Todas las cosas que hacemos, las hacemos porque nos han funcionado antes. Es decir, si soy una persona que grita a sus semejantes, es porque en algún momento aprendí que puedo obtener algún beneficio por gritar. Por el contrario, si soy una persona pasiva, tendente a evitar el conflicto, será porque en algún momento habré aprendido que gritar no me proporciona beneficios, o bien me proporciona perjuicios mayores.
Sin embargo, puede que las conductas que siempre me proveyeron de beneficios, dejen de hacerlo al cambiar el contexto. Por ejemplo, puede que en mi clase del instituto me funcionara tratar de forma agresiva a mis compañeros porque así me hacían los deberes, pero a lo mejor topo con otro tipo de personas al llegar a la universidad, menos vulnerables a mi agresividad (o más agresivas). En ese caso, tendré un grave problema, pues me habré quedado sin recursos conductuales para desenvolverme en ese aspecto de mi vida.
Por todo ello, para un educador es de vital importancia prestar mucha atención a qué está y qué no está reforzando, pues las conductas tempranas irán evolucionando a través del tiempo y, sin una adecuada guía en el crecimiento (la cual no siempre existirá), podemos encontrarnos con adultos que respondan “como niños” ante sus situaciones sociales.
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Castigos y refuerzos para educar
Ante todo, cabe aclarar la importancia de las contingencias entre conductas y consecuencias, sobre todo en edades muy tempranas, en las cuales los procesos mentales básicos como el pensamiento, la memoria o el lenguaje están en fases tempranas de su desarrollo y, por lo tanto, no serán tan efectivas como herramienta educativa.
Los organismos establecen pautas conductuales a través de las consecuencias que siguen a las mismas. Si el resultado de una conducta facilita que dicha conducta se repita en el futuro, se denominará refuerzo y, si por el contrario, disminuye su probabilidad de aparición, llamaremos a esta consecuencia: castigo.
De esto deducimos que, una misma consecuencia, en diferentes personas, puede ser o no un refuerzo o un castigo. Por ejemplo, retirar tiempo de televisión puede ser un castigo para un niño, pero para otro no. Enviar a un niño a su habitación puede ser un refuerzo si lo que hay en la habitación agrada al niño (juguetes, videoconsolas…), y una felicitación o un sonrisa de aprobación puede ser reforzador suficiente (o puede que no).
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La necesidad de coherencia entre escuela y sociedad
Debemos conocer muy bien a nuestro público, y ejercer una buena contingencia entre las conductas desplegadas y las consecuencias que administremos. Y en ese sentido, debemos tener mucho cuidado con según qué conducta nos interese instaurar. La felicitación es un reforzador social para la mayoría de los niños y cuando, por ejemplo, instintivamente decimos “¡Muy bien!” a un niño por cualquier cosa que haga, podemos caer en no reforzar tanto la actividad del niño como la llamada de atención.
Esto puede desembocar en una asociación entre autoestima y refuerzo social, que puede llevar a buscar esa autoestima en la aprobación de nuestro aspecto físico, nivel económico, likes en Instagram y demás banalidades que la sociedad tiende a reforzar (por medio de la ficción, la publicidad, etc.).
Otro ejemplo se da en el caso de los "chivatos". En una sociedad que cada vez fomenta más la responsabilidad social, y nos anima a implicarnos en casos de violencia de género (llamando a la policía cuando oímos gritos en la casa de al lado) o de fraude (tanto por parte de una empresa como de un particular), la cultura de la clase sigue siendo, en muchas ocasiones, la de sancionar al chivato cuando nos avisa de que Fulanito ha copiado o Menganita ha pegado a Zutanita.
La importancia de fomentar conductas adecuadas
Sin entrar en qué modelo social es el más adecuado, llama la atención la incoherencia entre un sociedad que, a través de la escuela, educa en un valor (el silencio) que no considera deseable en la sociedad a la que se van a incorporar sus infantes, y que intentará modificar a través de campañas, etc.
Los refuerzos y castigos operan continuamente en el contexto educativo, y es de vital importancia detectar qué conductas estamos reforzando y cuáles no, así como qué significa reforzar dichas conductas de cara a la sociedad a la que se van a incorporar estos ciudadanos en formación, porque queramos o no, la infancia y la adultez no son más que convenciones arbitrarias, y desde que nacemos hasta que morimos, no somos sino personas en desarrollo.