No nos parecerá extraño oír que padecemos el “síndrome postvacacional” si nos sentimos decaídos anímicamente al volver de un viaje y nos reencontramos bruscamente con la rutina o, al contrario, que sufrimos el “síndrome del tiempo libre” si vamos de vacaciones y nos cuesta relajarnos por estar acostumbrados a llevar un ritmo de vida muy ajetreado.
Estas etiquetas, a pesar de ser utilizadas con normalidad y poder parecer inofensivas, son el reflejo de cómo nuestra sociedad se ha vuelto intolerante al malestar, al dolor y a la incertidumbre.
Esto nos ha llevado a patologizar estados de ánimo, sentimientos y emociones que son inherentes a la condición humana como la tristeza, la ira, el estrés, los problemas en la adolescencia o la soledad, entre otras, y que podrían tener más relación con “sentirse mal” que con “padecer una enfermedad” (Pérez, Bobo y Arias, 2013).
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La paradoja de la salud
A lo anterior se le suma lo que denominamos “paradoja de la salud”, es decir, lo que en los países más desarrollados se da cuando la definición de salud es muy objetiva y retroalimenta el crecimiento de los problemas declarados en consulta médica.
Esto sucede, por ejemplo, cuando la descripción de los síntomas para identificar una enfermedad o un trastorno es muy específica e involucra una serie de “síntomas” que pueden aparecer también delante de situaciones difíciles o conflictivas.
Así pues, es común escuchar a alguien decir que tiene “depresión” por no decir que está “triste”, o que tiene “ansiedad” por no decir que está nervioso. Del mismo modo, cuanto más se amplían los recursos en el sistema de salud más son las personas que dicen estar enfermas.
Por ello, este mecanismo que retroalimenta la percepción de enfermedades ante reacciones normales durante adversidades cotidianas se basa en asumir que no hay personas sanas, sino solo enfermos sin diagnosticar (Orueta et al., 2011), dado que de algún modo, en algún momento u otro, todos encajaríamos en alguna categoría diagnóstica.
¿Qué entendemos por salud y felicidad?
La Organización Mundial de la Salud (OMS) define la salud ya no como la ausencia de enfermedad, sino como la obtención del bienestar absoluto, lo que de alguna manera asegura la instauración de esa patologización extrema del malestar, además de una búsqueda de felicidad inmediata y un consumo excesivo de fármacos sedantes que nos eviten tener que de soportar pequeñas dosis de sufrimiento.
Esto se debe al lugar inalcanzable en el que se asientan las bases del estándar de salud para el ser humano, cuya condición natural es la variabilidad en el estado de ánimo y provoca que cualquier cosa que no sea percibida como “bienestar absoluto” sea considerada “patológica”.
No obstante, el problema no está en buscar o no la felicidad, está en que ya nos han enseñado donde debemos encontrarla, y nosotros, sin cuestionar absolutamente nada, nos lo hemos creído. El consumo, los avances en tecnología y ciencia y el individualismo son esos tres grandes caminos que según nuestra sociedad debemos seguir para encontrar la felicidad (Lipovetsky y Charles, 2006). Los tres forman parte de lo material y están entrelazados entre sí, siendo a la vez, pequeñas porciones de felicidad e infelicidad intermitente.
Por un lado, nos ofrecen momentos de comodidad y placer, y por el otro, nos hacen sentir inquietud y desasosiego. Por ejemplo, estos nos permiten acceder a remedios contra el dolor, a compras privilegiadas o a avances tecnológicos útiles, pero al mismo tiempo hacen que queramos cada vez más y sintamos que nunca es suficiente, generándonos así sentimientos de insatisfacción e infelicidad.
Por eso, comprar en ausencia de necesidad como método de evasión, carecer de un enfoque crítico ante la ciencia médica y volvernos más individualistas, exigentes y sensibles a la frustración, nos ha convertido en consumistas a veces felices, pero siempre insatisfechos.
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Un exceso de medicalización
El ámbito de la salud mental es un buen ejemplo de todo lo comentado anteriormente. En este ámbito, pese a los recientes esfuerzos por revertir esta situación, se ha abusado y se abusa de una perspectiva biológica para el tratamiento del “malestar” humano.
Esto lleva a una medicalización excesiva como medio para combatir “problemas” que en realidad forman parte de las fluctuaciones normales de la vida, proporcionando un bienestar inmediato, aunque fugaz. De esta manera, vamos perdiendo autonomía, acostumbrándonos a tomar una actitud pasiva ante los problemas.
Así pues, percibir el dolor, la inquietud o la ansiedad como enfermedades nos permite etiquetarlas y, en consecuencia, tener a disposición un tratamiento, es decir, una solución que se encuentre en el exterior y que, por lo tanto, no nos involucre directamente. Como dijo Conrad en 2007, esto es una manera de transformar condiciones humanas en enfermedades tratables, lo que en este caso retroalimenta que la ciencia y el dinero vayan de la mano y que, por ende, esta disciplina acabe siendo una empresa con fines económicos (Smith, 2005).
Hoy en día, por norma general el tratamiento que se busca antes de que llegue “la enfermedad” suele reducirse a fármacos, y estos actúan más como “flotador” que como “barco de rescate” cuando en realidad lo que necesitamos es familiarizarnos con el agua fría y aprender a nadar. Al fin y al cabo, paliar las consecuencias de un problema lo hace más llevadero y soportable, pero no lo hace desaparecer, sino que ayuda a olvidar momentáneamente que dicho problema existe.
Por ejemplo, será mucho más fácil pensar que un hijo es revoltoso y desobediente por tener un Trastorno por Déficit de Atención (TDAH) que pensar que dicha agitación conductual se debe a una dinámica familiar disfuncional (Talarn, Rigat y Carbonell, 2011). Entonces, la solución a un síntoma quizás dado más por un problema familiar que por un trastorno, se encontrará en un fármaco anfetamínico y no en el cuestionamiento de las creencias que hasta el día de hoy han guiado su comportamiento como padres.
Nueva perspectivas terapéuticas
En definitiva, como sociedad deberíamos entender la incertidumbre y el sufrimiento como parte de la vida para poder volver a normalizar situaciones problemáticas que ya se han medicalizado (Perez et al, 2013), y que, además, podrían derivar de la interacción entre el individuo y su contexto e historia (Bianco y Figueroa, 2008). Ahora bien, esto se complica mientras cualquier lamento se siga interpretando desde una perspectiva médica, por ser esto provechoso a nivel económico y no científico (Talarn et al., 2011).
Aun así, es cierto que empieza a visibilizarse esta problemática y empiezan a ser conocidas terapias como la “Terapia de Aceptación y Compromiso” (ACT), cuya premisa principal es la de normalizar el malestar entendiéndolo como producto de la condición humana. Esta expone cómo la sociedad nos enseña a resistir a un sufrimiento que es normal, y como esta resistencia puede generar el verdadero sufrimiento patológico.
Su objetivo pues, es el de deshacerse del patrón evitativo y destructivo generado por “la cultura del sentirse bien” que nos lleva a evitar un dolor que forma parte de nuestro ciclo vital y nos ayuda a crecer (Soriano y Salas, 2006).
En mi opinión, urge la visibilización de este tipo de terapias, ya que es difícil que abramos los ojos si sigue siendo beneficioso hacernos creer que la solución está en cerrarlos. Así que deberíamos apoyar el crecimiento de esta nueva filosofía, porque mientras se nos siga enseñando a ser enfermos tratables, se nos seguirá preparando para consumir y no para tomar una actitud activa ante las situaciones conflictivas de la vida (Lobo, 2006).
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