojos de los demás.
Un día la encima se dio cuenta de la existencia del junco y empezó acosarle, metiéndose con él.
–¡Eh, junco!… ¿Qué se siente cuando se es tan frágil e insignificante?
El junquito se quedó perplejo ante una pregunta hecha con tan mala intención.
–Bueno, pues no tengo mucho que decir salvo que vivo tranquilo y contento.
Al escuchar la respuesta, la encina empezó a reírse con menosprecio.
-¡Ja, ja, ja! Te conformas con muy poco. No entiendo como se puede ser feliz siendo tan poca cosa, además de estar rodeado por humedad y plantado en un lodo negro y pegajoso. ¡Puaj, qué asco!
El junco le respondió con humildad.
-No te voy a engañar, me hubiera gustado nacer en la pradera como tú, pero como bien sabrás soy una planta acuática y necesito estar permanentemente en el agua para poder vivir y crecer.
La encina, ante tal comentario, se rió todavía más fuerte y siguió burlándose.
–¡Ja, ja, ja! ¿Crecer?… ¡Pero si apenas mides metro y medio! No como yo: yo sí soy un árbol estilizado, bello, y… mira que pedazo de tronco ¡Impactante! ¿verdad? Tú, en cambio, eres un palito insignificante. ¡Ay, qué vida tan miserable te ha tocado vivir!
El junco tenía muy claro que él no era el más forzudo del lugar, pero eso no le hacía peor que nadie.
–Seré bajito y delgado, pero tengo dignidad y una virtud que tú no tienes.
La encina preguntó en tono socarrón.
–¡No me digas!… ¿Y cuál es, tronco?
–¡Pues que soy muy flexible!
La encina pegó la más fuerte de las carcajadas.
– ¡Ay, qué risa, esa sí que es buena!… ¡Que eres flexible!… ¿Y para sirve eso, si se puede saber? Perdona, pero ser así de blando es horrible, todo el día moviéndote de un lado a otro y doblándote cada vez que sopla un poco de airecillo... ¡Qué mareo y qué tortura!
–Bueno, pero en algunas situaciones puede ser muy beneficioso
–¡¿Beneficioso?!… ¡Lo mío sí que es beneficioso, que tengo un tronco bien grande y plantado!
Nada más soltar estas palabras la encina el cielo se oscureció, cubriéndose de nubes y estallando una tormenta de las fuertes, de las que nadie se espera. Todos los animalillos del campo corrieron a ponerse a cubierto para resguardarse de la lluvia, el viento y de los peligrosos relámpagos, mientras que las plantas solo podían quedarse quietas esperando a que la tormenta amainara.
Pero desgraciadamente ocurrió lo peor que podía pasar. El aire empezó a enfurecer, transformándose en un huracán que arrancó de cuajo a la encina de la pradera y la lanzó sin piedad alguna al fondo de un acantilado. Su belleza, su altura y su enorme tronco no sirvieron de nada para evitar ser arrollada por los temibles vientos tempestuosos.
El junco también sufrió mucho el viento, y lo soportó como pudo. Se retorció, se balanceó de un lado a otro y sufrió graves daños pero, gracias a su gran flexibilidad, sobrevivió.
Cuando acabó la tormenta, lo primero que hizo el junquito fue mirar su maltrecho tallo de arriba abajo, quejándose de dolor:
–¡Ay, estoy lleno de moratones! Creo que tengo algunas raíces rotas...
Pero de inmediato levantó la mirada y observó que había un agujero donde durante años se había alzado la imponente encina, lo que le hizo reflexionar.
-Lo que los demás consideran como un defecto, a mí me hace sentir orgulloso. Y no solo eso, sino que ha sido lo que me ha salvado la vida.
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5. El mercader de sal y el asno
Había una vez un mercader que se ganaba el jornal comprando sacos de sal a buen precio apra luego venderlos a diferentes pueblos de su provincia. El negocio no le iba nada mal y solía ganarse algún dinerillo, pero de tanto carga con el peso de los sacos empezó a sufrir dolores en la espalda y las piernas.
Una buena mañana se levantó tan dolorido que decidió poner fin a esta situación. Tras asearse y beberse su vaso de leche de desayuno, se fue rápido al mercado y compró un asno joven y robusto. Al salir de la tienda acarició su cabeza gris y le habló como si le pudiera comprender.
Asnito, a partir de hoy yo seré la cabeza pensante del negocio y tú serás quien transporte la mercancía. Tengo setenta años y me duele el cuerpo al mínimo esfuerzo. Si nos repartimos el trabajo, las cosas nos van a ir muy bien y tendremos mayores ganancias.
Tras decirle esto al asno, hombre y animal se acercaron al puerto para comprar varios sacos de sal. El mercader los ató al lomo de su nuevo compañero de negocios.
