En nuestra vida diaria utilizamos constantemente fechas y registramos de forma cotidiana días, meses, semanas, años. Lo hacemos con un automatismo lógico, pues es el cómputo del tiempo que nos es conocido. Pero esto no fue siempre así; de hecho, nuestro calendario actual, el calendario gregoriano (que supone nuestra referencia internacional) se originó para rectificar un error de cálculo que se había ido acumulando durante siglos. Si te interesa el tema, sigue leyendo; en el artículo de hoy abordamos los orígenes de nuestro calendario actual.
El calendario gregoriano: ¿de dónde viene nuestro calendario actual?
Pues, efectivamente, de una equivocación. Pero seamos más explícitos. El calendario gregoriano entró en vigor al día siguiente del 4 de octubre de 1582, en virtud de una bula papal que así lo ordenaba. Siguiendo las instrucciones, el 5 pasó a ser 15 de octubre, por lo que se suprimían 10 días del calendario. Esta anulación comportó situaciones curiosas, como la que se originó con la muerte de Santa Teresa de Jesús; la santa falleció ese mismo 4 de octubre y fue enterrada al día siguiente… técnicamente, el 15 de octubre.
El objetivo de esta supresión que, a priori, nos puede parecer asombrosa (eliminar más de una semana del calendario de un plumazo no deja de ser llamativo) no era otro que rectificar un error de cálculo que establecía en el calendario un desfase de más de 11 minutos respecto el año trópico, es decir, el año astronómico. A primera vista, 11 minutos no parecen constituir un error demasiado grave. Pero si sumamos estos minutos y los vamos acumulando durante siglos, el resultado son días de error, que son precisamente los que se eliminaron durante la reforma del siglo XVI.
Con anterioridad al establecimiento del calendario que entró en vigor en 1582 (llamado calendario gregoriano por el papa que lo impulsó, Gregorio XIII), el mundo cristiano se regía por el denominado calendario juliano, un cómputo de tiempo instaurado nada menos que por Julio César en el año 46 a.C. De igual forma a lo que sucedió en el siglo XVI, la intención era acabar con los múltiples errores que acumulaba el calendario republicano romano, que se había convertido en un auténtico caos.
Los errores del antiguo calendario republicano
La Roma de la República seguía un calendario bastante pobre en cuanto a exactitud astronómica, que otorgaba al año un total de 355 días, distribuidos en 12 meses de duración desigual. Conscientes del desfase que esto suponía respecto al año trópico, los pontífices romanos añadían de vez en cuando (sin ninguna regularidad) un mes extra, al que llamaban intercalar y que solía situarse después de febrero, el final del año en época romana. Sin embargo, este añadido no seguía unas directrices matemáticas ni constantes, y a menudo era usado por los dirigentes en su propio beneficio. El resultado fue que en época de Julio César el desfase respecto al año astronómico empezó a ser preocupante.
Influido por el cómputo egipcio del tiempo, que se regía por un calendario solar (uno de los primeros de la historia), César impulsó la creación de un nuevo calendario, que empezó a estar vigente en 46 a.C. y al que se llamó juliano en su honor. Este nuevo calendario pasó a tener 365,25 días, lo que en principio era una solución eficaz para rectificar el caos que había originado el antiguo calendario republicano. Pero, en realidad, la solución sólo conllevaba un nuevo desfase, como veremos.
Un desfase de más de 11 minutos
Esos poco más de 11 minutos no significaban nada al principio. Sin embargo, con el paso de los años, se fueron acumulando, y en el siglo XVI suponían ya 10 días de error. Este desfase provocaba que las estaciones empezaran en fechas equivocadas, lo que afectaba especialmente a la celebración de la Pascua cristiana que, como veremos, fue la principal causa (o puede que la única) para que las autoridades eclesiásticas decidieran poner solución.
En su estudio La reforma del calendario. Tentativas para transformar el calendario gregoriano (ver bibliografía), Wenceslao Segura González realiza un recorrido por los diversos intentos que se produjeron a lo largo de la historia para enmendar el error del calendario juliano. Porque, en realidad, no fue en el siglo XVI cuando los estudiosos fueron conscientes del desfase; ya desde el siglo IV se conocía el error, aunque el desfase todavía no era suficientemente grande como para preocuparse.
Entrada la Edad Media ya fue otra cosa. Los días se acumulaban, y los cambios estacionales empezaban a divergir. Así, tenemos varios intentos de reforma ya en el siglo XIII; entre ellos, el de Robert Grosseteste (1175-1253), obispo de Lincoln, que propuso cambiar el día de inicio de la Pascua cristiana del 21 al 15 de marzo. En realidad, este cambio suponía, más que una modificación del calendario juliano, una “adaptación” de la Pascua al desfase temporal. Recordemos que lo único que importaba a los eruditos era que, debido al error, la liturgia pascual se demoraba demasiado en el tiempo.
