La política es un aspecto de la vida en común que, a pesar de afectarnos a todos en nuestras vidas, parece ser ampliamente repudiado. La vinculación de la esfera de lo político al ejercicio de unas élites que se encargan de sintetizar la caótica “voluntad popular” mediante una especie de alquimia electoral es algo que, cuanto menos, genera desdén por su ineficacia a la hora de introducir cambios satisfactorios para toda la población en los ámbitos económico y social.
Sin embargo, aún son pocas las personas que cuestionan la democracia participativa clásica, ateniéndose a la lógica del mal menor. Se trata, aparentemente, de una postura de centros, que no cae en extremismos. Cabría preguntarse, sin embargo, cuál es la naturaleza psicológica del centro político, y en qué medida está diferenciada de modos de pensar alternativos. Para ello, primero tendríamos que abordar el concepto de ideología.
¿Qué es la ideología?
Clásicamente se ha entendido la ideología como un sistema de ideas fundamentales que definen un modo de pensamiento político, religioso, cultural, identitario, etc. propias de una persona o colectividad. Es decir, en cierto modo se pone el acento en lo atemporal y en el grado en que esas ideas definen y son definidas por la persona o colectivo que las ostentan.
Desde el punto de vista de la cognición es muy cómodo entender el concepto de ideología como algo inmutable. Las categorías estancas y fijas no conducen hacia la contradicción, promueven formas de pensar conservadoras: ser anarquista implica no ir a votar en las elecciones generales, ser de derechas implica defender la flexibilidad laboral. “No voto porque soy anarquista, soy anarquista porque no voto. Se trata de un razonamiento prácticamente tautológico con los engranajes internos perfectamente engrasados.
La complejidad de nuestra concepción del mundo
Sin lugar a dudas, creer en las ideologías fijadas apriorísticamente es confortable. Sin embargo, esta creencia tiene el problema de ser totalmente irreal. Pensar que las personas tenemos conceptos, sistemas de categorías y “circuitos del pensamiento” fijados en el tiempo o incluso “propios de nuestro ser” es una forma de dualismo que va en contra de todo lo que sabemos acerca de la psicología y la neurociencia. Hoy sabemos que cualquier idea es en realidad fruto de una red de relaciones neuronales en continuo cambio, incluso durante la vejez. No existen maneras fijas de ver la realidad, y por lo tanto aún menos existen las maneras de pensar “propias de…” si tenemos en cuenta que estas están en continuo cambio.
De igual modo, tampoco las definiciones acerca de ideologías políticas propias de la literatura académica existen al margen de un lector que interiorizará esas ideas bajo la luz de sus experiencias pasadas y presentes y que además orientará sus conclusiones de acuerdo a sus objetivos e intereses.
Entre ideas, prejuicios y voluntades
Cualquier idea existe porque ciertas asociaciones entre ideas y percepciones de menor jerarquía silencian otras posibles asociaciones de ideas. Lo que ocurre que se dan asociaciones de ideas en el seno de un proceso de competencia y convergencia de varios fragmentos de conocimiento, impulsos biológicos, valoraciones subjetivas y conclusiones del pensamiento deliberado, tal y como señala Joaquín M. Fuster en Cerebro y Libertad (2014). Esto pasa continuamente, incluso mientras dormimos. Como consecuencia, nuestro pensamiento no está guiado rígidamente por un solo principio integrador como el “ser de derechas” o “ser pacifista”, etc.
El término “ideología” se refiere sólo a aquellos lineamientos generales que definen modos de pensar, pero a la vez implica un reduccionismo inevitable a la hora de estudiar algo, compararlo con otras cosas, etc. Es útil hablar de ideologías, pero hay que tener en cuenta que lo que se da en la realidad es otra cosa: pensamientos únicos e irrepetibles, profundamente originales aún a pesar de estar basados en vivencias, memorias y conocimientos previos, guiados sólo en parte por el pensamiento deliberado.
Esta conclusión tiene implicaciones serias. Renunciar conscientemente a nuestra capacidad para reducir la política a sistemas filosóficos herméticos y autónomos propuestos “desde arriba” implica pensar en la política como una función que no es propia de órganos centrales de decisión. Implica, a fin de cuentas, decirle adiós al monismo ideológico, a la política de manual.
Newsletter PyM
La pasión por la psicología también en tu email
Únete y recibe artículos y contenidos exclusivos
Suscribiéndote aceptas la política de privacidad