Salieron de la ciudad y tomaron el camino que rodeaba un bosque, donde se encontraron que tenían que atravesar un río que tenía el fondo empedrado. El asno, un animal torpe por naturaleza, pisó mal y se resbaló. El pobre asnito no pudo evitar caer panza arriba y se empapó todo, mojándose tanto que el agua llegó a traspasar la tela de los sacos y la sal que iba en su interior se disolvió.
El mercader se echó las manos a la cabeza y dijo.
¡Oh, no, qué mala suerte! ¡He perdido toda la sal que acababa de comprar! ¡¿Qué haré ahora?!…
A diferencia del mercader, el asno estaba contento al verse liberado de la pesada carga que suponía la sal de los sacos. Notó que sus músculos se relajaban y salió del río sintiéndose muy ligero.
‘¡Esto es genial! … ¡No aguanto el agua fría, pero al menos no tengo que cargar con esos horribles sacos de sal que pesan más que un meteorito!’
Tras unos minutos, el comerciante reflexionó sobre qué hacer y finalmente se decidió en volver a la ciudad.
-¡Vamos, borrico, tenemos que volver a por más sal! De esto vivo y como no consiga buenas ventas antes de que anochezca habré perdido el día a lo tonto.
Ambos dieron la vuelta y caminaron con paso ligero hasta que regresaron al puerto. Allí el mercader repitió la operación, comprando varios sacos de sal y colocándolos sobre el lomo del asnito y, sin perder un instante más, retomaron la ruta.
Solo había un camino posible así que tuvieron que pasar por el mismo río. El asno, cansado de soportar el peso de tantos quilos de sal, dedujo que se le presentaba una buena oportunidad otra vez. Si resbalando la primera vez le había servido para aligerar, ¿qué podría ir mal esta vez, haciéndolo a propósito?
Y así, haciendo un poco de drama, el asnito fingió que se volvía a tropezar con una roca del fondo, dejándose caer haciendo todo tipo de aspavientos. Volvió a respirar aliviado en cuestión de segundos, puesto que la sal volvió a diluirse en el agua.
Una vez se incorporó y salió del río miró al mercader y le puso cara de pena, como haciendo que lo sentía. Todo era mentira porque, lejos de sentir tristeza, el asno estaba más contento que unas pascuas. Sn embargo el muy borrico no contaba con que el mercader no era tonto y se había dado cuenta de que el asno estaba fingiendo.
El mercader pensó:
“¡Este borrico se cree que me la ha colado, pero afortunadamente yo soy bastante más listo que él y voy a darle un escarmiento que no va a olvidar! ¡Será desagradecido!…”
Sin articular palabra alguna, el mercader tiró de la cuerda y se llevó al burro a la ciudad. A diferencia de las otras dos veces, no se dirigió al puesto de sal, sino a una tienda donde vendían esponjas y, sin pensárselo dos veces, las compró todas y las metió en sacos que cargó a lomos del asno.
Las esponjas no eran tan pesadas como la sal, pero al animal no le gustaba nada tener que cargarlas. Por eso, al volver a pasar por el mismo río sintió el impulso de volver a hacer trampa, convencido de que era capaz de engañar a su dueño. Así, al igual que la otra vez, el asno se bañó a posta en el río simulando que se volvía a tropezar. Pero para su desgracia, las esponjas no se disolvieron. No, lo que hicieron fue llenarse de agua, multiplicando su peso por veinte y haciendo que el asno se empezara a hundir sin remedio.
-¡Auxilio! ¡Ayuda, por favor! ¡Socorro!
Creyendo que estaba a punto de morir, empezó a agitar sus patas locamente en un último intento por salir a flote. Fueron momentos de mucha angustia pero, afortunadamente, consiguió alcanzar la orilla y sobrevivir. Sentado sobre la hierba, empezó a tiritar y escupir agua entre los dientes mientras que su dueño, con los brazos cruzados, lo miraba con gesto impasible. Cunado el asno se tranquilizó empezó a quejarse amargamente.
-¡Estos sacos pesan mucho más que los de sal!… ¡He estado a punto de ahogarme!
El amo estalló en cólera.
-¡Eso te pasa por tratar de engañarme! Espero que hayas aprendido la lección y a partir de ahora cumplas con tu obligación al igual que yo cumplo con la mía. ¡Llevo toda la vida trabajando para poder vivir y no quiero asnos perezosos a mi lado! ¡¿Te queda claro?!
El asno bajó la cabeza avergonzado, admitiendo que había jugado sucio.
-De acuerdo amo. Está bien… No volveré a engañarle pero, por favor, intente que los sacos sean más ligeros o yo también acabaré con el cuerpo adolorido a pesar de ser joven.
El mercader reflexionó y comprendió que la petición del asno era bastante justa.
-De acuerdo. Prometo ser un poco más generoso y compasivo, cargándote con sacos menos pesados, pero a cambio tú deberás ser leal y trabajador ¿Te parece bien?
-Sí. Prometo que no te volveré a traicionar y cargaré aquello que me encargues.
Ambos hicieron las paces, sonrieron y continuaron con el negocio respetándose mutuamente.