Refrescos, bollería industrial, postres lácteos, kétchup, bebidas alcohólicas… Todos estos son alimentos frecuentes en nuestra dieta occidental: altamente calóricos, muy apetecibles y ricos en azúcares añadidos. A esta lista se podrían añadir, entre otros muchos, los cereales que consumimos en el desayuno, las bebidas energéticas, las mermeladas, etc.
La industria alimentaria hace uso de este elemento tan atractivo para el paladar humano, el azúcar, para potenciar el sabor de todos estos productos, provocando a la larga una clara dependencia hacia estos alimentos procesados.
Azúcar: una pandemia en la sombra
La Organización Mundial de la Salud estima como cantidad recomendada 25 gramos de azúcar al día, estableciendo un límite máximo en adultos de 50 gramos. Sin embargo, el consumo en las sociedades occidentales sobrepasa con creces este límite, situándose en los 70 gramos al día por persona en España y en los 126,4 en los Estados Unidos (Pablos, 2016).
Dentro de estas tasas sólo se incluyen los azúcares libres, es decir, aquellos añadidos de forma artificial durante el procesado de los alimentos. Los azúcares naturales presentes, por ejemplo, en la fruta, no constituyen un grave peligro.
Los efectos de un consumo irresponsable de azúcar
Los efectos contraproducentes de esta elevada ingesta de azúcares procesados no se ciñen a una simple caries, sino que van mucho más allá. Mientras que en los países en vías de desarrollo la principal causa de muerte son las enfermedades infecciosas, en los países desarrollados la gran mayoría de defunciones se deben a enfermedades no transmisibles. Entre estas, la gran mayoría se ven agravadas por el estilo de vida y la alimentación; entre ellas se encuentran las enfermedades cardiovasculares (ictus, infarto de miocardio, etc.) y las enfermedades metabólicas, es decir, la diabetes mellitus, la obesidad, la aterosclerosis, la hiperlipemia y la hipertensión. La ingesta de los alimentos mencionados anteriormente y, por consiguiente, la acumulación en exceso de grasas en el organismo, provocan que se agraven estas enfermedades (Álvarez-Campillo, 2009).
Ante esta epidemia occidental de adicción al azúcar, países como el Reino Unido plantean gravar el consumo de refrescos azucarados con impuestos de hasta el 20%. Otros como Hungría establecen esta tasa en función de la cantidad de azúcar, grasa y sal que contenga el alimento. Esta medida provocó que muchos fabricantes redujeran estos ingredientes para evitar pagar más impuestos, obteniendo como consecuencia cambios positivos en la dieta de los consumidores (Galindo, 2016).
Si sabe tan bien, ¿por qué sienta tan mal?
En su libro El mono obeso (2010), José Enrique Campillo Álvarez responde a esta pregunta desde el punto de vista de la medicina darwiniana. Este enfoque médico, también denominado medicina evolucionista, estudia las enfermedades desde el contexto de la evolución biológica. Partiendo de que el “diseño” actual del ser humano es el resultado de millones de años de evolución y variación genética, la enfermedad tendría lugar cuando este no se adapta a las demandas del ambiente.
Nuestros ancestros evolucionaron en contextos en los que la escasez de alimentos era crónica, necesitando además una gran cantidad de ejercicio físico para conseguir escasos víveres. Esta situación, que se dio a lo largo de millones de años, provocó que, a través de la selección natural, sobrevivieran aquellos individuos que contaban con las adaptaciones genéticas necesarias para aprovechar al máximo períodos de abundancia y resistir a los de escasez. Entre estas adaptaciones, se encuentran aquellas que favorecen procesos metabólicos que ayudan a la acumulación de grasas tras alimentarnos. También las que favorecen que se mantengan estos depósitos de lípidos cuando escasea la comida.
La abundancia de alimento, el primer paso hacia la desnaturalización
Sin embargo, todo esto cambió desde el desarrollo de la agricultura y la ganadería hace, aproximadamente, 15.000 años. En contraste a lo que ocurría con la escasez que sufrieron nuestros ancestros, con el desarrollo de estas tecnologías se dio una abundancia que no había sido vista desde que nuestros tatarabuelos los Ardipithecus ramidus vivían en frondosas selvas, llenas de frutos al alcance de su mano. Este desarrollo tecnológico ha llegado hasta el punto mencionado al comienzo del artículo.
Hoy, sin gastar apenas energía, podemos ingerir grandes cantidades de alimento a pesar de que en biología existe una ley universal que establece que todo ser vivo necesita “pagar” una cierta cantidad de energía a través de la actividad física para poder llevarse algo a la boca. Este es el escenario idóneo para que aparezca la adicción al azúcar, porque su disponibilidad ha aumentado, pero no ha ocurrido lo mismo con nuestro diseño biológico.
Según afirma Campillo parece ser que, pese a lo que sostiene el dicho popular, no somos lo que comemos, sino que más bien somos un producto de lo que nuestros antepasados comieron. Tras las últimas investigaciones científicas, también se sospecha que el cuerpo humano requiere de una cierta cantidad de ejercicio físico para alcanzar un funcionamiento normal y mantener un equilibrio homeostático.