La Pascua cristiana como empuje para el cambio
Para comprender la preocupación suscitada respecto a la Pascua, primero debemos tener claro cómo se calcula la fecha que, como sabemos, es móvil. El cristianismo estableció que la Pascua cristiana debía celebrarse en primavera, y el domingo de Resurrección debía coincidir invariablemente con el primer plenilunio después del equinoccio (esto es, después del 21 de marzo). En este caso, el calendario litúrgico recogía el testigo judío y se basaba en los movimientos de la luna en lugar de los del sol.
Pero ¿qué pasó cuando el desfase producido por el calendario juliano empezó a ser evidente? Pues que la Pascua nunca coincidía exactamente con lo estipulado con la Iglesia, puesto que las estaciones llegaron a desplazar su inicio nada menos que 10 días. Tal y como detalla Wenceslao Segura López en la obra citada, si no se hubiera rectificado el error, la Pascua habría terminado cayendo en verano.
Por tanto, más por criterio religioso que por necesidades civiles, la Iglesia decidió hacerse cargo del tema y durante siglos intentó, a través de los mayores especialistas en astronomía, reparar el error que el gran César había dejado como herencia. Ya hemos dicho que se estudiaron diversas opciones, pero la solución no llegó hasta el siglo XVI, de la mano de la llamada “Comisión del Calendario”.
Existía un antecedente del mismo siglo, que provenía de la Universidad de Salamanca. En 1515, y como respuesta a la petición del papa de encontrar de forma definitiva una solución al desfase temporal, algunos eruditos de la universidad salmantina enviaron un informe bastante completo, al que nadie hizo caso. No fue hasta después del Concilio de Trento (finalizado en 1563), y con el impulso de los nuevos aires contrarreformistas, que Gregorio XIII decidió finalmente ponerse manos a la obra.
La “Comisión del Calendario” estaba formada, entre otros, por los astrónomos Cristóbal Clavio (1538-1612), consejero de nada menos que Galileo Galilei, y Luis Lilio (1510-1576). Cuando Lilio falleció, el primero tomó las riendas de la Comisión y modificó algunas propuestas que Lilio había realizado, para las que se basó también en el ignorado informe de la Universidad de Salamanca. El resultado fue lo que hoy en día conocemos como calendario gregoriano (quizá debería llamarse con más justicia calendario liliano o claviano), el cómputo del tiempo que pervive en la actualidad.
¿En qué consistían las reformas definitivas de Clavio? Se pasó de los 365,25 días del calendario juliano a los 365 de nuestro calendario actual y, además, se suprimieron de un plumazo los 10 días que se habían acumulado durante siglos. Técnicamente, el 5 de octubre de 1582 o el 9 de octubre de 1582 nunca existieron, y las personas que se acostaron la noche del día 4 se levantaron en la mañana del día 15 de octubre de 1582.
La paulatina aceptación del calendario gregoriano
Pero el cambio no fue aceptado automáticamente en todos los territorios. Los primeros en realizar el cambio de calendario fueron los reinos del área católica: la corona hispánica, Portugal, la Polonia católica y los territorios italianos, que pasaron del jueves 4 de octubre al viernes 15 de octubre. Francia lo hizo un poco más tarde, pues adoptó el cambio en el tránsito del 9 de diciembre al 20 de diciembre de ese mismo año 1582.
Como era de esperar, los lugares que mostraron más reticencia fueron los del área protestante, por provenir el cambio de una bula papal. En un contexto de lucha religiosa, cambiar el calendario era casi lo mismo que plegarse a la voluntad del papa, y muchos territorios de mayoría protestante no estaban dispuestos a dar su brazo a torcer. Así, Prusia y los Países Bajos no aceptaron el calendario gregoriano hasta 1700, e Inglaterra aún lo hizo más tarde, en 1752.
Rusia adoptó el nuevo cómputo en fecha muy tardía, con el estallido de la Revolución de 1917, llamada Revolución de octubre precisamente porque el imperio aún no había adoptado el calendario gregoriano (el resto de Europa estaba ya en noviembre). Sin embargo, en contra de lo que mucha gente cree, no fue el último territorio en “convertirse”: la última fue Grecia, que se pasó al nuevo calendario en 1923.
El actual calendario gregoriano resulta por supuesto mucho más exacto que el juliano, pero sigue presentando posibilidad de error, ya que la rotación terrestre acumula un día cada 3300 años. Qué harán los futuros eruditos allá por año 5000 para enmendarlo, no lo sabemos.