Por ejemplo, al contrario de la creencia general de que el corazón de los deportistas se hipertrofia como consecuencia del elevado ejercicio físico, sería el órgano del resto de la población el que no ha adquirido el tamaño idóneo. Por ello, teniendo nuestro cuerpo un diseño que no se adapta a las circunstancias del ambiente actual, existe un choque interno que da lugar a las enfermedades de la opulencia.
¿Cuáles son las enfermedades de la opulencia?
La obesidad, la diabetes tipo 2, la hipertensión, la dislipemia y la aterosclerosis suelen ir de la mano, por lo que a este conjunto de enfermedades se lo ha enmarcado dentro del denominado Síndrome Metabólico vinculado a la adicción al azúcar. Éste, a su vez, suele desembocar en la enfermedad cardiovascular.
Una dieta con una ingesta hipercalórica y desequilibrada y una vida sedentaria podría dar lugar, por ejemplo, a una progresiva acumulación de grasa. Tras ingerir alimentos que contienen azúcares, estos se metabolizan y se transforman en glucosa, que sería distribuida por el organismo. Cuando existe un exceso de glucosa que no es utilizada, esta se transforma en grasa en el tejido adiposo. Esta acumulación se puede tornar en excesiva en la zona de la barriga, siendo esta obesidad central un factor de riesgo importante para el desarrollo de enfermedades cardiovasculares.
La diabetes tipo 2, cuyo número de afectados crecerá hasta los 300 millones en 2025, es aquella que aparece por lo general en adultos. Suele estar asociada a la obesidad y a un estilo de vida sedentario. Provoca un déficit en la asimilación de azúcares en el organismo, lo que da lugar a que la glucosa se acumule en la sangre (hiperglucemia) y no pueda ser usada como fuente de energía. La insulina, segregada por el páncreas, es la encargada facilitar que la glucosa entre en las células. Las personas con diabetes tipo 2 desarrollan resistencia a la insulina, provocando esta situación esos problemas. En los últimos tiempos, está aumentando su incidencia en niños y adolescentes debido al abuso de dulces y bollería. La principal consecuencia de la diabetes tipo 2 sin tratamiento es el infarto de miocardio y otros problemas cardíacos.
El término hiperlipemia hace referencia a un exceso de grasa circulante en el torrente sanguíneo. Ante la imposibilidad de su disolución en la sangre, las grasas viajan por las arterias, favoreciendo la aparición de depósitos de colesterol en las paredes de estas. Por otra parte, en la aterosclerosis, las excesivas grasas perjudiciales forman placas en las arterias. Al llegar a un punto de acumulación en el que la sangre ya no puede circular se produciría un infarto (si sucede en las arterias del corazón) o un ictus (en una arteria del cerebro), dando lugar a la muerte del tejido que se ve afectado al no recibir sangre.
Por último, la hipertensión también afectaría a personas adultas y sería otro factor desencadenante de enfermedades cardiovasculares, además de acelerar la aterosclerosis. Sus síntomas visibles pueden no aparecer hasta bien avanzada la enfermedad, cuando la excesiva presión de la sangre sobrecargara tanto las arterias que da lugar a la rotura de una de estas.
Prevenir el Síndrome Metabólico
Para ninguna persona es agradable la perspectiva de sufrir estos padecimientos y, a pesar de ello, la gran mayoría de la población no hace nada al respecto para evitarlo. Una educación alimentaria y una concienciación sobre estos temas por parte de las autoridades sanitarias podría ayudar a frenar, en cierta medida, esta epidemia provocada por las enfermedades de las sociedades opulentas. Dado que el genoma humano no ha variado en los últimos miles de años, cuanto más acerquemos nuestro estilo de vida al diseño biológico de nuestro cuerpo más nos lo agradecerá nuestra salud.
En cuanto a las pautas alimentarias, como médico Campillo recomienda reducir la cantidad diaria actual de calorías ingeridas, reducir la ingesta de hidratos de carbono rápidos (dulces), aumentar el consumo de alimentos que contengan fibra vegetal y reducir el de aquellos con grasas saturadas y grasas trans, además de prestar especial atención a aquellos alimentos que contengan químicos que puedan ser tóxicos o contaminantes. Respecto al ejercicio físico, para equilibrar la balanza se recomienda una actividad de intensidad moderada y de larga duración. Es decir, por ejemplo, caminar durante una hora diaria a un buen ritmo o trotar al menos durante cuarenta minutos entre tres y cuatro días a la semana. Una buena distancia a caminar serían 6 kilómetros al día, o 12.000 pasos, si se cuenta con un cuenta-pasos.
Concluyendo, pese a la tentación a corto plazo que provocan los suculentos alimentos que nos rodean, una mirada hacia el futuro y una buena base de información debe ayudarnos a evitar determinados excesos innecesarios.